Читать книгу Los gauchos judíos - Alberto Gerchunoff - Страница 17

Оглавление

EL CANTAR DE LOS CANTARES

Porque tu amor es mejor que el vino...

No lejos de la noria encontró el mozo a Ester apartando sandías, cuyas hojas y flores forma­ban tejido en el bosque de curvos troncos del mai­zal. Una luz fuerte avivaba el fuego de los giraso­les, y de la tierra subía un olor de humedad. Ester se incorporó al divisar a Jaime. Separó con el pie las sandías cortadas y, lentamente, alargó la pollera encogida en la cintura para que no se le enredara en la tarea. Sintió que sus mejillas se coloreaban y apenas pudo decir con voz que le parecía ajena:

–¿Del trabajo ya?

Jaime no contestó. Erguido sobre el caballo, oyó sin entender la pregunta. Contemplaba con avidez el duro perfil de la muchacha desgreñada y jadeante. Al respirar, su pecho movía las hojas de maíz que le llegaban hasta la garganta. La inquietud dilataba sus pupilas, negras como tierra arada después de la lluvia.

No ignoraba ella el objeto de tan brusca aparición. Jaime la perseguía desde mucho tiempo atrás. Para ella eran las canciones entonadas en los intervalos de los bailes de la colonia, para ella las proezas en los rodeos. Y no le disgustaba aquel bravo mocetón, ás­pero como un tala y ágil como una ardilla.

Aquietada un poco, miró su rostro tostado.

Sin darse cuenta repitió la pregunta:

–¿Del trabajo, che?

Jaime exclamó:

–¡Fíjate, Ester!

El campesino, con gesto inseguro, ofrecióle algo que no pudo distinguir en el primer momento.

–¿Qué es eso?

–Es para ti.

Eran huevos de perdiz que había encontrado cer­ca de la loma próxima. Éster los aceptó, y para aco­modarlos bien, el hombre se bajó del caballo.

–Así no; se van a romper.

Al envolverlos, hincados en el suelo, Ester le rozó la cara con el cabello; sintió el estremecimiento que ese roce le produjo.

–Ester...

Los dos se quedaron en silencio, un silencio angustioso y largo. Repuesta un tanto, intentó ella di­simular su turbación. Pero nada se le ocurría.

–Es alto este maizal.

–Sí, es muy alto.

–En cambio, el de Isaac...

–Ester –volvió a decir el mozo–, tengo que hablarte.

Ester bajó la cabeza mientras desgarraba con las manos temblorosas hojas de maíz.

–Me han dicho –continuó– que te quieres ca­sar con un vecino de San Miguel. ¿Sabes quién me lo dijo? Fue Miryam; no, Miryam no ha sido, es la cuñada del alcalde...

–¡Ella, sí! –respondió Ester–. Porque quiere que me case con su primo, el manco...

–Me han dicho también que el padre del novio les daría dos pares de bueyes y una vaca.

Ester trató de negarlo; Jaime insistía:

–¿Qué piensas tú?

–No sé todavía.

–Ester, yo vine a decirte que quiero casarme contigo.

La muchacha nada contestó al principio, y tan só­lo después de haberle repetido varias veces la mis­ma cosa, acertó a contestar:

–Habla con mi padre, yo no sé...

Un viento ligero silbó en el maizal; algunas hoji­tas de girasol cayeron sobre la oscura cabellera de la muchacha, y una se deslizó por la garganta de­jando ver su pintita amarilla.

–Me voy a casa...

–Te acompaño.

Al ponerse de pie, sin habérselo propuesto, Jaime la atrajo y la inmovilizó en un abrazo rudo y con un beso fuerte, que resonó en el maizal y sofocó su sorpresa. Retiróse, y con los brazos caídos, la mi­raba espantado.

Nada más se dijeron. Jaime montó en su caballo y con paso lento se encaminaron a la colonia. Antes de llegar a la casa, Ester le dijo:

–¡Cómo me envidiarán!

–¡Y a mí! Mira, voy a domar para ti esa yegüita blanca que tengo...

En la casa ya, Jaime llamó afuera al padre e ini­ció su proposición de este modo:

–Sabe usted, rabí Eliezer, como mi campo queda junto al suyo...

Los gauchos judíos

Подняться наверх