Читать книгу Hijos del fuego, herederos del hielo - Aimara Larceg - Страница 4

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I

Los motivos que la habían llevado hasta ahí, eran imposibles de descifrar. Quizá la curiosidad influyera, la soledad, la necesidad de experimentar, o una mezcla de todas. A Elwinda le gustaba meter las manos en materia desconocida y esa era la ocasión perfecta.

Arrastrada irremediablemente hacia las entrañas de las Montañas Lúgubres, se sumergía en el misterio a cada paso. Las lenguas pueblerinas hablaban acerca del mortal y siniestro lugar al que pocos sobrevivían, una serie de túneles cavernosos conectados unos con otros, donde moraban monstruos de proporciones enormes. Se decía que el corazón de la montaña era diferente, elevado a varios metros por encima del mar. Allí existían especies de animales, plantas, árboles jamás vistos. A medida que avanzaba, podía entrever los colores brillantes en el lomo de los diminutos reptiles que huían de la luz de su magia, el tornasol de los escarabajos antes de escurrirse entre las grietas, e incluso el maravilloso destello de las alas de una mariposa, una especie con hilos luminosos en ellas, que parpadeaban ante cada movimiento. A lo largo del camino había otras criaturas que brillaban en la oscuridad, dejando ligeros destellos detrás de su andar apresurado. También había minerales, muchísimos de ellos, más tarde recogería muestras para estudiar a fondo.

Los monstruos de proporciones enormes que describían las leyendas, en realidad eran arañas o serpientes que, frente a los escasos depredadores, habían aumentado de tamaño sin límites a lo largo del tiempo.

Pese a todo su objetivo era llegar a los árboles que crecían en el centro. Esperaba que fueran como las ilustraciones del libro que cargaba consigo. Ejemplares enormes con troncos gruesos y semillas a la medida, las que necesitaba para poder avanzar con su proyecto. Árboles de sangre, una especie mágica cuyo nombre no se debía al color de las hojas o del tronco como cabría esperar, sino a los espíritus que merodeaban en torno a ellos. Ante el mínimo rasguño el agresor moría brutalmente y su sangre regaba las raíces del árbol. Una leyenda hasta que la comprobara con sus propios ojos.

La oscuridad le daba una sensación de atemporalidad. El aire empezaba a escasear, haciendo que sus pulmones trabajaran a toda máquina. Era una lucha constante entre su cuerpo y sus pensamientos para evitar retroceder, ya no había tiempo de rendirse.

Nadie sabría decir cuánto pasó antes de ver una luz al final del camino, apresuró el paso atenta a los alrededores. Pronto fue evidente que en el corazón de la montaña la vida bullía. Desde la distancia apenas alcanzaba a ver algún fragmento verde entre las rocas, el sonido de una corriente de agua llegaba hasta sus oídos con una musicalidad mágica. Se acercó a una pared y acarició la piedra, sobre las salientes crecía un musgo de textura suave y agradable. Luego atravesó la última barrera que la separaba de la penumbra para adentrarse en un paisaje de ensueño: la luz solar derramaba miles de destellos sobre el agua, que cambiaban su posición con cada movimiento. La vegetación surgía de todas partes, ofreciendo tonalidades de verdes increíbles, y los árboles, inconfundibles, extendían sus ramas hacia el techo. Elwinda entrecerró los ojos para ver este último, los rayos entraban oblicuos a través de agujeros de apariencia artificial. Ya no había dudas de que se encontraba en lo alto de la montaña. A través de las aberturas entraban y salían agitando sus alas cientos de pájaros, cuya especie le resultaba desconocida.

Elwinda no daba crédito a todo lo que sus ojos veían. Sacó el libro destartalado del morral y lo abrió para comparar las ilustraciones con la realidad. En definitiva, el autor había estado muy cerca, lo suficiente como para detallar las espirales en cada nudo, la perfección con las que las raíces se aferraban a la roca. Desde aquel entonces las mismas se habían expandido hasta alcanzar la orilla del río y las ramas alcanzaban el techo. Intentó buscar el ángulo utilizado por el ilustrador, pero no lo encontró.

El primer paso era inspeccionar la zona. Necesitaba un árbol pequeño que le permitiera trepar cómodamente para poder arrancar una semilla. Había cientos de ellas, todas del tamaño de un niño pequeño. Después de pensárselo, eligió uno que le pareció menos monstruoso que los demás, ¿Para qué era una bruja si era incapaz de bajar una simple semilla de un árbol? Sus sospechas de que allí sus poderes eran limitados terminaron de confirmarse al intentar la telequinesis. En la naturaleza existían minerales mágicos capaces de absorber los poderes de los magos, quizá se encontrara cerca de alguno.

Se le ocurría que podía ayudarse de las ramas para impulsarse, crecían alrededor del tronco en forma de espiral, hasta el punto de parecer una escalera. Los nudos también servirían, especialmente en aquel tronco torcido hacia la derecha. Se decidió a escalar por la parte frontal. Era extraño, no había personas pero podía sentir varios pares de ojos sobre ella. El trasfondo de una fuerza antigua le recordó haber leído que los exploradores les llamaban «Árboles malditos». Les creía. Comenzaba a arrepentirse de haber ido sola.

Gracias a la escasa cantidad de hojas que tenían las ramas, era fácil visualizar las semillas. De cerca parecían el hueso de un durazno gigante. Tardó un buen tiempo en llegar a la primera. A continuación analizó el tallo grueso sujeto a la rama, preguntándose cómo iba a cortarlo con un puñal tan pequeño. Sus posibilidades se resumían a cortar un poco, forcejear y huir lo más pronto posible de ahí. Estaba tan concentrada en su plan que casi cayó de espaldas. Con el corazón a punto de salírsele del pecho se trepó otra vez a la rama en cuestión, cuando ya estuvo segura de poder mantenerse sujeta solo con las piernas, sacó el puñal de entre sus ropas. Las miradas invisibles se intensificaron hasta el punto de erizarle el vello de la nuca.

Empezó a cortar el tallo con toda la fuerza que le fue posible y al instante un perfume agradable le llenó las fosas nasales. La savia hacía la tarea más difícil, a veces tenía que detenerse a limpiar la zona para evitar que se convirtiera en una masa pegajosa. A mitad del trabajo, la leyenda se hizo realidad. La brisa que antes le mecía suavemente los cabellos, se transformó en un viento violento. Elwinda se abrazó a la rama para evitar caer. Bajo la premisa de ya haber comenzado a cortar, no se dejó amedrentar por los susurros provenientes de abajo. Volvió a su tarea con más energía que antes. Mientras tanto los espíritus ya tenían forma y alcanzaban el tronco del árbol.

A mitad de camino se dio cuenta de que podría estar cortando eternamente y decidió que lo mejor sería hacerlo a la fuerza, así que se guardó el puñal, tomó lo que quedaba del tallo, jaló con todas sus fuerzas. La semilla cayó sin romperse, rodó cuesta abajo y Elwinda siguió el recorrido hasta que la perdió de vista a orillas del río, si la corriente la arrastraba tendría que empezar de nuevo. No obstante, sus problemas inmediatos se encontraban justo bajo sus pies, trepando hacia ella por el tronco. Pese a la situación esos seres tenían algo fascinante, eran espíritus guardianes hechos a medida de los árboles. Le resultaba difícil decidir qué era más interesante, si su materia etérea, la resonancia de sus voces, o la fortaleza con la que avanzaban. A sabiendas de que le sería imposible ganar esa carrera, reunió coraje para tomarse de una rama, balancearse, apoyar la punta de los pies sobre la rama inferior. Cuándo estaba a punto de soltarse, uno de los espectros la jaló por el tobillo.

Cayó estrepitosamente, el impacto contra el suelo le resintió la mitad del cuerpo. Por un momento dejó de respirar, de sentir dolor, solo vio destellos blancos. Luego poco a poco la realidad volvió a acomodarse. La semilla estaba sana en la orilla contraria. Logró arrastrarse unos cuántos metros hasta que al final volvieron a atraparla, esa vez el golpe con algo rígido le destrozó el antebrazo que usó para cubrirse. Eran cuatro, tal vez cinco. La manera de desgarrar era similar a la de un látigo. Si lograba encontrar un lugar en dónde esconderse para ganar tiempo, quizá sobreviviría. La pregunta era cómo hacerlo entre tantas dificultades. Recibía un ataque tras otro sin piedad, apenas lograba cubrirse o aovillarse para evitar recibir un golpe mortal. El olor de su propia sangre se le hacía insoportable, no sentía los brazos y gran parte de su cuerpo estaba magullado. Entonces una idea tocó las puertas de su mente a una velocidad que hubiera agradecido momentos antes: la invocación. Allí no tenía poderes telequinéticos, pero no había probado otro tipo de magia que no fuera la utilizada para iluminar el camino, o luchar contra las criaturas gigantes, la cual era inútil contra los espectros.

Rodó hacia un lado para evitar un golpe que hubiera sido mortal, se escurrió bajo las raíces de un árbol monstruoso y con la sangre que emanaba de un corte dibujó unos símbolos en su frente: una luna creciente, dos líneas entrecruzadas por el centro, a la derecha una espiral. Era su última oportunidad de sobrevivir. De otra manera, sería un final humillante para una bruja de su categoría.

–A ti, el más poderoso entre los sirvientes –murmuró rápido, entretanto una de las criaturas comenzaba a colarse por el hueco abierto a su derecha–, ¡A ti te solicito protección, Anwar! –esperó a que ocurriera algo, mientras tanto se cubrió con los antebrazos. Cuando el espíritu la alcanzó, esperó un ataque de su parte, pero eso jamás sucedió. Una luz roja semejante al sol de mediodía le atravesó los párpados, la euforia se apoderó de ella de tal manera que el dolor desapareció. Era él, la invocación había funcionado. Intentó deslizarse hacia el exterior, pero un golpe hizo trizas las raíces sobre su cabeza y cambió de opinión. La única criatura que no centraba su atención en Anwar, intentó alcanzarla con unas garras transparentes y largas.

–¿Y ahora qué hiciste? –le preguntó, fastidiado–. No puedo venir cada vez que te metas en problemas.

–¡Tenemos un pacto, así que me vas a liberar de esto! –se regañó a sí misma por no haberlo invocado antes de recolectar la semilla. Él era perfecto para todas las ocasiones. Elwinda se juntó a las raíces más lejanas cuando las garras le rasgaron la pierna de los pantalones. Las salidas estaban por todas partes, pero no podía arriesgarse a ser capturada afuera. La criatura ya llevaba medio cuerpo dentro de su escondite cuándo escuchó un sonido parecido al de un animal herido, eso significaba que iban ganando, sin embargo tenía la ligera sospecha de que no podría festejar el triunfo. La pérdida de sangre la indujo a un estado confuso y pronto se encontró en el país de los sueños.

«Despierta».

La palabra generó un eco infinito en la oscuridad. A veces se alejaba, volvía sereno como un columpio. Luego caía expandiéndose en círculos concéntricos como las gotas de lluvia sobre la superficie del agua. En aquella oscuridad era fácil ver el sonido, saborear los colores, sentir el aroma de la lluvia, la tierra mojada. De nuevo la palabra, era una orden. Conocía aquella voz que parecía venir de otro tiempo, de otro mundo. Tenía un tono seguro, incluso un poco severo, pero reconfortante. Entonces un inmenso dolor en la mandíbula la hizo abrir los ojos.

–Bien, al menos sigues viva –el rostro de siempre apareció frente a ella, con ese rictus ofuscado en la comisura de los labios, esos ojos oscuros viéndola con una mezcla de reproche y curiosidad. Porque todo había empezado así, curiosidad mutua. Lo sabía a cada vez que lo invocaba.

–¡¿Me golpeaste?! –preguntó indignada mientras se frotaba la mandíbula. Miró los alrededores en busca de los espectros, pero la zona estaba despejada. Suspiró. Como el cuerpo ya no le dolía se puso de pie–. No era necesario que... –comenzó a improvisar una frase de cortesía mientras se miraba los brazos sanos. Sabía lo que él había hecho, aún sentía el sabor ácido de su sangre mágica.

–Esto no es un juego, te lo advierto –la interrumpió con el mismo tono que cualquier padre utilizaría con su hijo problemático–. Es verdad que tenemos un pacto, pero no soy un simple sirviente, ¿Crees que me hace gracia descuidar las puertas de Balcaldur para ayudarte a derrotar a unos monstruos? Además podrías haberte encargado tú sola, eran débiles.

–Este lugar es extraño, aquí mis poderes no funcionan bien. Las leyendas son ciertas –miró los alrededores en busca de la semilla, seguía en el mismo lugar. Luego de repasar con la mirada a su interlocutor, se acercó, la tomó y la metió en una funda de tela. Aún sobraba espacio para otra semilla pequeña, miró hacia arriba en busca de alguna fácil de conseguir.

–De ninguna manera –se quejó mientras se acercaba a ella–. No tengo tiempo.

Elwinda volvió a mirarlo, realmente era un ser extraordinario. Tan fuerte, superior a cualquier otra criatura mágica que hubiera conocido. De buenas a primeras se lo podía confundir con un ser humano normal, un joven apuesto de cabello oscuro hasta los hombros, una altura imponente y contextura más bien robusta. Se veía como uno de los antiguos guerreros pintados en las paredes de los templos, con sus tatuajes en la piel tostada y las ropas impecables de tonos cálidos. Pero la realidad era diferente, Anwar era un Bahn, un demonio de otra dimensión que acechaba a los humanos y se alimentaba de su carne, su sangre. Los ancianos solían contar historias acerca de ellos, en especial en las noches frías cuándo lo único que se podía hacer era permanecer junto al fuego para no congelarse. Elwinda no las había creído hasta verlo con sus propios ojos. Se descubrió el cuello para ofrecerle una vez más «el pago».

¿Qué sabían los estudiosos acerca de criaturas así? Nada en absoluto, figuras de humo en una habitación cerrada. Se estremeció cuando sus manos enormes la sujetaron por los hombros. Durante todo ese tiempo sus investigaciones acerca de los Bahn habían avanzado gracias a ese contacto. Le fascinaba, su sed de conocimiento era tan ávida como la de Anwar por su sangre.

Él no le dejaba tocarlo, excepto cuando bebía. Elwinda le puso una mano en el pecho para sentir el latido de sus dos corazones, era la característica que se le hacía más interesante. A continuación el dolor estalló desde su arteria y se esparció por su columna vertebral, hasta la cintura. Cualquier sacrificio valía la pena por unos momentos de contacto físico con él. Esperó, dejó que bebiera despacio mientras palpaba su columna vertebral, ascendiendo hasta la nuca. Lo más interesante de su esqueleto era la forma del cráneo, tan parecido al de un humano que le hacía pensar si ellos no serían un vestigio insignificante de su especie. Existían historias de híbridos, reyes de épocas pasadas que habían gobernado con puño de acero y conquistado naciones, todos ellos con poderes extraordinarios... semejantes a los de Anwar.

Un mareo fue el disparador de su pánico, ¿Y si no se detenía? ¿Podría perder control y acabar con ella? Intentó apartarse, pero él cerró los brazos en torno a su cuerpo evitando que respirara con normalidad. Se asfixiaba, quiso decir algo pero su voz parecía atascada en su garganta.

El instinto de supervivencia es algo curioso, surge de las entrañas, toma control del cuerpo y permite hacer cosas imposibles. Eso fue lo que la impulsó a seguir consciente hasta que la pérdida de sangre ganó la batalla. Liviana como una pluma, volvió a sumirse en aquel mundo oscuro dónde todo parecía cobrar más sentido.

Pasaron horas, tal vez días, era imposible saberlo. Se había desmayado bajo la misma luz intensa. Su cuerpo recostado sobre las raíces de un Árbol de Sangre se sentía rígido, cada músculo de su cuerpo estaba contracturado y le tomó trabajo incorporarse. El lado izquierdo del cuello se había llevado la peor parte. Además le costaba respirar. A su lado la semilla dentro del morral permanecía a la espera de que la llevaran a casa. Incluso bajo el velo del dolor el lugar no perdía su magia, se puso de pie para poder contemplar el paisaje una última vez. Por supuesto, Anwar se había esfumado. Había mucho que hacer, el tiempo le pisaba los talones. El viaje de vuelta comenzaba allí.

Al llegar lo primero que hizo fue sacar la semilla de su funda, y el libro del morral. «Sanguine, crianza y cuidados.». Acarició las letras doradas sobre la tapa desgastada con una pequeña sonrisa en los labios. Ese volumen era el causante de sus aventuras, una obsesión que poco a poco había tomado el control de su vida, no le dejaba dormir, la impulsaba a leerlo una y otra vez en busca de alguna falla. Lo encontró por casualidad en unas ruinas subterráneas, otro tesoro cuyo esfuerzo valió la pena. En un comienzo creyó que se trataba de un cuento de hadas bien elaborado para la época, sin embargo, después de consultar varias fuentes llegó a la conclusión de que los Sanguine habían existido bajo otros nombres.

La torre estaba fría. Se tomó su tiempo para encender el fuego, de todos modos lo necesitaría. La chimenea era un área pequeña comparada al resto, pero el resplandor anaranjado de las llamas alcanzaba todas las superficies. Pronto sería un hogar completo.

Volvió a la mesa para buscar la página con las instrucciones de fabricación. Los Sanguine eran criaturas mágicas de apariencia humana que podían hacerse a partir de elementos simples. Lo principal era una semilla de Árbol de Sangre en buenas condiciones. Los magos habían fabricado Sanguine durante generaciones. Eran fáciles de producir, sirvientes incansables, demandaban poca comida y agua, necesitaban pocos cuidados. Eran criaturas inteligentes que aprendían con rapidez todo lo que se les enseñaba, fuertes para realizar labores pesadas. No obstante algo ocurrió, de un momento a otro desaparecieron de la faz de la tierra. El misterio la atrapó desde el primer momento, la llevó hasta las Montañas Lúgubres y casi le hizo perder la vida.

La curiosidad era una de sus mejores y peores cualidades, la otra era su impulsiva manera de ser. La mezcla de ambas siempre la llevaba a situaciones como esa. A opinión de los demás, Elwinda era extraña, oscura, terrorífica. Durante toda su vida las cosas habían sido de esa manera, poco importaba si cambiaban. Su interés por el lado oscuro del mundo mágico se trataba de un camino de ida que pocos transitaban. Su pasión era la experimentación, le agradaba meterse en cada rincón inexplorado del mundo en busca de cosas nuevas. El asunto de los Sanguine era más de lo mismo: curiosidad, ganas de investigar a fondo qué se ocultaba entre líneas, ansias de traspasar el límite entre la leyenda y la realidad. Estaba metida en ese asunto hasta los huesos, era hora de llevar a cabo el máximo experimento.

Existían dos tipos de Sanguine, los de hielo y los de fuego. Todo dependía de la materia con la que se los incubara. De acuerdo a los ingredientes se podía fabricar un macho o una hembra. Por regla general los Sanguine de hielo eran de carácter salvaje, frío, calculador, buenos para la defensa de lugares. Se incubaban en la nieve, tardaban un poco más en nacer que los de fuego. Existían textos antiguos que hablaban acerca de guardias invencibles en templos y lugares similares, lo que le hacía creer que se trataba de este tipo de criaturas. Al contrario de ellos, los de fuego eran dóciles, obedientes, serviciales. Destacaban en tareas del hogar. Incluso había familias que los utilizaban como mascotas para sus niños. Desde su punto de vista era una estupidez. El potencial de los Sanguine debía ser explotado de manera adecuada. Ningún ser superior a los humanos merecía un final tan triste e insulso. A Elwinda le intrigaba saber qué podrían hacer con conocimientos de magia, qué poderes desarrollarían si se les enseñaba a hacerlo. Se imaginaba Sanguine exploradores, investigadores, curanderos. El abanico de posibilidades era amplio, ni todas las semillas del mundo alcanzarían para saberlo. Creía en ellos como creía en el resto de las criaturas mágicas, por eso estaba dispuesta a cometer aquella barbaridad.

La idea alrededor de su primer proyecto era un Sanguine de fuego. Primero un macho, tal vez luego una hembra. Excepto por la semilla, la lista de ingredientes era sencilla, bastaba un día para conseguirlos. Tomó un cuchillo de hoja fina para abrir las dos mitades unidas, le tomó tiempo gracias a la dureza de la superficie. Más tarde hizo a un lado la parte superior para admirar el centro gelatinoso del que había leído cientos de veces. Una masa oscura, brillante y firme. La tocó con el dedo índice para comprobar su turgencia, era un buen ejemplar en el que trabajar. A continuación buscó una bolsa de tela sobre el estante superior, sacó la mano del esqueleto de un mago que había robado de un cementerio cercano y la colocó en el interior para aportar la materia mágica necesaria. Se miró los dedos izquierdos con asco y admiración, la sustancia viscosa del interior de la semilla olía acre, como si algo hubiera madurado durante mucho tiempo allí. A continuación escribió un conjuro en un pergamino y lo colocó junto a la mano del esqueleto. Las hierbas mágicas estaban unidas por un cordel, listas para ser incorporadas a la preparación. Lo único que faltaba era el corazón, la materia orgánica necesaria para darle vida. El viejo cuervo en la jaula junto a la ventana sería útil para ese propósito. Después de todo, ya era hora de deshacerse de él. Abrió la puerta de la jaula e intentó tomarlo, pero el animal se escurrió entre sus dedos hasta el otro extremo. La segunda vez que intentó atraparlo, recibió un picotazo. Fue durante el tercer intento que por fin pudo lograr su cometido, el viento que produjo el aleteo del animal mandó a volar varios pergaminos, pero tras una pequeña riña consiguió lo que necesitaba. El corazón recién extraído fue a parar junto a los demás ingredientes. A continuación selló la unión con la cera de una vela, temía que el peso la abriera en el camino hacia la chimenea. Después de depositarla sobre las brasas, puso las manos encima y pronunció unas palabras para poder infligir la energía necesaria, el final del proceso. Con los ojos cerrados las repitió hasta sentirse segura, jamás había hecho algo con tanto amor. Por último se sentó a esperar. Se suponía que tardaría semanas, tenía que ser paciente, alimentar las brasas para mantener la temperatura adecuada, vigilar que la semilla no se abriera. La mínima pérdida de calor podía echar todo a perder.

Así transcurrió el tiempo, entre preocupaciones, acarrear leña al interior, la interrupción del sueño, de las comidas, de absolutamente todos sus proyectos. Las brasas brillaban bajo la superficie rugosa de la semilla. A veces en el silencio de la noche podía oír el sonido de algo moverse dentro. Las ansias de saber cómo iría el proceso la carcomían, tomaba notas en una libreta para no olvidarse ningún detalle. Deseaba que todo saliera bien, que el Sanguine naciera.

El milagro ocurrió una mañana, mientras volvía con más leña para apilar junto a la chimenea. En un principio creyó que se trataba del viento, con frecuencia soplaba y hacía crujir los marcos de las ventanas. Pero en cuánto los sonidos se hicieron más notables, se volvió hacia el fuego. La semilla se balanceaba suavemente sobre las brazas, una grieta en la parte posterior dejó escapar un líquido negruzco que poco a poco se evaporó con el calor. Elwinda se dejó caer de rodillas frente a la chimenea, atenta a lo que sucedería. Se suponía que la criatura debía nacer sin ayuda, como un ave que rompiera el cascarón. Se preguntó cuánto demoraría, si necesitaría más calor. Por si acaso, arrojó un par de leños sobre el lado derecho. Tras una ráfaga de chispas la mitad superior de la semilla se elevó y dejó al descubierto una mano diminuta. Ella se apresuró a ir en busca de un recipiente con agua, un paño, unas mantas abrigadas. Su atención en la incubación le había hecho olvidar las prendas de vestir para el recién nacido, más tarde tendría que conseguirlas. Al poco tiempo una criatura con forma humana se puso de pie, la parte superior de la cáscara rodó unos cuántos metros más allá. A simple vista se veía como un niño de unos cuatro o cinco años, cubierto por la sustancia oscura del centro gelatinoso. El silencio que reinaba en la habitación era denso, casi podía palparse con los dedos. Se miraron durante mucho tiempo, sin moverse. Lo primero que notó era que el calor no le afectaba en absoluto. Ante semejante temperatura cualquier ser humano normal se escaldaría, pero él permanecía tranquilo incluso cuándo las llamas le lamían las piernas.

Elwinda se incorporó despacio para no asustarlo, le ayudó a salir de allí y lo acomodó sobre la alfombra para comenzar a limpiarlo. El tacto de su piel era cálido, como tomar una taza de té entre las manos. No estaba segura de si era producto de la incubación o si era una característica propia de los Sanguine de fuego. Con todo, era una criatura dócil que parecía no temerle. Ella se esmeró en limpiarlo, la tarea le costó varios recambios de agua. Lo vistió con una camisa de lino que le quedaba bastante grande, lo cubrió con las mantas y se demoró unos momentos en contemplarlo. Seguía igual de tranquilo, cálido, curioso.

El interior de la semilla era un amasijo de restos de hierbas, sustancias semi-líquidas, algunos fragmentos de pergamino. No había rastros ni de la mano, ni del corazón del cuervo. Al parecer todo había sido aprovechado. Elwinda se sentó frente a la mesa, mojó la pluma en el tintero y se puso a escribir los detalles antes de que se le escaparan:

–Temperatura corporal alta –murmuró entretanto garabateaba–. Los Sanguine de fuego tardan 21 días en incubarse. Son criaturas cálidas, sensibles a temperaturas invernales. Nacen en etapa avanzada de crecimiento, razón por la que se estima que a los dos años de vida alcanzan la adultez –continuó escribiendo, sin dejar de echarle miradas furtivas. Cuando las observaciones se le agotaron, dejó la libreta abierta para que se secara la tinta. Tomó una canasta en la que había reservado unas setas y plantas mágicas, y la depositó frente al recién nacido. El volumen mostraba una lista detallada de los alimentos que los Sanguine consumían, un grupo de plantas y setas mágicas que podían recolectarse en cualquier lugar. Allí crecía la mayor parte de las variedades. Conseguir comida para él fue tan fácil como internarse unos pocos metros en el bosque y comenzar a arrancar las adecuadas.

Se sentó a mirar qué hacía. El niño Sanguine tomó una seta gigantesca, también una planta mágica con una flor anaranjada, mordió un poco de una, un poco de la otra. Al parecer estaban bien, porque al cabo de unos minutos empezó a comer con regularidad. También le acercó un cuenco con agua, era el único líquido que bebían. Los Sanguine no eran mamíferos, no necesitaban leche materna. Lo que sí necesitaba era un nombre. A partir de ese momento había mucho camino por recorrer.

–¡Ya sé! Te llamarás Drystan –como única respuesta, él la miró unos instantes antes de volver a su comida. Tenía la inocencia de un animalito, tal vez ni siquiera la comprendiera. Le puso la mano sobre la cabeza, sus cabellos oscuros eran suaves y ya comenzaban a secarse. Sonrió cuándo volvió a mirarla, el bastardillo tenía unos ojos grises preciosos. Y de pronto se preguntó a qué velocidad crecería, qué altura alcanzaría, cómo comenzaría a enseñarle todo lo que deseaba. Le ayudó a beber cuando él intentó tomar el agua con sus dedos, sorprendiéndose de lo rápido que aprendía. Al cabo de dos o tres veces, ya sabía que debía tomar el cuenco con ambas manos para beber. Ella volvió a su libreta para llenar otra página, sorprendida y satisfecha de su creación.

–¿Te gustan esas flores, eh? En el bosque hay muchísimas, ya vas a verlo por ti mismo –por supuesto, él ni siquiera la miró. Con una pequeña sonrisa en los labios continuó garabateando, o haciendo diagramas para evitar olvidarse el paso a paso.

Hijos del fuego, herederos del hielo

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