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LA LLUVIA

La tarde se extingue en la dulzura de una paz beatífica. El cielo se ha teñido de fulgores amari­llos de sol. Los animales, conocedores de la hora, van aproximándose al corral. La colina se recoge en el descanso. Tras de los ranchos, los arados levantan sus brazos en forma de lira y, cerca del arroyo, el cencerro de la yegua repica.

Los viejos murmuran entre dientes el rezo noc­turno. El padre pregunta:

–¿Volvió Juan?

–No; ha ido a traer la montura que dejó el otro día en lo del carnicero.

–¿Y Rebeca?

–Se está lavando la cabeza...

–¿La Rosilla?

–Atada.

En efecto, la vaca Rosilla, atada junto al corral, mueve la cabeza melancólicamente.

De pronto cae una lluvia estrepitosa, inesperada, con aquel alegre sol que reluce desgranado en dia­mantes, en la transparencia luminosa de las gotas.

Alguien grita­

–¡El ternero!

Y, rápida, aparece Rebeca, consiguiendo agarrar al ternero antes de que se apodere de las ubres. Aparece, cubierta escasamente por la toalla, y la lluvia cae mojando sus pechos de moza labriega, fortalecida en el trabajo, triunfante como una diosa rústica, bajo la gloria de sus crenchas tenebrosas.

Los gauchos judíos

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