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9. TRADUCCIONES DE LAS «CONFESIONES»

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Ya se ha hablado de la primera traducción de las Confesiones al castellano debida a S. Toscano, parcial y un tanto artificiosa al decir del siguiente traductor, el jesuita P. de Ribadeneyra (Madrid, 1596), que en su prólogo justificaba su traducción por la buena acogida que habían tenido sus traducciones previas de los tres apócrifos agustinianos y por la necesidad de ofrecer una versión en castellano natural y fluido. Esta traducción fue la más popular hasta el siglo XVIII en que aparecen las de los agustinos F. A. de Gante (Madrid, 1733) y E. de Zeballos (Madrid, 1781-1783). La primera, aunque correcta, sigue excluyendo los tres últimos libros. La segunda muestra mayor rigor filológico tanto por presentar la obra íntegra como por valerse de la edición de los mauristas y cotejar su traducción con la francesa de J. Martin (1741) y la italiana de G. Mazzini (1595). Su elegante estilo y su prosa fluida la han hecho una pieza clásica y objeto de numerosas reediciones que llegan hasta nuestros días, también de alguna reescritura. Tal es el caso de la actualización que lleva a cabo del agustino F. de Mier (Madrid, 1929) valiéndose de las ediciones de Ramorino y Labriolle y publicada con ocasión del citado XV centenario. Esa fecha fue ocasión también para la aparición de la primera traducción al catalán, realizada por J. M. Llovera (Barcelona, 1931), si bien aparece precedida por una adaptación catalana de la traducción francesa —por tanto, no traducción directa— de P. de Labriolle por R. Llatas (Barcelona, 1928). Justo un año después apareció la traducción castellana de A. C. Vega en El Escorial (1932), que fue refundida y publicada en 1951 junto con el texto latino en la Biblioteca de Autores Cristianos, volumen II de las obras de Agustín. Es ésta una traducción correcta, fiel al texto y a su estilo y profusamente anotada.

A un público más general se dirigen dos traducciones editadas en Madrid en 1942. La de L. Riber, basada en el texto de Labriolle, hace alarde de ornato y ampulosidad y contrasta con la sencillez y la divulgación piadosa que busca la de V. Sánchez Ruiz. ésta ofrecía tan sólo los once primeros libros, si bien en una reedición de 1951 aparece completa. De un tenor parecido, esto es, concebidas para la divulgación, son las traducciones de A. Esclasans (Barcelona, 1968), clara pero sin una sola nota, la de J. Cosgaya (Madrid, 1986), también sencilla pero con aparato de citas bíblicas y basada en el texto de Vega, la de O. García de la Fuente (Madrid, 1986), a partir del texto de Verheijen y a medio camino entre la literalidad y la libertad expresiva, y la de P. Rodríguez de Santidrián (Madrid, 1990), correcta pero sin apenas notas. Verdaderamente meritoria se presenta la traducción de F. Montes de Oca (México, 1970) poco conocida pero con una buena labor filológica tanto en la presentación y la anotación del texto como en la traducción fiel a su peculiar estilo 183 . Una labor parecida refleja la traducción catalana de M. Dolç (Barcelona, 1989) sobre el texto de Verheijen.

El interés por la obra en los últimos años se ha acrecentado como demuestran las recientes traducciones de P. Tineo Tineo (Madrid, 2003), S. Magnavacca (Buenos Aires, 2005) y A. Uña Juárez (Madrid, 2006). La primera, fluida, cuidada en su presentación y con notas que demuestran un gran conocimiento de la obra de Agustín y un interés exclusivamente teológico, está basada en el texto de Vega. La segunda sorprende por la habilidad con que capta el significado del texto de Skutella y sus notas muestran un interés eminentemente filosófico. Ese mismo interés es el de la tercera que, aunque bien fundada y correcta, exhibe un texto continua e inexplicablemente entrecortado por términos del original y por glosas exegéticas.

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