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II

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–¡Detuvieron al general Caro! –vociferó el ministro de Defensa Leopoldo Suárez al tiempo que ingresaba al despacho presidencial.

–¿No habrá sido por el asunto de los diputados?

–Sí –le respondió el ministro al jefe de Estado.

La pregunta de Illia no era caprichosa, y tenía origen dos días antes de aquel 27 de junio, cuando Carlos Caro recibió en su casa la visita de un grupo de diputados peronistas entre los que se encontraba su hermano, Armando Caro. Un periodista hizo pública la reunión generando el lógico temor de los golpistas y, sin siquiera saberlo, prendió la mecha del estallido revolucionario.

El general Pascual Pistarini convocó a Caro al Ministerio de Guerra bajo el engaño de pedirle explicaciones, y al llegar lo detuvo. Y cuando el general Castro Sánchez, secretario de Guerra del gobierno, quiso intervenir, Pistarini desconoció su autoridad.

Comandante del poderoso II Cuerpo de Ejército con asiento en Rosario, Caro era leal a la Constitución y así se lo había ratificado al propio Illia una semana antes, cuando juntos compartieron el acto central por el Día de la Bandera. Su detención bloqueaba la única posibilidad de resistencia efectiva contra los insurrectos.

A partir de las cinco de la tarde comienza a tejerse el último cerco para la resistencia, con el arribo a la Casa Rosada de ministros, secretarios, subsecretarios, familiares y amigos del Presidente.

Illia los recibe en su despacho, con una mueca mitad agradecimiento, mitad retobada resignación.

–Acá están metidos los peronistas. ¡Si Perón acaba de decir desde Madrid que “el golpe es la única salida para acabar con el régimen corrupto que imperó en Argentina en los últimos tres años”! –asegura el ministro de Relaciones Exteriores Miguel Ángel Zabala Ortiz, sin poder ocultar su “gorilismo” visceral–. Al final de cuentas, hubiese sido mucho mejor que Perón regresara al país en su avioncito negro. La justicia hubiera dado buena cuenta de él y hoy lo tendríamos desenmascarado y tras las rejas.

Zabala Ortiz sabía muy bien por qué lo decía. Contestaba con una sonrisa de mutismo a quienes lo acusaban de haber presionado al gobierno brasileño para que enviara nuevamente a España la máquina en la que viajaba el general Perón, con la supuesta intención de retornar a la patria a fines de 1964.

La noche del primer día de diciembre, sonó el teléfono en la casa del subsecretario de Relaciones Exteriores Ramón Vázquez.

–En nombre del gobierno español, le hago saber al gobierno argentino que Perón embarcó en Barajas en el vuelo 991 de Iberia con destino Buenos Aires. Te llamo a ti por la amistad que nos une, y porque me informaron que el canciller Zavala Ortiz se encuentra en vuelo de regreso desde los Estados Unidos.

El llamado de José María Alfaro y Polanco, embajador de España en Argentina, encendía todas las alarmas.

Ramón Vázquez, que además de funcionario con rango de vicecanciller era radical y convencional del partido, corrió a la Casa de Gobierno para dar noticia a Illia.

–El Presidente está en una cena, si desea puede aguardarlo –lo frenó el edecán.

–Lo que tengo que anunciar al Presidente es demasiado importante para esperar. Le pido por favor que lo interrumpa ahora mismo.

Impuesta la novedad, Illia le ordenó a Vázquez que se comunicara de inmediato con el ministro del Interior Juan Palmero. Desde el teléfono más cercano, realizó la llamada.

–No creo en esta versión, debe ser otra de las triquiñuelas del general –respondió Palmero.

–¿Qué versión ni versión? ¡Es información oficial del gobierno español a través de su embajador!

Con la indignación calando sus huesos, Vázquez volvió con el Presidente, quien esta vez le pidió que hablara con Leopoldo Suárez, ministro de Defensa, pero también a cargo de la cancillería por la ausencia temporal de Zavala Ortiz.

De madrugada, y despejando las telarañas del sueño, se realizó un encuentro en el despacho ministerial de Defensa con la presencia del general Ávalos, el almirante Pita, el brigadier Romanelli, y el gerente de la aerolínea Iberia en Buenos Aires. Allí confirmaron que Perón estaba a bordo, que viajaba con pasaporte paraguayo, y que el avión hacía escalas en Río de Janeiro y Montevideo antes de llegar a Buenos Aires.

Esa misma madrugada, Zavala Ortiz regresó de Estados Unidos y, enterado de la situación, fue directo a la Casa de Gobierno. Tras reunirse con Illia, se comunicó con Carlos Fernández, embajador argentino ante Itamaratí y pidió que gestionara con el gobierno brasileño la intercepción del vuelo.

Un par de horas más tarde, las autoridades del Brasil consideraban a Perón persona no grata, lo hacían descender del avión, y lo reembarcaban en el primer vuelo de regreso a Madrid.

Por si quedaban dudas sobre el origen de la orden, el Ministerio de Relaciones Exteriores del Brasil divulgó un comunicado en el que dejaba claro el panorama:

Atendiendo a la solicitud efectuada por el gobierno argentino y dentro del más elevado espíritu de colaboración existente entre ambos países, el gobierno brasileño estuvo de acuerdo en interrumpir en Río de Janeiro el viaje que el señor Juan Perón realizaba en avión de Iberia.

El sol apuñala con sus últimos rayos la Casa Rosada, al tiempo que siguen llegando los fieles al gobierno en el intento de acorazar al Presidente.

–Seguramente algunos peronistas deben estar en el caldo, aunque no creo que sean todos –le replica Illia a su canciller.

–No se confunda Presidente, están todos fabricados con un mismo molde. Las conversaciones entre sindicalistas y militares se realizan a cielo abierto. ¡Si la CGT lanzó su plan de lucha cuando usted aún no llevaba ochenta días en la presidencia! ¡Nos pararon el país con huelgas y tomaron más de 7.000 fábricas!

–Puede que tenga algo de razón Miguel Ángel, pero no se olvide que nosotros levantamos la proscripción política que les pesaba desde 1955. Si el 17 de octubre de 1963, es decir a los cuatro días de asumir el gobierno, ya autorizamos el primer acto peronista en Plaza Once donde hablaron Andrés Framini y Delia Parodi. ¿O acaso tampoco recuerda que el año pasado ganaron en buena ley las elecciones legislativas, a las que concurrieron libremente después de una década de proscripciones?

–No me recuerde este trago amargo. Todavía hoy me despierto excitado a mitad de la noche con la pizarra electoral entre ceja y ceja.

Cada vez que evocaba al peronismo, la mente de Illia se transportaba a la figura del gordo Piergentile aquella noche de abril de 1955, estrujándose en su lecho de enfermo, entre verdes babas y caldosas ventosidades. Quizá porque horas antes de asistir al enfermo lo había sorprendido una banda de música, por llamarla de alguna manera, tocando la marcha peronista debajo de su ventana.

–Arturo no salgas, ya se van a ir.

–Dejame Chunga, hace ya cinco horas que molestan. Cruz del Eje es grande, ¿por qué siempre se la agarran conmigo?

–No te hagas el distraído viejito, te buscan por ser la principal figura radical, no sólo de Cruz del Eje, sino también de Córdoba. senador provincial, vicegobernador, diputado nacional... ¿dónde querés que expresen su arte?

–¿Vos también te reís de mí? ¿Te parece que no me alcanza con estos salvajes? Te digo que me dejes salir.

–Que no, viejito, vas a ver que en un ratito se van, siempre es así.

Arturo sabía muy bien que esa prepotencia de barrio era un fiel reflejo del ejemplo que bajaba en cascada desde el gobierno nacional. Luego del fallecimiento de Eva Duarte, Perón ya no era el coronel del pueblo, sino más bien una fachada democrática, que al tocarse se convertía en cenizas.

La mordaza era pareja para la prensa y la oposición: quien no era peronista, no era argentino; y sólo quedaba el Congreso Nacional como caja de resonancia con capacidad para llevar una voz de alivio a los oprimidos. Él conocía de ello puesto que, como diputado nacional durante el período 1948-1952, había formado parte del glorioso bloque de los 44, también llamado de los “Fiscales de la Patria”, junto al propio Zabala Ortiz, Arturo Frondizi, Ernesto Sanmartino, Ricardo Balbín, Raúl Uranga, Silvano Santander y Rodríguez Anaya entre otros, los que, desde la Cámara baja, consiguieron ponerle los pelos de punta al primer argentino.

“No se equivoca mi esposa cuando me aleja de la cólera para que razone. Esta murga peronista sabe perfectamente bien por qué está bajo mi ventana", pensó Arturo. No más bastaba recordar alguna de sus participaciones en aquellos debates parlamentarios, en donde cualquier ocasión era digna para enrostrarle al oficialismo sus excesos, como aquél en que se discutía la equiparación de sueldos del personal penitenciario:

“Nosotros entendemos y valoramos la palabra justicialista. Deseamos que se equiparen los sueldos, y así lo habrá de resolver seguramente la Honorable Cámara, pero deseamos que las cárceles argentinas no estén llenas de ciudadanos con conciencia libre, por razones exclusivamente políticas.”

O ese otro, en ocasión de tratarse el estatuto para los empleados bancarios:

“En todos los gremios se reconocen, pura y exclusivamente, a las asociaciones cuyas comisiones directivas están integradas por peronistas, es decir, por hombres de Trabajo y Previsión, que han transformado a las entidades gremiales de limpios antecedentes, en comités políticos oficialistas.”

La senda no tenía salida ni retorno. La Constitución Nacional había sido mancillada por la reforma de 1949, que permitía la reelección indefinida del régimen gobernante y habilitaba una presidencia casi vitalicia. Perón sólo abandonaría el poder por la fuerza; es decir, poniendo en práctica la teoría del derecho de la resistencia a la opresión que esbozara Santo Tomás de Aquino.

Los radicales tenían muy bien incorporado esto de andar envueltos en conspiraciones cívico-militares, a través de la escuela de don Hipólito Yrigoyen y sus conatos revolucionarios de 1890, 1893 y 1905, tras la búsqueda del sufragio limpio y cristalino.

–Ya es media noche Chunga... ¿puedo salir un ratito?, te prometo que no habrá violencia... sólo los insulto y entro... ¿de acuerdo? –inquirió Arturo en un tono más dulce tratando de convencer a su esposa.

–Pero eso es justamente lo que buscan. Que te asomes. No les des el gusto.

–Mañana a las seis debo estar de pie visitando enfermos, ¿cómo querés que duerma?

–No será la primera vez que pasás la noche en vela. Dejalos que se van a ir como vinieron.

“Es cierto, este conciertillo es un granito de arena dentro del desierto de penas Patrias, producto de la falta de democracia”, se conformó para sí, mientras afirmaba que, otra vez, debía darle la razón a su Chunguita.

A las tres y media de la mañana, un silencio de espanto se adueñaba de la noche de Cruz del Eje.

–Chunguita, ¿podés creer que estos tipos estuvieron más de cinco horas con la marcha peronista una y otra vez? Digo yo, ¿no trabaja ninguno? ¿O es que también se dan el lujo de otro San Perón para rabonearse de las obligaciones?

–Vení a la cama viejito –le dijo Chunga con un tono insinuante que él conocía muy bien.

“La jornada terminará en el cielo después de todo”, pensó mientras palpitaba las mieles que lo aguardaban en el lecho matrimonial.

Las primeras caricias enmarcaban otra noche de amor, cuando el tronar de un puño retumbó sobre la puerta.

–¡Doctor Illia, doctor Illia, se me muere el Gordo! –gritó con exasperación una voz de mujer.

Al tiempo de calzar su pantalón de pijama y su bata, abrió la puerta para encontrar a la mujer de Piergentile, el “director de la orquesta” que lo había enloquecido durante ésta y otras tantísimas noches de algarabía justicialista.

El hombre padecía de súbitos ataques de epilepsia, los que se potenciaban con la mezcla de esfuerzo físico y cerveza.

Ni bien se descompuso, su mujer había recorrido la lista de doctores: primero los de sentimiento peronista, después los conservadores, hasta culminar con el único que estaría disponible a esas horas de la noche.

Sin dudarlo un instante, se vistió, tomó el maletín y partió en la chata de un vecino, también con insomnio musical, hasta la casa del enfermo.

Lo encontró tal y como lo imaginaba, retorciéndose en su lecho, empapado de un fétido sudor, encendido por la elevada fiebre, manos temblorosas, mirada extraviada, la boca llena de espuma, dientes que crecían hasta balconearse, y espasmos pectorales que presagiaban lo peor.

Una vez medicado convenientemente, masajeó su pétreo cuerpo con friegas que arrancaron la piel a girones, hasta ablandar la musculatura.

Al amanecer, cuando Piergentile recobró habla razón y alma, no pudo creer que quien estaba sentado a los pies de su cama le hubiese salvado la vida.

Ante la incómoda situación y con el rostro más caliente por el bochorno que por la fiebre que aún persistía, sólo atinó a balbucear:

–Muchas gracias doctor Illia... ¿cuánto le debo por sus servicios?

–Nada, Gordo. Con tus serenatas, vos ya me pagaste de sobra.

Se sentía extraño al salir de la casa de Piergentile. No había pegado un ojo en toda la noche y acababa de perder una sesión de arrumacos con su esposa. A pesar de todo, una sonrisa de satisfacción dibujaba su rostro. “Después de esto, la bandita musical ya no osará molestarme”, imaginó.

Lo que no sabía, aunque muy bien podía sospecharlo, era que, por un tiempo, los peronistas no tendrían motivos para festejar. La revolución era una breva madura a punto de caer.

–La mecha del levantamiento tiene que encenderse en Córdoba –señalaba Illia en las reuniones partidarias provinciales y nacionales. –Debemos estar preparados para ese momento, organizando a los civiles como soporte de las fuerzas militares –les recalcaba a sus correligionarios.

Illia era responsable de una vasta red de inteligencia civil, con sede en la ciudad de Córdoba, pero sentando bases reales en su domicilio de Cruz del Eje. A partir del libro Cesar y Cristo, había pergeñado una compleja clave secreta sirviéndose de las primeras letras, invertidas y alternadas en distinto orden. La obra literaria se mecía acariciando los puntos cardinales de la provincia, sin que el gobierno pudiera imaginar que, en ella, se hacía carne la revolución.

Noche del 16 de septiembre de 1955: la Sociedad Española de Cruz del Eje había estallado, vomitando por sus puertas un gentío que desbordaba todos los cálculos. La fresca noche contrastaba con el sofoco de las luces mercuriales que ensayaban, sin suerte, quebrar la humareda de cigarrillos y habanos.

Illia terminó de arengar al público haciéndolo partícipe de los duros momentos por los que atravesaba la república, cuando un hombre de traje marrón y ademanes mediocres se abrió paso en el salón, con sus filosos codos como guadañas. Logró finalmente acercarse a Illia, le susurró unas frases al oído y se fueron juntos.

Todos intuyeron lo sucedido, pero nadie se animó a soltar prenda. No era la primera vez que, pegados a Radio Colonia, se entusiasmaban vanamente ante las noticias que señalaban el inicio del alzamiento castrense.

Esta vez era cierto. El general Lonardi se sublevaba en la mismísima Córdoba y, desde Puerto Belgrano, el almirante Rojas avanzaba decidido al frente de la flota de mar. Debía llegar a la ciudad de Córdoba lo antes posible para dirigir los comandos civiles.

Previendo este momento, Illia había organizado un cronometrado operativo a fuerza de quince pruebas las que, por otra parte, ya habían comenzado a hartar a sus propios ejecutores.

Ávalos, el carnicero, corría sin tregua con la voz de aura para Miguel, el viajante de comercio de Molinos Río de la Plata que estaba de guardia esa noche. Éste ponía su coche en marcha y se dirigía a la casa de Illia, previa escala en lo de Mancedo, para proveerse de pistolas y balas. En ese ínterin que, simulacros mediante, se había reducido de diecinueve a ocho minutos, Illia pasaba por su casa, recogía los papeles y saludaba a la familia.

–La revolución me convoca, Chunguita. Vuelvo triunfante, quedo preso o...

El abrazo de su esposa no le permitió terminar la frase. Era medianoche y sus hijos dormían. Recorrió cama por cama. Besó sus frentes. Tomó el maletín y ganó la calle.

“La pucha, hoy es el día D y no somos capaces de bajar la marca de los ocho minutos”, pensó.

Ese centenar de segundos con casa y familia a sus espaldas, le sirvieron para meditar acerca de los pasos a seguir. Estaba exponiendo su pellejo por una causa que creía justa, pero ¿cuántos argentinos harían lo mismo? Era consciente del rumbo emprendido y de su responsabilidad ante la historia, pero ¿todo esto valía realmente el esfuerzo de alejarse de sus seres queridos tras una aventura de final incierto?

La trompa del auto gris asomó por la calle Avellaneda y el vehículo se detuvo frente a él.

–Vio doctor, batimos la marca, llegamos en 7 minutos y 45 segundos –clamó Miguel, partiendo las sombras con el calcáreo destellar de su sonrisa.

El camino se mofaba de las mansas noches serranas y envolvía el espacio con vapores de azufre y zinc. En Capilla del Monte imaginaron los primeros movimientos militares mientras que, en Villa Giardino y Huerta Grande, los indicios tomaron forma de estallidos y detonaciones.

El inconveniente inicial tuvo lugar en las cercanías de La Falda, en donde aparecieron las primeras barricadas.

–¿Serán fuerzas revolucionarias o gubernamentales? –inquirió temeroso Miguel.

–No sé, ni me interesa saberlo. Apagá las luces del auto y doblá a la izquierda después del próximo árbol. Tenés que hacer un trechito por el campo hasta empalmar la calle de tierra que ladea la estación del ferrocarril. El camino te saca solito por detrás del cementerio de Valle Hermoso –ordenó Arturo, quien después de tanta campaña política conocía la zona como para transitarla a ciegas.

–Lo logramos –festejó Miguel cuando el Rastrojero apoyó nuevamente las cuatro ruedas sobre la ruta–. Ya pasamos lo peor, cuánto le juego que el resto del camino será cosa de niños.

El silencio de Arturo, además de desaprobar el comentario, buscaba unificar su concentración en un solo vértice. Debía llegar a la ciudad de Córdoba. No existía rincón para el desacierto.

–Así que cosa de niños, –señaló Arturo en un tono jocoso que pretendió vestirse de suficiencia.

Cosquín se presentaba como una fortaleza inexpugnable, salpicada de fogonazos y uniformes.

–Tranquilo doctor, si a usted le sobra calle para salir de ésta –profetizó Miguel pensando que un ápice de vanidad sería buena medicina para su acompañante.

–Pegá la vuelta, que aún estamos a tiempo. A quinientos metros está el rancho de don Isidro, él sabrá ponernos al tanto de la situación.

Mezcla de indio y español, Isidro Gutiérrez había comandado en Cosquín aquella obra maestra de la logística cívico-militar que fue la revolución radical de 1905. Con más arrugas que rostro y sus ochenta años a cuestas, todavía traía hijos al mundo, se levantaba al alba y montaba las correas del arado sobre su humanidad.

Desafiaron tres calles de tierra, dos vacas en el camino, una senda encabritada y el olor a alquitrán que emanaba de un auto muerto de sed. La noche salpicada de estrellas no era tan benévola como parecía. Pararon frente a una pequeña construcción perdida en la mitad del campo.

–Es ésta –confirmó Arturo.

No hizo falta despertar a Isidro Gutiérrez, puesto que el campanear de su corazón lo tenía de pie bajo el alero de barro y paja.

–¿Doctor Illia? ¿Es usted? ¡Qué alegría tenerlo por las casas una noche de gloria como la de hoy! –bendijo con su voz pedregosa.

–Vamos camino a Córdoba, pero necesitamos saber bien qué pasa allá abajo.

–Pregúntele al Ramoncito que acaba de bajarse del zaino.

–Yo vi todo don, son milicos de Perón. Hace como media horita le preguntaron al conductor de un auto de qué bando era. Aisito nomás, un tal mayor Arruabarrena, según dijeron, vivó la revolución y le quemó la cara de un cohetazo. La noche no está pa' nosotros –suspiró Ramón con aire despierto y semblante entre niño y hombre.

Con las manos en los bolsillos y un ir y venir de laboratorio, Arturo se regaló minuto y medio para reflexionar sobre la situación, hasta que dispuso de inmediato trasladarse a la casa de Suárez.

–¡No cometa esa locura doctor! Para llegar a lo de Suárez debe atravesar la ciudad y seguro que me lo reconocen –vaticinó don Isidro–. Déjeme que se lo traiga al rancho; será como volver a mis correrías revolucionarias. Además, le juro por tata Dios, que todavía no nació el milico que me ponga la mano encima.

Isidro Gutiérrez los hizo pasar a su casa. Consistía en un cuarto amplio que alojaba una cama con arabescos de hierro forjado y dos sillones de madera, antiguos y grandes. Sólo dos lámparas de kerosene colgando de la pared violaban la oscuridad de la noche. Los rostros apenas podían distinguirse en ese diminuto rincón en la inmensidad del campo desierto.

El dueño de casa los invitó a ponerse cómodos y los condujo a los sillones. Arturo acarició su barbilla, meditó unos segundos, extrajo papel y lapicera de su bolsillo, redactó unas líneas para Suárez y se las entregó a don Isidro con un gesto de satisfacción de los que ahorran mil discursos.

Ya más tranquilo, se desplomó en un sillón mientras el gaucho montaba en su zaino acharolado.

Una hora después, el tintinear de los cascos anunció la llegada de Suárez, un radical, que había ingresado a la Marina como bioquímico.

–Tenemos que pasar la barricada –rogó Arturo.

–Y cuanto antes. Cada minuto que pasa hay más soldados apostados –ratificó Suárez.

–¿Tenés alguna foto reciente? –le preguntó Suárez a Miguel, quien hasta entonces había mantenido un silencio expectante.

–¿Una foto? ¿Acá mismo?

–La del registro, la foto del registro de conducir. ¿No me comentaste días atrás que venías de renovar tu carnet de conducción? –le recordó Illia.

–Tiene usted razón –confirmó Miguel.

–Mi idea es la siguiente –susurró Suárez– aquí traje unos papeles de la Cruz Roja Internacional. ¿Qué les parece si inventamos una epidemia y lo hacemos pasar a Miguel como médico en tránsito a Rosario?

–Y yo ¿qué rol juego en este plan? –insinuó Arturo.

–Usted tiene que ir en el baúl; es demasiado conocido para cualquier cordobés medianamente informado.

–Hay un problema... ¿qué pasa si a estos milicos se les ocurre pedirme el permiso de conducir para ver si está todo en regla?

–Todo plan tiene su fisura y éste es el único que tenemos –aseguró Suárez con una mirada que terminó por convencer a todos.

Con la navaja de afeitar de don Isidro, un copo de engrudo casero y algo de buena caligrafía, lograron ponerse en marcha con sus “papeles en regla”.

Para Miguel, la patriada no era sencilla: sin la potencia del doctor a su diestra y envuelto en un desamparo de huérfano, debía traspasar el cerco de espinas y fusiles.

Al mismo momento, Arturo, contorsionado en el baúl, soportaba golpes, sofocación, oscuridad y ese pestilente sabor a gasolina que aserraba sus bronquios.

–¡Alto!, ¿quién vive? –exclamó la voz de muerte del capitán en la barricada.

–Soy el doctor José Alberto Miguel, de la Cruz Roja Internacional; voy camino a Rosario, en donde se desató una epidemia de poliomielitis. Si quiere le muestro los papeles.

–Remítase a cumplir órdenes. Le pedí que me diga quién es, no que me muestre los papeles.

El capitán se alejó un instante del automóvil, para cambiar opiniones con un terceto de cabos y un sargento; Miguel sintió que su columna se transformaba en una catarata de sudor helado, mientras sus sienes palpitaban a un ritmo capaz de eyectarle el cerebro; Arturo temió que sus resonantes latidos oscuros llegaran a oídos del oficial.

–¡Dígame qué lleva en el baúl! –demandó el capitán nuevamente a la vera del auto.

Por un segundo, Miguel se propinó insultos de lava por no haber preparado respuesta alguna para tan lógica pregunta.

Se repuso, y tragó el colosal bolo de saliva que lo tenía a mal traer.

–Lo tengo lleno de medicinas, cultivos y pruebas de laboratorio.

–¿Lo abro? –inquirió el más joven de los subalternos.

–¡Ni loco! No nos matan los gorilas, ¿vos querés que nos maten los microbios? Adelante doctorcito y no se olvide, ¡Perón o muerte!

A partir de ese momento, el miembro de la Cruz Roja y su carga “microbial” tuvieron vía libre hasta el destino propuesto.

Una vez en la ciudad, casi de madrugada, Illia se reunió con su amigo y correligionario Hugo Vaca Narvaja en la confitería de la estación de trenes General Belgrano de Alta Córdoba, según habían planificado.

–Esto está feo, Arturo. El grupo de comandos que debía venir a nuestro encuentro no pudo llegar. Hay muchas fuerzas leales a Perón en los alrededores, tenemos que irnos rápido de aquí.

En ese preciso instante, una patrulla militar descubría sus cuchicheos y en menos de un minuto los dos amigos estaban, manos en la nuca, a merced de las fuerzas oficialistas.

–A los traidores a Perón y a la patria se los fusila, ¡y eso vamos a hacer ahora mismo! –vociferó el coronel al mando mientras los infortunados eran puestos de espaldas contra uno de los grises muros de la estación.

El militar estaba a punto de dar la orden cuando alguien, que Arturo no logró divisar, lo llamó de lejos. Unos minutos más tarde regresó, conversó en bajo tono con su tropa, y retomó el proceso del fusilamiento.

–¡Preparados!... ¡Apunten! ¡Fuego!

En ese segundo la vida entera pasó por delante de Arturo. Padres, esposa, hijos, amigos, el ideario radical y esa revolución que estaba a punto de acabar con su existencia. Erguido, mirando de frente a sus ejecutores, moría como un hombre, sin pedir clemencia ni abdicar a sus ideales.

En lugar del fogonazo, y el puñado de proyectiles atravesando su cuerpo, Arturo solo escuchó el “clic” de los fusiles máuser, y la carcajada endiablada del coronel y sus subordinados.

–Rajen de acá antes de que me arrepienta y les meta plomo de verdad –gruñó el militar.

Quien había llamado al coronel instantes antes del fusilamiento, era el comisario Rigoberto Jiménez, peronista rabioso desde siempre. Como médico, Illia le había salvado la vida un par de años antes, y ahora solo le devolvía el favor.

–No me lo fusile al doctor, pero hágale pegar un susto padre para que se deje de joder con esto de las revoluciones –le había pedido el comisario.

El último tramo de esta peregrinación de fe no resultó sencillo. Caminaron pegados a las paredes esquivando los tanques Sherman sin saber si eran leales o revolucionarios. Rasantes vuelos de los aviones Gloster acariciaban los campanarios de las iglesias y cientos de cañones movilizados apuntaban a objetivos estratégicos de la ciudad. En la medida que se acercaban a la plaza San Martín, los tiroteos aumentaban su intensidad. El Cabildo y la Catedral eran acribillados sin piedad al grito de ¡Viva Perón! o ¡Perón o muerte!

Arturo y Hugo se miraban sin hablar. Aún temblando por esa ejecución que no fue, sus cuerpos se consumían por el desasosiego. No estaban seguros del triunfo de la causa habida cuenta de la gran presencia de fuerzas peronistas en las calles.

Unas cuadras más adelante, ganaron tranquilidad. En todas las esquinas se apostaban comandos civiles adictos, tal cual lo proyectado. De inmediato, aparecieron los primeros automóviles con ciudadanos portando banderas argentinas y vivando el triunfo de la revolución.

Llegaron finalmente al comité radical de la Plaza Vélez Sarsfield, donde Illia permaneció en total actividad durante tres días y tres noches, apoyando logísticamente a las fuerzas militares sublevadas.

Salteadores Nocturnos

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