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EL SURCO

El viento agita los distantes cardales. Hace frío. La mañana duerme en la pereza y una niebla muy fina vela los rayos del sol. La campiña blanquea bajo la escarcha, que se agranda como una ilusión de nieve. Más allá trabajan los vecinos y, en los momentos en que el viento calla, se oye el ruido que hace la ruedecita única del arado.

Tenemos que marcar un nuevo trozo para labrar­lo. Hemos enyugado los bueyes más dóciles. Colo­camos a quinientos metros un palo con trapo rojo como señal, y así haremos dos surcos, uno de ida y otro de vuelta. Trazar los surcos iniciales consti­tuye una tarea solemne. Lo comprenden todos.

La pareja de bueyes tiene por esto un aspecto más grave. Rumian con lentitud rítmica y, quietos, esperan el comienzo, enganchados en el arado. Mas quien lo sabe mejor es el perro Barbos. El acto es demasiado interesante para que la familia quede en casa. Ahí está, pues, la madre con el jarro lleno de café con leche y las muchachas. Vamos preparán­dolo todo.

–¿Estamos prontos?

–Prontos.

Yo dirijo los bueyes y mi hermano guía el arado. “¡Derecha!” “¡Izquierda!” Los bueyes comprenden su misión importante y caminan con paso digno y menudo. El palo con el trapo rojo da frente a la cadena sujeta en medio del yugo, un yugo sólido de quebracho, fabricado en la carpintería doméstica en los días en que la lluvia impide trabajar en el campo.

El arado cruje. Detrás van la madre y las mozas, atentas a la obra pausada. El gurí, con su honda y su inútil rebenque, salta y grita, menos serio que Barbos. Este precede a los bueyes, cuyo andar acentúa con un movimiento isócrono de cabeza mien­tras menea la cola. Barbos muestra un buen humor saludable y su inteligencia de agricultor experimen­tado percibe con facilidad la magnitud trascenden­tal del acto. Así marcha, sin ocuparse de la fre­cuente perdiz ni de los saltos del gurí. Los bueyes tiran, resignados y dulces. Alargadas las cabezas por el esfuerzo, apenas sienten el yugo uncido a los cuernos enormes por las coyundas ignominiosas. De sus bocas cuelgan dos hilos de espuma. Y la tierra, enfriada por el invierno, se abre exhalando un olor de fuerte humedad que el grupo familiar aspira co­mo un aroma. La rueda única del arado canta el salmo de las siembras fecundas y, a lo lejos, el tra­po rojo se despliega con orgullo de bandera; el gurí acecha a una víbora que se despereza al sol...

Los gauchos judíos

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