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LA TRILLA

Era de mañana todavía cuando los peones aparta­ron las últimas bolsas de nuestro trigo. La máquina paró y a la sombra de la parva cercana la gente se dispuso a tomar el café; un sol fuerte nos ahogaba y desparramaba su llamarada por la campiña segada, que parecía un inmenso cepillo de oro.

Lejos, en el potrero, en las quebradas, en torno de las pequeñas lagunas, los bueyes pacían, lentos y tristes, en medio de la cháchara de los teros.

El alcalde de la colonia, viejo elocuente y astuto, elegido por el vecindario en una asamblea de la si­nagoga, comentaba los resultados de la cosecha y alababa la hermosura de nuestro trigo.

Era casi analfabeto y sólo conocía por referencias ciertos pasajes de la Escritura, que citaba a menu­do al intervenir en la entrega de una reja o en la compra de un rollo de alambre.

Y aquella mañana caliente, rodeado por los veci­nos, a la sombra de la parva, peroraba sobre las ven­tajas de la vida rural.

–Bien sé yo –decía– que no estamos en Jerusalén; bien sé yo que esta tierra no es aquella de nuestros antepasados. Pero sembramos y tenemos trigo, y de noche, cuando regresamos de la era, de­trás del arado, podemos bendecir al Altísimo porque nos ha conducido fuera de donde éramos odiados y vivíamos perseguidos y miserables.

El matarife replicó:

–El trigo de Besarabia es más blanco que el de la colonia –y expresó pausadamente su descontento.

–En Rusia –dijo– se vive mal, pero se teme a Dios; y se vive según su ley. Aquí los jóvenes se vuelven unos gauchos.

El agudo silbato de la máquina disolvió a los vecinos.. Tocaba el turno a las parvas de Moisés Hintler, que permanecía silencioso junto a la casilla rodante del maquinista. Era bajito, flaco, y sus ojos redondos y diminutos traducían en su mirar de miope una alegría profunda. A su lado, la mujer, envejecida en la miseria del pueblo natal, contempla­ba la faena, y la hija, Débora, robusta y ágil, pre­paraba el almuerzo.

Comenzó el trabajo. Subimos a la parva de Moi­sés para alcanzar las gavillas; y los peones enaceitaban la máquina formidable.

–Moisés –exclamó el alcalde–. ¿Tenías también parvas en Vilna? Allí trabajabas de joyero y com­ponías viejos relojes; ganabas un par de rublos al mes. ¡Aquí, Moisés, tienes campo, trigo y ganado!

Levantó una copa de caña y brindó:

–Moisés: como decíamos en Rusia, yo deseo que tu tierra sea siempre fecunda y que, por abundante, no logres juntar su fruto.

Moisés permanecía callado junto a la máquina. En su cabeza se revolvían desvanecidos recuerdos de su vida lúgubre de Vilna, de su vida martirizada y amarga de judío.

La rueda mayor giró y el grano empezó a derra­marse como lluvia dorada bajo la bíblica bendición del cielo inundado de luz. Interpuso lentamente la mano en la clara cascada de trigo, y así la tuvo mu­cho tiempo. A su lado, la mujer miraba con avidez y Débora miraba.

¿Veis, hijos míos? Este trigo es nuestro...

Y por sus mejillas, aradas por una larga penuria, corrieron dos lágrimas, que cayeron, con el chorro de gordo grano, en la primera bolsa de su cosecha...

Los gauchos judíos

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