Читать книгу Hijos del fuego, herederos del hielo - Aimara Larceg - Страница 6

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II

Su padre agonizaba en la habitación, la única vela encendida le aportaba a la escena un tinte más lúgubre de lo esperado. Dylen lo observaba desde el marco de la puerta, ya no le apetecía sentarse frente a la cama. El olor de la muerte impregnaba las paredes, llegaba hasta su nariz con una fuerza descomunal y muchas veces lo obligaba a alejarse. El ciclo casi llegaba a su fin, todo estaba preparado: el testamento, la herencia, las cartas enviadas. Todo, excepto él.

La pastelería Dirkon era famosa desde los tiempos de su bisabuelo gracias a sus pasteles finos y coloridos, sus galletas, o sus panes de todas las formas y sabores; sin embargo, la atracción principal de los últimos cuatro años eran los Sanguine creados para trabajar allí. Seres inteligentes, eficientes, inagotables, amables con el público. Eran el secreto mejor guardado. La gente sospechaba que eran criaturas mágicas, pero nadie sabía de qué tipo. A Dylen le parecía peligrosa la facilidad con la que cualquiera podía crear uno. Los Sanguine necesitaban un buen ambiente donde crecer, lejos de la familia convencional, en especial de los niños. Él mismo había padecido la crueldad humana durante sus primeros años de vida, la misma que se solía aplicar a las criaturas mágicas.

Esperó a que su padre se durmiera para ir a ver cómo iban las cosas en el piso de abajo. Su hogar estaba encima del negocio familiar. Desde lo alto de las escaleras ya se podía escuchar el ajetreo. Cuando sus pies tocaron la planta baja, consultó el reloj de péndulo, faltaban quince minutos para abrir. El aroma a bizcocho era exquisito, se mezclaba con el de la leña, el limón, la vainilla, el chocolate. Eran los olores de siempre, la misma manera de comenzar todos los días. Cruzó el pasillo que llevaba a la cocina y tras abrir la puerta, enseguida se puso a dar órdenes.

–¡Apresúrense! ¡En quince minutos abrimos! –la hilera de pasteles coloridos sobre el mesón era lo más satisfactorio. A un lado, una bandeja enorme de galletas reposaba a la espera del toque final. Había pan recién horneado, tartas. La esencia de su bisabuela vivía en cada preparación.

–Buen día, señor. Tengo listo el pedido para mañana –Lennox era la ayudante general, se movía en todas las áreas que requirieran apoyo, también se encargaba de la despensa. Era la criatura más dulce e inteligente que jamás hubiera creado.

–Buen día, Lennox. Veamos... –tomó la lista y la repasó detalladamente– ¿Aún tenemos polvos de hornear? No aparecen en la lista, muy raro.

Ella ladeó la cabeza pensativa, luego se dirigió en silencio a la despensa. Dylen sabía que tardaría, conocía su manera de obrar, así que se entretuvo comprobando que todo el mundo trabajara. Al cabo de un tiempo Lennox regresó, mojó la pluma en el tintero y le dijo que agregaría unas cosas.

A continuación Dylen se dirigió al salón principal para comprobar que ya estuvieran acomodando la producción, afuera había fila. La gente solía precipitarse al interior del negocio como si fuera el último día de sus vidas, otra de las razones por las cuales había dejado a los Sanguine a cargo de la atención. A las nueve en punto las puertas se abrieron dando paso a un nuevo día de ventas.

Era tarde cuando Lennox golpeó la puerta de su habitación. Dylen fumaba tabaco en una pipa, un regalo de su padre cuándo aún rebosaba vitalidad. Un tenue resplandor proveniente de la chimenea bañaba la superficie de los muebles, la alfombra, sus cabellos oscuros. Le indicó que pasara e hizo espacio en la pequeña mesa a un lado de la butaca, ella depositó una bandeja con té y algunos panecillos que sobraron. Lennox preparaba un té delicioso, además era buena conversadora.

Aguardó unos instantes a que Dylen aprobara la comida, pero esa vez en lugar de retirarse, se quedó de pie frente a él. Era un gesto normal cuándo quería hablarle acerca de algo importante.

–El señor Dirkon no quiso beber su poción nocturna –comenzó a explicar bajo la atenta mirada de su amo–. Además no quiso cenar. Debería buscar al médico.

–Me temo que ya no vale la pena –volvió a llevar la boquilla de la pipa a sus labios y dio una calada profunda. Después de un tiempo, dejó escapar el humo con tranquilidad–, mi padre está muriendo, ¿Recuerdas qué significa eso? –depositó la pipa a un lado de la taza y le dio un mordisco sin ganas a uno de los panecillos.

–Desaparecer del mundo –susurró como si sus palabras fueran prohibidas. Cruzó los brazos sobre el pecho y se acercó despacio al fuego de la chimenea–, ¿Cuándo ocurrirá?

–No lo sé, puede que pronto –bebió unos sorbos de té, el panecillo estaba seco y necesitaba líquido para pasarlo–. Pero no te preocupes, no es tu culpa. Es un proceso normal.

–Me da pena que los humanos vivan tan poco tiempo –sus ojos fijos en las llamas resplandecieron. De pronto su postura se relajó, sus hombros bajaron y su respiración se volvió lenta. Era inusual verla triste, parecía otra criatura.

Dylen bebió otro poco de té sin dejar de observarla. Los Sanguine eran una caja de sorpresas, jamás lo decepcionaban. Una vez cuándo ella era apenas una niña, había encontrado un pichón moribundo en el jardín y se lo había llevado para enseñárselo. Dylen la sentó en su regazo y le explicó acerca de la vida, la muerte. Existían registros de Sanguine longevos, el más viejo de quinientos años. La conciencia en torno al tiempo había dado paso a una angustia profunda en ella, jamás se le había pasado.

–Cuándo yo muera, alguien más cuidará de ti. Te lo prometo –rodó ligeramente la vista, con una pequeña sonrisa en los labios–. O puede que para ese entonces vivas por tu cuenta. Serás libre de hacer lo que quieras.

–Soy feliz aquí –se apresuró a responder y por primera vez en mucho tiempo se sentó sobre la alfombra–. Me gusta hacer galletas, hablar con las personas, preparar el té... –alargó la mano hacia el fuego y acarició las llamas–. Siento que mientras más cerca estoy de los humanos, menos sola me siento.

Dylen se quedó viendo aquella escena hipnótica, los Sanguine de fuego jamás se quemaban. Ellos provenían de las mismísimas entrañas mortales para el resto de los seres y objetos, era una de las razones por las cuales los había elegido para trabajar frente a los hornos– ¿Y qué hay de tus hermanos? –inquirió con cierta curiosidad. Hacía tiempo que no tenían una conversación así.

–Me agradan, pero... –vaciló un poco, girando despacio la mano sobre una llama–, no lo sé. Cuándo estoy con ellos, me siento sola. Son buenos conmigo, siempre me ayudan en todo, pero no entienden ni la mitad de las cosas que digo. Son un poco... t-tontos.

En eso coincidían. Por alguna razón Lennox era la más lista, la más eficiente y la que más solía expresar sentimientos de toda la camada. Su razonamiento, similar al de un ser humano, podía llevarla a extremos desagradables. Él también era así, y es que a fin de cuentas la materia mágica para crearlos era su propia sangre. El misterio de su personalidad aún no estaba resuelto, pero sospechaba una herencia. La misma materia orgánica, las mismas palabras, la misma energía impresa, el mismo horno. Ella fue la última en nacer y la mejor de todos.

–¿Usted recuerda su infancia, señor? –le preguntó, volviendo sus ojos oscuros hacia su amo, el reflejo de la luz los hizo verse llenos de lágrimas. A continuación dejó las llamas tranquilas para colocar unos leños en la base, luego atizó el fuego con calma.

Dylen volvió a la pipa, el tabaco ya comenzaba a quemarse más de la cuenta y le dejó un sabor amargo– Muy poco –dijo después de reflexionar–. Lo que recuerdo es a mi padre regañando a mi hermana menor. Todo siempre giraba en torno a sus peleas. Elwinda era el peor ser humano en toda la tierra, jamás se comportaba –ladeó un poco la cabeza con la vista clavada en la alfombra–. También recuerdo a mi abuela decorando los pasteles para poner a la venta. El aroma a canela que despedían sus manos. Su sonrisa siempre me daba tranquilidad. La manera en la que me explicaba cómo hacer tal o cuál pastel... la verdad era que en ese entonces no me importaban los pasteles, pero de todos modos la escuchaba. Pasaba mucho tiempo a su lado –hasta ese momento no se había percatado de cómo le afectaba hablar acerca de ella. Su recuerdo era más abrumador que el de su madre–. También estaba el gato –ambos rieron–. Uno anaranjado a rayas, dormía sobre el escritorio de mi padre mientras él trabajaba en los libros de contabilidad.

–Yo recuerdo las tormentas –dijo ella tras un silencio–. Recuerdo cuánto me aterrorizaban. Jamás había sentido tanto miedo, la manera en la que las paredes temblaban, cómo se iluminaba el cielo, ¿Recuerda cuándo el rayo alcanzó el árbol frente a la casa?

–Claro, jamás lo olvidaría –vació el contenido de la pipa de un golpe. Las cenizas fueron a parar a un cuenco de metal a un lado de la butaca–. Solía abandonar la comodidad de mi cama, ir a buscarte para que dejaras de llorar y traerte aquí para intentar que te durmieras. A veces lo lograba, a veces me quedaba dormido antes de que ocurriera el milagro.

–Recuerdo sus caricias en mi cabello, eran lo único que me tranquilizaba –titubeó un poco en busca de las palabras correctas para continuar–, ¿Podría ser... podría usted...?

–Ya estás grande para esas cosas, Lennox, ¿Te quedaste por esa tontería? –ya era tarde. Hacía bastante tiempo que ya tenía puesta la ropa de dormir y los párpados le pesaban. Se dejó caer sobre la cama sin siquiera apartar las mantas, gracias a los leños que ella había colocado la habitación estaba caldeada. Su pequeña silueta recortada contra el fuego lo enterneció, había crecido rápido pero no había ganado tanta altura como sus hermanos. Se veía como una adolescente de unos dieciséis años, quizá un poco más.

Suspiró, a fin de cuentas un pequeño capricho no era nada. Palmeó el colchón como solía hacerle cuándo era una niña, ella enseguida se puso de pie para ir con él. El cuerpo de los Sanguine de fuego era cálido, la simple cercanía hacía sudar la piel. Se quedaron en silencio, escuchando el sonido del viento, el crepitar del fuego, el ulular de algún que otro búho proveniente del árbol frente a la ventana. Lennox olía a vainilla, a chocolate, a todos los aromas de la panadería. La suavidad de su cabello le hizo volver atrás en el tiempo, a épocas más felices, cuándo aún tenía todas sus cartas apostadas por el cambio.

Siguió acariciándole el cabello durante mucho tiempo. Ella estaba relajada, confiaba en él, era su creación y lo respetaba. Cuando escuchó su respiración tranquila, se detuvo. Se había quedado dormida demasiado rápido. A continuación contempló su rostro, Lennox era la misma de siempre, con ese rictus eterno en la ceja izquierda. Su cabello oscuro caía sobre sus hombros, liso y brillante, algunas hebras rebeldes se le alborotaban en la zona de la coronilla dándole una apariencia simpática. Su piel era blanca como la leche, pero en épocas más cálidas, adquiría un tono rosado muy sutil. Era preciosa, perfecta, una criatura hecha con su magia.

Como todo integrante de su familia, él había nacido en la senda de la magia oscura, pero hasta el momento de crear a sus muchachos jamás había utilizado sus poderes. La única razón por la cual su padre no lo había desheredado después de manifestar su decisión, era por Elwinda. Su hermana, el peor de sus fantasmas, ¿Valía la pena arruinar el momento con ese tipo de pensamientos? Cerró los ojos y se relajó hasta que él también poco a poco se deslizó hacia el mundo de los sueños. Sin pesadillas, sin terrores nocturnos, sin sombras que lo atormentaran.

El fuego ardió en la chimenea cubriendo con su resplandor la superficie de la alfombra, los muebles, las mantas, incluso el marco del espejo situado frente a la cama, a través del cual una figura oscura los observaba en silencio.

Hijos del fuego, herederos del hielo

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