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III

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Con una sensación extraña, como si tuviese mariposas revoloteando en sus intestinos, dejó Benjamín Zamorano el Departamento Central de Policía.

Vivía a una veintena de cuadras, pero siempre aprovechaba la posibilidad que le ofrecía su uniforme de viajar gratis en colectivo para ahorrarle a su cuerpo tiempo y marcha.

Esta vez, prefirió caminar y regalarle bocanadas de oxígeno a sus agitados pulmones. Al poco tiempo de la recorrida, se detuvo frente a una obra abandonada de cuyo frente emergían descoloridos y oxidados afiches de la campaña electoral de 1963.

“Illia le da una mano limpia, dele la suya”, decía la pancarta en cuyo centro –como no podía ser de otra manera– sobresalía la foto de una gran mano. Estos políticos siempre con el mismo cuento. “Primero te piden la mano y luego te meten la suya en el bolsillo”, masculló.

A su lado, un cartel más pequeño rezaba: “Yo le pongo el hombro al país, voto por Illia-Perette. Paz, Concordia, Seguridad. U.C.R.P.”. “Linda paz nos ofrece, si mañana mismo debo poner el hombro bajo un fusil”.

Sus reflexiones lo convencían cada vez más del rol histórico que le había caído en gracia desempeñar. Pensó en gritarlo a voces, convencido de que todo el mundo correría a idolatrarlo en su carácter de salvador de la nación; lo llevarían en andas hasta su casa, le ofrecerían el más suculento de los manjares, lo arroparían con sedas y lo acostarían entre cobijas y almohadas de plumas hasta el nuevo día.

Fue inmenso el esfuerzo para acallar los sones de su prematura gloria; pero había juramentado silencio absoluto hasta las cinco de la mañana del día siguiente.

–Así lo haré comisario, ¡por mi honor de policía y de patriota!

Luego de abrevar en este oasis de sórdida democracia, Benjamín imprimió un ritmo de marcha forzosa que le memoró las corridas desde la terminal del colectivo 60, en Constitución, hasta lo de Alicia, una noviecita que gozaba del privilegio de quedarse sola en su casa desde el anochecer del viernes hasta el despertar del lunes, cuando su madre regresaba de la visita que efectuaba cada fin de semana a su hermana de José León Suárez. ¡Qué lástima que se terminó, con lo bien que se movía en la cama!

Con la mente puesta en sus noches de viril desenfreno, se encontró frente al sólido portón de su casa, sin siquiera conocer en qué momento había extraído del bolsillo trasero la llave que abrillantaba su mano.

Era una construcción de principios de siglo, de las pocas que quedaban en un barrio contaminado por el virus del progreso. Su madre compartía las tareas de ama de casa con las de maestra en una escuela de Balvanera, mientras que su padre decía que trabajaba en el Correo Central, aunque era por todos conocido que la única ocupación de Manuel Zamorano era la política sindical.

Una vez abierta la puerta, se escuchó la voz sonriente de su madre.

–Te soltaron temprano, hijo, hoy sí tuviste suerte.

–¿Si tuve suerte? ¡Tenés frente a vos al hombre más suertudo de la Argentina!

–¿Cómo es eso Benjamín?

–Nada mami –le contestó recordando que debía guardar el secreto toda la noche, y que ya lo estaba develando a los cinco segundos de entrar en la casa. “Debo tener más cuidado, nada de traicionar mi pacto de silencio”, pensó.

Cenaron los dos solos, como todos los lunes desde tiempo inmemorial.

–Tu padre concurre a las reuniones gremiales y yo acá, sola después de trabajar todo el día; vive para su política y la casa que se pudra, yo pago las cuentas, limpio, hago los mandados y cocino.

Después vino el silencio y un cruce esporádico de miradas. “Hasta ella sabe que algo turba mi espíritu, pero no tengo las fuerzas ni las ganas de contarlo”, se dijo Benjamín.

La jornada había sido densa e inauguraba una semana no apta para mortales, de manera que poco tiempo transcurrió hasta que su madre le avisó que se iría a dormir.

–Dejá la vajilla sobre la mesa, yo mañana me levanto media hora antes y lavo todo.

–Andá a descansar tranquila, que el fundador de la nueva Argentina se ocupa esta noche de lavar todo.

“¡Otra frase extraña!”, pero el cansancio hizo añicos la curiosidad de una madre más cercana al dormitorio que al sentir de su hijo. “Después de todo, no es la primera vez que Benjamín florece con pensamientos rimbombantes”, reflexionó al tiempo que apoyaba su pie en el primer peldaño de la escalera.

–¡Mírenlo al protector de la patria con esponja y detergente! –bromeó mientras escuchaba el tintineo de cubiertos, loza y cristal.

Eran las nueve de la noche y ya tenía decidido subir corriendo hasta su dormitorio y zambullirse entre las sábanas para matar las horas que lo separaban de su magno destino. En eso estaba cuando, antes de apagar la luz del living, se sintió fatalmente atraído por la amarillenta cumbre de las discordias conyugales.

–¡Sos un botellero! –decía su madre–, no puede ser que me sigas trayendo a casa tantos diarios y revistas y que, encima, no quieras tirar ni una mísera hoja; el día menos pensado, cuando regreses de tu sindicato, te encontrarás con que tiré toda esta basura al medio de la calle.

Su padre siempre contestaba lo mismo:

–Mirá vieja, pensá muy bien lo que decís, porque tras esa montaña de papeles me voy yo.

Lo cierto era que la sala se había transformado en un maremoto literario en el que naufragaban sillones, mesa y aparador. Primero fueron los diarios de sesiones del Congreso, para seguir de cerca a los legisladores socialistas; luego, las revistas políticas de actualidad –ya que un sindicalista de mi categoría no puede estar desinformado, decía– y, finalmente, les llegó el turno a los reportes provenientes de distintas organizaciones mundiales, y que eran depositados en el Correo.

–¿Vos podés creer que a nadie le interesan? –preguntaba incrédulo. Asimismo, este oleaje de comunicación venía a toparse con los casi dos mil volúmenes que atestaban las paredes. No en vano papá Zamorano decía:

–¡Voy a necesitar dos vidas para leer todo esto! A lo que su madre replicaba.

–Y yo necesitaré cuatro para limpiar la tierra acumulada entre las páginas.

Benjamín, testigo de piedra en estas discusiones, se encontró de pronto con un tesoro. Al alcance de sus manos tenía la posibilidad de conocer más acerca del personaje que habría de sepultar en las sombras mortecinas de la historia.

Cumpliendo con la ley del menor esfuerzo, comenzó por aquello que tenía más a mano. Tomó un ejemplar de la revista Primera Plana y recorrió, curioso, sus páginas iniciales. Su vista se atoró en un artículo que destilaba litros de verdad:

“1964, fue el año de la euforia, 1965 fue el año de los primeros obstáculos y, 1966, sin duda el año de la crisis. La imagen del gobierno se ha ido deteriorando en las últimas semanas; el descontento contra el gobierno, si bien está alimentado por la perspectiva electoral, tiene sus fuentes más agudas en otra parte. El hecho es que aliado al problema electoral, otros temas como la inflación, la ausencia de inversiones, la indisciplina laboral... acompañan ahora las críticas al gobierno y para muchos, la ineficacia que demuestra en el terreno político no es más que un aspecto y un ejemplo de su ineficacia global.

La Argentina ineficaz es hoy la máxima fuente de desprestigio. En el mundo que conoce su poder tecnológico, lo que importa es que el país marche hacia adelante, aun desde una situación de gran atraso: lo grave es estar detenido aún en la situación de relativa holgura...”

Todo muy lógico o, por lo menos, de acuerdo a lo que escuchó en algún sitio que ya no recordaba. Pero otra vez fijó su concentración en el análisis periodístico.

"Para cambiar su rumbo el gobierno ya no puede recurrir a simples reuniones, promesas o tanteos, tiene que pasar por las aguas purificadoras de una terrible conversión. Debe arrojar la prenda de sus tradiciones y creencias románticas y mirar con ojos nuevos la realidad. Y la realidad le ha de demostrar que la Argentina de 1970 no se ha de construir con las pequeñas habilidades cotidianas sino con un grande y generosos acuerdo nacional...

El gran esfuerzo argentino sólo es posible con un gran acuerdo nacional o una gran imposición nacional”.

¡En esta entro yo! ¡La gran imposición nacional de la que me habló el Tigre en su despacho! Este periodista sí que tiene una visión clara de las cosas.

Revolvía los papeles con desesperación, tras la pista de otro artículo que ratificara aún más su noble destino. Justo lo que buscaba, otra opinión, ahora sobre este Onganía del que todo el mundo hablaba:

“¿Cuál es el futuro político del teniente general...? Algunos sostienen que dotado del gran capital de su prestigio debe lanzarse a la vida política. Pero su prestigio estaba ligado a su fuerza institucional y difícilmente resista una vida de declaraciones y discursos no acompañados por el poder que los embellece y le da sentido... Más razonable parece pensar en Onganía como un hombre de reserva institucional, como una última alternativa de orden y autoridad”.

De pronto, Benjamín encontró una veta de donde salían gruesas pepitas de oro.

“El país espera un Moisés, porque vislumbró la tierra prometida”, decía siempre el autor en Primera Plana. "No es un secreto que muchos directivos peronistas quieran entrar en componendas con los mandos del Ejército y ayudar a que se creen las condiciones”, auguraba la misma revista desde un editorial sin firma, al tiempo que otra nota señalaba: “De acuerdo al pulso que se le toma al país, no está de más recordarles a las fuerzas armadas que no se olviden de sacarlo al Presidente Illia. Es tanta la vacancia de poder que ya se tejen todo tipo de planes y combinaciones”.

Mientras frotaba sus manos con cierta dosis de sarcasmo, pensó: “Mañana nos vamos a hacer un paseo a la Casa de Gobierno, lo sacamos al viejo Illia a patadas en el culo y nos venimos”.

Por un instante se imaginó liderando el pelotón, con la bandera en sus manos y estrellando el firmamento con un ¡¡¡Viva la Patria liberada carajo!!!

Salteadores Nocturnos

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