Читать книгу Contrapunteos diaspóricos - Agustín Laó-Montes - Страница 9

NUESTRA AFROAMÉRICA: DIÁSPORA, TRANSCULTURACIÓN, CREOLIZACIÓN Y ETHOS BARROCO

Оглавление

Si José Martí acuñó el concepto de “Nuestra América” como constructo clave en la invención de América Latina como continente, aquí proponemos dos categorías geo-históricas con el fin de descolonizar el imaginario espacial y temporal: Nuestra Abya Yala desde sentipensares amerindios y Nuestra Afroamérica desde sentipensares afrodescendientes8. Hablamos de sentipensares, siguiendo a intelectuales indígenas en varios lugares de Nuestra Abya Yala, reconociendo tanto el entre-teje de las mediaciones afectivas y cognitivas del conocimiento, como el entre-juego de dimensiones éticas y estéticas, espirituales y epistémicas, en la razón crítica descolonial9.

Nuestra Afroamérica es un territorio translocal que cruza y transciende fronteras nacionales a través de las Américas, a la vez que compone estos espacios. Su universo histórico y sus espacios de cultura y política marcan una geografía de sur a norte dibujando el largo y ancho de las rutas de la esclavización y resistencia, desde la Argentina hasta Canadá, transgrediendo las murallas –imaginarias y materiales– del Río Grande, que dividen Nuestra América del “Coloso del Norte”. En esa clave, Nuestra Afroamérica incluye tanto las historias y culturas afrolatinoamericanas desde el norte de México hasta la Patagonia, como las afrolatinas de los Estados Unidos, componiendo con los espacios afroestadounidenses (en sí mismos un montaje de culturas de la africanía), un amplio archipiélago geo-histórico que denominamos “diásporas afroamericanas”.

Concebimos la diáspora africana no como una formación uniforme sino como un montaje de historias locales entretejidas por condiciones comunes de opresión racial, político-económica y cultural, que constituyen resemblanzas familiares basadas no solo en experiencias históricas conmensurables de subordinación racial, sino también en afinidades culturales y repertorios similares (a menudo compartidos) de resistencia, producción intelectual y acción política10. Al sonar de este son, Nuestra Afroamérica es un espacio de identificación, producción cultural y organización política enmarcado en procesos histórico-mundiales de dominación, explotación, resistencia y emancipación.

Tocando ese tambor político epistémico, Fernando Coronil realiza un análisis crítico del occidentalismo y postula el pos-occidentalismo como quehacer que debe elaborar “categorías geo-históricas no-imperiales”, tales como Nuestra Abya Yala y Nuestra Afroamérica. Coronil argumenta que el occidentalismo, más que la contraparte del orientalismo es su condición de posibilidad, y ofrece la siguiente definición:

Por occidentalismo aludo al conjunto de prácticas representacionales que participan en la producción de concepciones del mundo las cuales: 1. Separan los componentes del mundo en unidades aisladas; 2. Desligan historias relacionadas entre sí; 3. Transforman la diferencia en jerarquía; 4. Naturalizan dichas representaciones; y por lo tanto; 5. Intervienen, aunque inadvertidamente, en la reproducción de las relaciones asimétricas de poder existentes (Coronil, 1998).

En clave postoccidentalista, construiremos nuestros argumentos a través del libro elaborando categorías geo-históricas de carácter relacional y procesual, buscando revelar relaciones y analizar procesos que se desenvuelven, al decir de Edward Said (1993), “entre territorios entrecruzados e historias entrelazadas”. En este ritmo y registro, Said argumenta que el método contrapuntal es idóneo para descubrir relaciones y analizar articulaciones entre historias y geografías cuyos vínculos son encubiertos por la mirada orientalista. Con esta vocación de relacionar y mundializar, de ver particularidades locales sin perder sentido de articulaciones globales, hemos de trabajar con dos categorías que emergen del conocimiento crítico caribeño, transculturación, acuñada por el cubano Fernando Ortiz, y creolización, esgrimida por el martiniquense Edouard Glissant.

Ortiz crea el concepto de transculturación para analizar la complejidad y el carácter contestado de los procesos de formación de la cultura nacional en Cuba. Desde esta óptica, la cultura es proceso, praxis y espacio eminentemente político donde se entretejen esferas de injusticia como la dominación colonial, el racismo y la explotación de clase. En sus palabras:

En mayor o menor disociación estuvieron en Cuba así los negros como los blancos. Todos convivientes arriba y abajo, en un mismo ambiente de terror y de fuerza, terror del oprimido por el castigo, terror del opresor por la revancha, todos fuera de justicia, fuera de ajuste, fuera de sí. Y todos en trance doloroso de transculturación.

Aquí Ortiz enuncia la categoría transculturación para entonar un análisis de la violencia racial-colonial como elemento constitutivo de la cubanidad, dibujando un diagrama de la dialéctica entre blancos y negros, es decir, entre opresor-oprimido en clave similar a Fanon.

El concepto de transculturación ha sido asumido y desarrollado más allá de Ortiz, haciéndolo una herramienta analítica clave de la teoría crítica latinoamericana11. La teórica canadiense Mary Louise Pratt amplió la extensión espacial de la transculturación al formularla como un conjunto de relaciones asimétricas y desarrollos desiguales en el escenario que denomina “zona de contacto” imperial entre los Estados Unidos, el Caribe y Latinoamérica12. Siguiendo esa armonía sincopada, entendemos la categoría imperio y el imperialismo como un conjunto de políticas, discursos y prácticas de poder imperial, un espacio translocal/transnacional de intercambios desiguales y luchas de poder, una suerte de transculturación norte-sur donde se dilucidan no solo políticas de Estado y desarrollo capitalista, sino también formas culturales y políticas étnico-raciales, sexuales y de género.

Dicho análisis se afina en el pentagrama crítico de Jossiana Arroyo (2003), en el que la transculturación deviene en travestismo cultural como estrategia de representación en la que “La integración del cuerpo del otro en el discurso nacional plantea los problemas de la representación –racial, sexual y de género– de ese cuerpo y las distintas máscaras a las que tiene que recurrir el sujeto en la escritura”, a la vez que indica que “La transculturación es un proceso cultural complejo que implica un discurso de poder en el que se entremezclan dos culturas ‘desgarradas’ o ‘desarraigadas’ como la blanca europea y la negra africana”13. Aquí se expresa una perspectiva interseccional, hija del feminismo negro y descolonial, que hemos de discutir en los capítulos cinco y ocho, que nos enseña a ver y entender una pluralidad de formas de opresión y políticas de liberación articuladas en una matriz de poder moderna/colonial, que será una de las claves en la perspectiva de este libro.

Al sonar de este son, la transculturación también puede significarse en clave afrodiaspórica, como los múltiples encuentros y desencuentros históricos –culturales, étnico-raciales, geo-políticos– que van configurando la africanía como componente central del sistema-mundo moderno/colonial. En este acorde, el método contrapuntal y el concepto de transculturación como una de sus herramientas claves se ubican en el repertorio crítico del pensamiento y la política de la africanía. Aquí la diáspora africana se concibe como condición de dispersión, proceso continuo de desarraigo y reinvención, y proyecto de descolonialidad y liberación, cuyos fragmentos se van articulando a través de luchas, ideologías y utopías concretas. En este sentido, la diáspora es una totalidad dialéctica y dialógica que se articula constantemente a través de contrapunteos y transculturaciones14.

El concepto de transculturación es comparable y afín al de creolización, una categoría clave en el repertorio crítico caribeño y de la diáspora africana. Las ideas de criollo y criollización tienen una larga historia y gran variedad de significaciones15. Aquí trabajamos con el concepto de creolización acuñado por el escritor y crítico martiniqués Édouard Glissant (2008), quien lo presenta como “un proceso de contención […] profundamente enmarcado en la historia de esclavitud, terror racial, y supervivencia subalterna en el Caribe” que envuelven una suma de “conflictos, traumas, rupturas y las violencias del desarraigo”. En esa clave, lo distingue tanto de simples procesos de articulación lingüística como de mestizajes culturales y genéticos16. En sintonía sincopada con Glissant y Brathwaite, Michel Rolph Trouillot argumenta que creolización es un constructo vital para entender y envolverse en “procesos de selección creativa y luchas culturales” claves en el Caribe y la diáspora africana (véanse Trouillot, 2002, y Chrichlow, 2009).

Glissant fundamenta la creolización en el principio de la diversalidad caribeña, cuya complejidad y fluidez ha de investigarse con una analítica de la transversalidad y una filosofía y poética de la relación. En esta cadencia de ritmo, “la creolización es impredecible, no produce síntesis, es un proceso continuo, fluido y contradictorio”. Esto no implica que la creolización signifique “un desarraigo, una pérdida de visión, una suspensión del sentido de ser porque la transitoriedad no es búsqueda errante y la diversidad no es dilusión”.

Entonando este son, Glissant (2008) argumenta que la ambigüedad fue la primera estrategia de supervivencia en “el universo silente de la plantación donde la expresión oral, la única posible para los esclavizados, se organizó de manera discontinua así que la discontinuidad es lucha, la misma discontinuidad que fue puesta en acción por ese otro desvío que conocemos como cimarronaje” como magna expresión de “la ambigüedad y discontinuidad del proceso de creolización”. Esto le lleva a concluir que la ambigüedad y fluidez de la creolización no es signo de debilidad sino de “una concepción de identidad sin precedentes”.

Los procesos de identificación que constituyen identidades afrodiaspóricas se pueden interpretar como dinámicas de creolización. La diáspora se forja a través de procesos de creolización que como tales son ambiguos, abiertos, fluidos, sin dejar de articular identidades afrodiaspóricas y sus espacios propios de creación cultural, producción intelectual y acción política. En esta clave, las dinámicas de creolización que constituyen la diáspora son contrapuntales, en la medida que no forman un todo sistemático y coherente, sino una constelación de redes, relaciones y viajes; que articulan ideas, acciones colectivas, prácticas culturales y estéticas, ideologías y proyectos políticos, y formas de familiaridad, que se conjugan de manera discontinua y contradictoria, pero permanente y potente. Nuestra Afroamérica es un espacio translocal, un todo heterogéneo y contradictorio, cuya complejidad buscamos analizar con el método contrapuntal.

A contrapunto de las lógicas binarias occidentalistas que encubren relaciones y procesos, mientras facilitan las jerarquías –sociales, culturales, étnico-raciales, genero, sexualidad, epistémicas– que constituyen la matriz de poder moderna/colonial, la creolización representa un recurso de método, en el cual se hace uso de la forma de pensamiento archipiélago que es pilar en la perspectiva político epistémica que Glissant denomina filosofía y poética de la relación. Glissant contrapuntea el pensamiento archipiélago, que combina diversidad y relacionalidad y en el que el todo no existe sin la particularidad y articulación de las partes, tal cual si fueran islas, con el pensamiento continental que caracteriza las lógicas sistémicas y totalizantes del imaginario occidentalista.

Traduciendo a nuestro vocabulario crítico, planteamos que creolización y transculturación son categorías útiles para conceptualizar e investigar archipiélagos de poder y la formación de identidades y espacios históricos en clave descolonial. Es decir, ambas categorías se fundamentan en visiones críticas de la dominación imperial/colonial y las lógicas del capital para elaborar analíticas de la interacción intercultural y formación identitaria, como procesos complejos y contradictorios que entrelazan distintas dimensiones del poder. Son categorías históricas que se crearon para explicar la heterogeneidad y fluidez de las culturas, memorias, identidades y procesos de poder en el Caribe y que se han elaborado y traducido más allá del archipiélago caribeño.

La transculturación, del modo como la formuló Ortiz, es una categoría que sirvió para analizar las contradicciones y posibilidades de lo nacional, pero que luego fue elaborada –como hemos dicho– de tal manera, que es útil para interpretar espacios translocales con la estrategia de representación contrapuntal con la cual se concibió. El concepto de creolización se acuñó desde el escenario histórico antillano, en una lógica de archipiélago afín a una perspectiva diaspórica que no privilegia lo nacional, situado en una matriz espacio-temporal de corte translocal. Desde el ángulo del archipiélago, Glissant asevera que, “la creolización todavía trabaja en nuestras megalópolis; desde la ciudad de México hasta Miami, desde Los Ángeles hasta Caracas, de São Paulo a Kingston, de Nueva Orleans a San Juan, donde el infierno de los gestos de cemento son solo una extensión del infierno de la caña o de los campos de algodón”.

Entonando esa clave, James Clifford afirma que, “ahora somos todos caribeños en nuestros archipiélagos urbanos”. El Caribe, esa federación de diásporas –africanas, asiáticas, árabes, europeas– es escenario quinta esencial de creolización y transculturación, espacio histórico heteroglósico, polifónico, caótico y contradictorio; como tal, paraíso e infierno de prácticas de opresión, contestadas por infinidad de políticas y proyectos de liberación. En esa luz, no es accidente que el panafricanismo y las dos grandes revoluciones modernas de las Américas (la haitiana y la cubana) se gestaron en los circuitos caribeños, en esa encrucijada quinta esencialmente diaspórica de la modernidad/colonialidad en la que los proyectos de identidad, cultura y poder se articulan como polifonías sincopadas, a través de contrapunteos que expresan y generan contradicciones severas y armonías complejas.

En esta clave polifónica, nos unimos al coro que argumenta a favor del barroco como forma estética y ethos cultural correspondiente a las complejidades y contradicciones del Caribe y las Américas, como locus central de la colonialidad del poder/saber y las políticas y poéticas de liberación. Bolívar Echeverría analiza el barroco no solo como un género estético sino también como un ethos que representa la perspectiva cultural que distingue y define la Modernidad latinoamericana. A contrapunto de los ethos realista y clásico de la Modernidad europea, de la ética protestante y del espíritu del capitalismo analizados por Weber, Echeverría localiza el ethos barroco en la modernidad católica y el mestizaje cultural que constituye América Latina. Así arguye que la forma barroca con su inclinación al exceso y el derroche, y su estética ornamentalista, desmesurada, extravagante y ritualista, se corresponde con un ethos cultural que facilita “una identidad contradictoria y fragmentaria que no encuentra bienestar o justicia en el concepto de progreso”, y una temporalidad de carácter abierto e inacabado que ofrece la condición de posibilidad de “existencia en ruptura”, que constituye “un espacio liminal respecto a las formas de reproducción del orden social y sus códigos, los propios de la forma capitalista de la Modernidad”. Echeverría plantea que el ethos barroco puede orientar la constitución de una Modernidad alternativa17.

En esta cadencia, Boaventura de Sousa Santos argumenta que el ethos barroco, en tanto que producto de los Imperios español y portugués, representa “una forma excéntrica de Modernidad [de] el Sur del Norte […] [donde] al ser la manifestación extrema de la debilidad del centro, se constituye en un campo privilegiado para el desarrollo de una imaginación centrífuga, subversiva y blasfema”. Santos la relaciona con la utopía definida como “la exploración, mediante la imaginación, de nuevas formas de oportunidad y voluntad humanas y arguye que este tipo de subjetividad y sociabilidad es lo que denomino, siguiendo a Echeverría (1994), el ethos barroco”. Con este acorde caracteriza al barroco a partir de dos elementos: 1) el sfumato como recurso estético que “opera mediante la desintegración de las formas y la recuperación de los fragmentos”, y 2) el mestizaje cultural como proceso creativo y cambiante de transculturación característico de las Américas. “El sfumato y el mestizaje son los dos elementos constitutivos de lo que denomino, siguiendo a Fernando Ortiz, como transculturización”, escribe Santos. A este ritmo, concibe el ethos barroco como recurso político, estético y epistémico de las Américas al sur global.

Los debates en la crítica latinoamericana y caribeña tienden a entender el barroco como praxis estética convergente con determinados modos de interpretación histórica y formas políticas18. Destacamos los ensayos de José Lezama Lima, con su elocuente máxima, “el barroco fue un arte de la contraconquista”. En su celebrada La expresión americana, sostiene que “el señor barroco americano, a quien hemos llamado auténtico primer instalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida, las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, lo hispano incaico y lo hispano negroide”19. Lezama conjuga la defensa del barroco como estética contracolonial con su análisis del mismo como recurso de método e imaginación histórica.

Entonando una metódica contrapuntal, Lezama escribe, “el contrapunto y los enlaces […] trazan una visión histórica […] el sentido deviene por una serie de escalas establecidas en lo histórico […] erudita polifonía con cuatro momentos de cultura integrándose en una sola visión histórica […] una ininterrumpida evaporación y otra finalidad desconocida”. Aquí expresa un imaginario histórico de corte barroco abigarrado, abierto, polifacético, sin dejar de articular un ethos. Afinando este ritmo, su punto de vista parte de “lo creativo de un nuevo concepto de la causalidad histórica, que destruye el pseudo concepto temporal que todo se dirige a lo contemporáneo, a un tiempo fragmentario”. Dicha temporalidad se aprehende por un “método mítico crítico que contra un causalismo obliterado y simplón busca representar un espacio contrapunteado por la imago y el sujeto metafórico con un contrapunto animista [de] enlaces y sorpresa”.

Esta visión lezamiana del devenir histórico como conjunto complejo e indeterminado de relaciones polifacéticas y procesos múltiples, representada en concierto barroco que conjuga lo social y lo estético, es afín al método contrapuntal, que es idóneo para analizar relaciones y movimientos de creolización y transculturación en Nuestra Afroamérica.

Contrapunteos diaspóricos

Подняться наверх