Читать книгу Hijos del fuego, herederos del hielo - Aimara Larceg - Страница 8
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Jace observaba el paisaje desde las alturas, ese era su lugar favorito de toda la torre. Allí arriba el viento helado se filtraba por cada resquicio, recorría las habitaciones vacías, parecía abrirse camino hacia las profundidades de su corazón. En unos días comenzaría a nevar, lo notaba en la humedad del aire, en los colores del cielo y en el comportamiento de las aves. A lo lejos el bosque se veía pálido, como una antigua muda de sí mismo. El pueblo a los pies de la torre se asemejaba a un hormiguero, con sus calles estrechas llenas de puestos que ofrecían variedad de vegetales, carne, pescado, especias, artículos para el hogar e incluso prendas de vestir o joyas; con sus mendigos desperdigados en los rincones y los habitantes apresurados por conseguir los productos frescos del día. Más arriba, como si se tratara de una coraza, los tejados descuidados se cernían sobre algunos callejones borrándolos por completo de la vista. A lo lejos, los barcos mercantes eran amarrados a los muelles y numerosos peones descargaban sus mercancías. Como siempre se sentía ajeno a todo aquello.
En el interior de la torre el tiempo parecía detenerse, la vida se limitaba a un par de arañas o ratas que huían de su presencia. Ya ni siquiera se preocupaba por abrir todos los postigos, dejaba que la luz ingresara únicamente a los lugares que más frecuentaba. La chimenea siempre estaba encendida, el montón de leña a un lado variaba de acuerdo a la temperatura de las noches. Entre la lista de tareas que representaba mantener en pie la torre, cortar leña era una de las que más le satisfacía. Descargar el hacha contra los tocones le hacía sentirse bien. Su naturaleza era intensa, un poco violenta, necesitaba mantenerse ocupado con trabajo físico. Contrario a este principio, lo que lo sustentaba era la preparación de pociones o la venta de libros de hechizos.
Jace había sido instruido en las artes oscuras desde muy joven, conocía bien el terreno en el que se movía. Sus pociones eran efectivas para provocar las desgracias a los enemigos, la enfermedad, e incluso la muerte. Los magos que tenían el coraje de acercarse a buscar libros le pagaban bien por cada ejemplar. Además, era el coleccionista más asiduo de artefactos mágicos que conocía. A veces vendía alguna pieza de escaso valor mágico o sentimental. Su tiempo libre transcurría entre ellos, se evadía todo lo que podía de su propia realidad. Y cuándo el día llegaba a su fin se dirigía a las mazmorras para visitar a Gaela.
Gae, su Gaela. Le partía el corazón verla así. Durante la visita a otra dimensión su pareja había sido atacada por una criatura y su sangre se había infectado de tal manera, que la muerte hubiera sido la mejor alternativa. Al principio fue duro, Gaela había caído presa de la fiebre y la herida de su pierna se veía cada vez peor. A pesar de las medicinas, las cataplasmas, los brebajes, las miles de instrucciones del médico, la fiebre se transformó en un sueño profundo que duró cuatro días. Al quinto, una criatura completamente diferente abandonó la cama y fijó su rumbo hacia el pueblo.
Al percatarse de su ausencia, la buscó por toda la torre. La puerta de entrada estaba abierta, la alfombra había sido arrastrada unos cuántos metros hacia el camino principal. Se había ido. Se puso la capa y salió en su busca.
A medida que el tiempo transcurría, su desesperación crecía. La luna llena derramaba su luz sobre las calles facilitándole el trabajo. Cuándo al final la encontró en un callejón sin salida, suspiró de alivio. Pero a continuación su cuerpo se tensó bajo un sonido que materializaría todas sus pesadillas: Gaela estaba en cuclillas devorando el cuerpo de un perro que en circunstancias normales, le hubiera arrancado un brazo de una dentellada.
La rodeó despacio para no hacer ruido, pero al parecer ella estaba demasiado ocupada como para prestarle atención a algo más que no fuera su comida. Los ojos de antaño azules, refulgían bajo una nueva luz dorada. Lo peor era la voracidad con la que se llevaba las vísceras a la boca. Se preguntó si con eso le bastaría, o si tras aburrirse de su presa iría por otra. El olor de la sangre y otros fluidos hizo que el contenido del estómago se le subiera a la garganta. Sin embargo resistió, sin saber si de un momento a otro tendría que correr. El tiempo pasaba y ella continuaba comiendo, entonces tomó una decisión: cogió una piedra enorme y se acercó a paso lento. Sus piernas temblaron tanto que creyó que iba a caer sobre ella, pero a último momento reunió el valor necesario para golpearle la cabeza. Momentos después la cargaba hacia la torre mientras su cabeza bullía de pensamientos oscuros.
Los médicos no servían para nada, lo único que necesitaba era tiempo. Quizá la solución se encontrara más cerca de lo que pensaba, así que la encerró en la última celda con los grilletes puestos para asegurarse de que no volvería a salir. En un principio la alimentó con carne cruda del mercado. A diario bajaba para arrojarle una pieza y salía sin perder el tiempo, el asunto le daba náuseas. Leyó todos los libros de la biblioteca, cuando estos se acabaron compró algunos especializados en enfermedades mágicas. Era un asunto que solo le incumbía a él, su mayor secreto. Así con el paso del tiempo, Gaela se convirtió en una bestia desgreñada que lo único que deseaba era comérselo vivo. Ya no importaba con cuánta carne la alimentara, siempre lo deseaba a él. Le daba escalofríos pensar que una noche cualquiera podría liberarse e ir por él mientras dormía, era el tema principal de sus pesadillas.
Los primeros meses fueron los peores, su cordura se desmoronaba a la velocidad de las agujas del reloj. A veces se dormía sentado y despertaba con lágrimas derramadas sobre el papel. Otras noches ni siquiera podía dormir. Después de pasar páginas y devorar volúmenes completos, se quedaba sentado frente al fuego, o bajaba a las mazmorras para comprobar que ella aún estuviera allí. Fuera de la piedra y la madera el mundo continuaba como siempre, de la misma manera.
Como consecuencia su carácter se retrajo. La pizca de miedo percibida de antaño en las personas, se convirtió en miradas de reojo y pavor. Todo el mundo lo evitaba. Comenzaron a correr rumores estúpidos acerca de que Gaela se había marchado con otro hombre, que había desaparecido, e incluso que la había asesinado. Su tristeza se transformó en rabia, la rabia dio paso a un resentimiento hacia todo lo que lo rodeaba. En algún tramo del camino su corazón se había fisurado y jamás volvería a ser el mismo. Ya no sentía consideración hacia nadie, ya nada lo hacía reír. Al fin se confinó en la torre para protegerse de los demás. Desde ese entonces transcurrieron tres años.
Solía quedarse contemplando el pueblo mientras se preguntaba dónde se hallaría la cura. Rendirse no era una opción, prefería la muerte a dejar de luchar. Extrañaba sus conversaciones, las canciones que tarareaba cuando hacía los quehaceres del hogar, las bromas que le gastaba, su apoyo incondicional, el calor de su cuerpo... cada mañana, la cama congelada le recordaba lo duro del paso del tiempo.
Se recargó contra el marco de la ventana y miró el cielo una última vez, tenía que ir al bosque a cazar un par de liebres para Gaela. El día anterior había utilizado dos embebidas en poción para dormir, era la única manera de bañarla. Lo hacía al menos dos veces a la semana porque las consecuencias eran nefastas, comenzando por la peste a podredumbre que subía desde las mazmorras. Era una actividad de riesgo que odiaba hacer, pero muy necesaria. Gracias a la frecuencia ella comenzó a generar resistencia a los efectos, pasaron de utilizar dos o tres gotas a una botella entera. Llegaría el día en que tendría que probar con algo más fuerte. Quién sabía qué podía ocurrir si despertaba sin estar encadenada.
Se puso la ropa de abrigo. Luego tomó su cuchilla de caza, el saco de tela, cuerda para amarrar a los animales más grandes. Abandonar la torre suponía un montón de procedimientos de seguridad como lo eran ocultar la entrada a las mazmorras con un hechizo de ilusión, encantar la puerta principal para volverla inquebrantable. Los ladrones y los fisgones sobraban en el pueblo, siempre atentos a cualquier movimiento.
Tardó medio día en llegar al bosque. Una vez allí, amarró las riendas del caballo a un árbol de manera que pudiera descansar y se internó en las profundidades. Por regla general ahí se encontraban las mejores presas. Se entretuvo cazando conejos y amarrándolos con las cuerdas, o metiéndolos en el saco de tela. El lugar estaba más tranquilo de lo normal. Comenzaba a caer el atardecer, por lo que el canto de las aves apiñadas en las copas de los árboles era lo único que se escuchaba. Se inclinó para recoger un conejo más y cuándo estaba a punto de meterlo al saco, el sonido de varias ramas partirse lo hizo voltear. Al parecer tenía compañía, o competencia. Sus dedos se apretaron automáticamente alrededor del mango de la cuchilla.
«Soy yo, tranquilo», una voz conocida surgió antes que una pequeña figura. Un arbusto pareció abrirse al medio para dar paso a Vecco, quién enseguida corrió a abrazarlo. Jace se dejó hacer sin muchas ganas.
–Hacía tiempo que no te veía –continuó hablando, emocionado. Incluso le ayudó a guardar conejos en el saco. Luego caminaron un poco mientras le enseñaba algunas madrigueras ocultas. Si había alguien que conocía el bosque a la perfección, ese era él.
–He estado ocupado –respondió con desgano–. Mi perro ha estado comiendo conejos viejos y carne del mercado –la misma mentira que le contaba a quién le preguntara para qué compraba tanta carne, o cazaba tantos conejos. Observó a Vecco, tan libre de problemas. A veces le daba envidia.
Vecco era un Sanguine salvaje, el único que conocía vivo. En las profundidades del bosque habitaba un grupo de rebeldes que por diversas circunstancias habían abandonado a sus dueños o habían sido abandonados. Eran seres longevos, guardianes secretos del bosque, tan reacios al contacto con humanos que su existencia se limitaba a leyendas. Excepto Vecco, él era diferente a los demás. Bajo su misteriosa fachada, ayudaba a viajeros perdidos o curaba animales heridos, espantaba a los vándalos, apagaba incendios. Era bastante simpático, aunque jamás había logrado congeniar con él.
–Vaya, eso suena bien. Estar ocupado ayuda a que el tiempo pase rápido –dijo a la par que caminaba a su lado. Se detuvo unos instantes a recoger una liebre que se había caído del saco y la volvió a guardar–. Yo también he estado un poco ocupado. Mis hermanos ya no quieren que ande por aquí solo, pero me aburro mucho en casa. Dicen que es peligroso tener contacto con los humanos, que si llegaran a saber qué soy me harían daño. Pero a mí me parece estúpido, ¿Quién dañaría a alguien que solo busca ayudar?
–Sí, tienes razón –murmuró, aunque las palabras del más bajo abrieron una puerta en lo más oscuro de sus pensamientos. Gaela ya no quería estúpidos conejos, carne del mercado, ni pequeñas presas moribundas. Una criatura del tamaño de Vecco bastaría para mantenerla satisfecha al menos un par de días. Era la solución perfecta, tal vez el factor psicológico influyera y quisiera cazar sus propias presas en la intimidad de la mazmorra. Si los ánimos amainaban después de la primera prueba, podría implementar una nueva modalidad. Se imaginó las presas humanas que podría llevarle más tarde, tal vez podría probar con una o dos...
Sacudió la cabeza, sus pensamientos estaban tomando senderos demasiado retorcidos. A esas alturas ya debería estar en casa, pensó con el sudor corriéndole por la frente. Sus dedos se apretaron de nuevo en torno al mango de la cuchilla. La encrucijada desatada en el interior de su cabeza entre las decisiones de esperar un poco más y seguir dándole la oportunidad a los conejos como hacía tres años, o atacar a Vecco, hizo que su respiración comenzara a acelerarse. Ya ni siquiera escuchaba el parloteo de la criatura. Si fallaba y Vecco se escapaba, podía darse por muerto. Esperó un poco más, tal vez aún hubiera tiempo de salvarlo. De hecho, estuvo a punto de desistir cuándo la idea volvió a punzarle el cerebro: ¿Acaso Gaela no estiraba sus manos hacia él cada vez que lo veía, incluso luego de comer? Ella buscaba la figura humana, era un predador. Se pasó el puño por la frente sudorosa, sin quitarle los ojos de encima. A fin de cuentas todo esto era por ella, ¿No?
En cuanto Vecco le dio la espalda, soltó el saco y lo rodeó con el brazo libre. Era tan pequeño que logró tomarlo con facilidad por la mandíbula. La cuchilla se hundió en el lado izquierdo de su cuello como si fuera mantequilla. A continuación todos los sonidos se extinguieron, excepto el de la sangre al latir en sus propios oídos. Se volvió a enjugar la frente, pero esta vez ambas manos estaban empapadas de un líquido entre rojo y púrpura, la sangre de los de su especie. El cuerpo le temblaba de la cabeza a los pies. Entonces los interrogantes comenzaron a surgir a raudales. Se preguntó cómo iba a atravesar el pueblo con un cadáver a cuestas, qué haría si había represalias por parte de los otros Sanguine. Vomitó sobre el suelo de hojas secas, era increíble la rapidez con la que absorbía todos los líquidos: el rocío, su propio vómito, la sangre de Vecco. Pronto no habría rastros de lo ocurrido.
Al verlo agonizar se dirigió hacia él para rematarlo con dos puñaladas en el corazón. Luego tras inspeccionar los alrededores para asegurarse de que estaba solo, vació el saco de los conejos e introdujo el cuerpo lo mejor que pudo.
La solución a su problema fue ampararse en la oscuridad de la noche. Sortear el pueblo le tomó más tiempo de lo esperado, pero con un cuerpo a cuestas no podía arriesgarse. Cuándo llegó a casa, se precipitó hacia el suelo y soltó las amarras tan rápido que asustó al caballo. El animal corrió unos cuántos metros lejos de la torre, pero él ni siquiera fue a buscarlo. Deshizo el hechizo de la puerta y subió a trompicones la escalera en espiral. El saco era cada vez más pesado, tardó en llegar hasta arriba. Cuándo se tenía un cadáver al lado, la calma del lugar resultaba inquietante. Se pasó las manos por los cabellos a la par que observaba el bulto ensangrentado, preguntándose si había hecho lo correcto. Si el sacrificio resultaba en vano, tendría que cazar conejos en otro lado durante una temporada.
El camino hacia abajo supuso una nueva serie de dificultades. A veces tropezaba y el peso lo arrastraba unos cuantos escalones hacia el suelo. Gracias al esfuerzo, el sudor le corría por la frente y pronto la capa de abrigo comenzó a estorbarle. Desde la distancia ya podía oír el sonido de cadenas entrechocar, la respuesta de siempre ante el eco de sus pasos.
Gaela estaba alerta, muy activa. En cuánto lo vio se lanzó hacia adelante en su busca. Los grilletes estaban bien sujetos y la fuerza contraria ejercida por las cadenas la hizo perder estabilidad. Al depositar el cadáver frente a la puerta de la celda, pudo ver el momento exacto en el que los pocos vestigios de su cordura se deslizaron fuera de su mente. Los sonidos guturales eran horribles. Si esa noche lograba conciliar el sueño, tendría pesadillas.
Rasgó el saco para descubrir el contenido. El cuerpo de Vecco ya estaba rígido. Observó los coágulos negruzcos alrededor de las heridas. Los Sanguine tenían capacidad de regeneración rápida, había tenido muchísima suerte con aquel. A continuación abrió la puerta de la celda y lo arrastró dentro, con cuidado de que ella alcanzara el cadáver antes que sus manos. En un principio Gaela detuvo el escándalo para quedarse mirando la novedad. Era una imagen extraña, incluso parecía un poco más humana. Luego cualquier pensamiento positivo acerca de ella se derrumbó. Atacó la presa con tanta ferocidad que él se hizo a un lado para volver a vomitar. Era bestial. La manera en la que comía le recordaba a una jauría de animales salvajes peleando por el alimento. Tragaba todo lo que podía sin siquiera detenerse a masticar. Lo peor era el sonido de los huesos al ser rotos cada vez que sus mandíbulas se cerraban accidentalmente en torno a ellos. La mismísima música del inframundo.
Jace sintió las lágrimas correrle por las mejillas y cerró los ojos, tal vez ya no hubiera solución. Luego volteó para echarle una última mirada y se quedó de piedra. Las venas oscuras de su rostro estaban desapareciendo. Al creer que era producto de su imaginación, se acercó un poco. Ella estaba tan entretenida que ni siquiera reparó en su presencia. Efectivamente su rostro estaba cambiando, ¡Los síntomas se esfumaban! Se acercó hasta que estuvo a escasos centímetros de ella y le miró los ojos, el tono dorado comenzó a apagarse bajo los efectos de algo desconocido. Era el milagro que durante tanto tiempo había esperado. Las náuseas volvieron a inundarle la boca cuándo ella abrió la cavidad torácica, arrancó el corazón y empezó a comérselo. Cuándo ya no soportó el olor nauseabundo del cadáver, se alejó y cerró la puerta de la celda. Tras dar unos pasos hacia atrás, su cuerpo alcanzó la pared contraria y se deslizó despacio hacia el suelo. Se quedó viéndola incrédulo hasta que los párpados comenzaron a pesarle, y sin siquiera darse cuenta, se sumió en un sueño tranquilo, libre de personajes infernales.
Al cabo de mucho tiempo el sonido constante de cadenas contra los barrotes lo despertó, un gruñido hizo que se apartara antes de que pudiera comprender la situación, luego suspiró aliviado al ver la puerta de la celda cerrada. Uno de los grilletes se había desprendido de la pared. Detrás de ella estaba el cuerpo de Vecco reducido a un esqueleto. La enfermedad había vuelto con más fuerza.