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LA HUERTA PERDIDA

Era un día caluroso y límpido. A ambos lados de la aldea, los sembrados verdeaban en las eras inmen­sas, onduladas levemente por un viento suave. En el vasto potrero que separaba las dos hileras de casas, los muchachos apartaban el ganado para conducirlo al pastoreo.

Nos hallábamos en un período de descanso antes de comenzar la remoción de la tierra para nuevas siembras. Y aquel día fuimos a la sinagoga, pues era aniversario de la muerte de un vecino y sus hijos tenían que decir las oraciones fúnebres prescritas por el rito.

Comentábase minuciosamente una reyerta ocurri­da la víspera, y el alcalde negociaba una conciliación. El matarife adujo razonamientos salomónicos y citó algunas sentencias edificantes. Después de un cam­bio de insultos, en que se historiaron con prolijidad diversos escándalos de las dos familias, los enemi­gos se reconciliaron.

Convinimos en ir a la estación esa tarde, y los reconciliados nos hicieron encargos.

–Me traerás las cartas.

–A mi, el arroz que compré el domingo.

Regresamos en grupo. El cielo, bien azul, parecía más bajo, y detrás de las casas, blancas y limpias algunas, otras con las paredes de paja, las huertas florecían al sol. Pocos árboles había en la colonia y sólo frente a nuestra casa un paraíso agrandaba su copa en una mancha de sombra sobre el camino.

Al llegar, advertimos, lejos, muy lejos, en el hori­zonte todo encendido, una nube gris.

–Parece que lloverá.

–Parece –dijo el peoncito.

Como a mediodía la nube aumentó; se extendía, se ensanchaba.

–Pregunten a don Gabino –aconsejó el alcalde.

Pero don Gabino, el boyero de la colonia, se ha­llaba con el ganado en un campo distante. El viejo criollo, que fue, según contaba, soldado de Crispín Velázquez, era el astrónomo del lugar y sus predic­ciones no fallaban.

La hora del almuerzo no tardó en dispersar a los vecinos. Cada uno se retiró algo inquieto. Y la nu­be seguía creciendo en el azul tranquilo del horizon­te. Se dilataba y parecía descender.

Acostumbrados al mal tiempo, aquella nube sin vientos y sin truenos preocupaba a la gente. Apoya­dos en el alambrado, los chacareros observaban el fe­nómeno sin poderlo explicar. Ya nadie pensaba en ir a la estación y nadie hablaba del arreglo entre los vecinos en reyerta, efectuado por el matarife esa mañana, en la sinagoga, al terminar los huérfanos el último rezo en memoria del muerto.

Todos mirábamos aquella nube ya enorme que in­vadía el cielo. Se acercaba con lentitud; y una hora más tarde cayó sobre nosotros el vuelo pesado de la langosta.

–¡La plaga! –gritó el matarife.

–¡Las huertas! ¡Las huertas! –se acordaron to­dos; y comenzó la defensa. El sol quedó oscurecido por la invasión espantosa, y el paraíso, los postes de los corrales y del potrero se cubrieron de langosta, cuyo olor llenó la anchurosa campiña. Y las huertas eran manchas parduscas y movedizas.

Los hombres, las mujeres y los muchachos salie­ron a combatir, batiendo latas y agitando bolsas, la plaga terrible. Gritaba la gente para ahuyentarla, pe­ro el esfuerzo resultaba inútil. La langosta segaba las legumbres, las flores, los ralos tablones de gra­milla. Las mujeres lloraban y agitaban trapos rabio­samente.

–¡Raquel, tu planta! –gritó un niño.

Raquel, en medio de la huerta, arrojó la bolsa y se precipitó hacia el muchacho. La langosta cubría su planta amada, su magnífico rosal.

–¡Una bolsa, pronto, una bolsa!

Nadie la oyó. No atinó en el apuro a sacar de la casa, que distaba unos pasos de allí, un paño cual­quiera para proteger la planta invadida. Rápidamen­te arrancóse la bata y empezó a espantar la langosta. Tenía la camisa pegada a la espalda morena y sus pechos temblaban y chorreaban sudor. Envolvió des­pués el rosal y con la trenza rubia, gruesa y blanda, se limpió la cara.

–¡Raquel! –llamó Moisés–. ¡Raquel, ven a ayu­dar!

Se incorporó dificultosamente y volvió a la huer­ta. El combate fantástico duró horas entre gritos y tamboreos. Las huertas quedaron desnudas; y la lan­gosta ocupó los trigales.

Ya el sol desaparecía y la atmósfera era un poco más liviana. Regresamos tristes y huraños. El ma­tarife mascullaba maldiciones mientras daba comien­zo a los rezos de la tarde. Y cuando don Gabino volvió con el ganado sólo se oía en la colina el llan­to entrecortado de las mujeres y el ladrido de los perros.

Los gauchos judíos

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