Читать книгу Los gauchos judíos - Alberto Gerchunoff - Страница 11

Оглавление

LECHE FRESCA

No lejos del pozo familiar, junto al endeble palen­que, la muchacha ordeñaba. La vaca, buena como un pedazo de pan, permanecía inmóvil, y a un metro de distancia; el ternerito, pisando la cuerda que le colgaba del cuello, mordía las hierbas diminutas. Desaparecían en su boca, sobre el rojo paladar, las gotas de cristal del rocío. En el horizonte pintábanse franjas rosadas y la colonia toda amanecía. Abríanse los corrales, y los viejos de grandes barbas aparecían en las puertas de los ranchos, masticando la oración de la mañana. Con la aurora –la aurora de Dios alabada por el verbo de los santos rabinos– ­brotaban los diálogos del amanecer.

–¿Rastreamos, Remigio?

–No, don Efraim. Ha llovido demasiado, más va­le arar.

–Bueno. Tome mate. Este... ¡oiga, Remigio...! enyugue al Chico y al Feo.

El viento de la madrugada trae un grito de la casa vecina:

–¿Va a la estación, rabí Efraim?

–¡Sí! Va el peoncito.

¡Que pregunte en el almacén si hay carta para mí...!

Y junto al palenque, torcido como una vaina de algarrobo, Raquel ordeña a la vaca inmóvil. Está de rodillas y sus dedos aprietan las ubres magní­ficas que se exprimen en chorros de espuma. La aurora otoñal envuelve en su roja palidez al grupo y la moza deja ver, por la bata entreabierta, los pechos redondos y duros que el sol de los fuertes veranos ha dorado, como frutas.

Cae la leche en el balde con una música suave que acorda con el resuello de la vaca y el respirar de Raquel.

El pelo desciende en olas oscuras sobre su espal­da, y su cuerpo se dibuja, bajo el campesino percal, en la plenitud sabrosa que las caderas exaltan en el ritmo enérgico de sus líneas, en la forma de un ánfora de rudo barro. La claridad de la aurora ilu­mina su perfil por sobre el ancho lomo de la vaca. Sus ojos tienen el azul que tiembla en las pupilas de la Virgen y la nariz resume en el bronceado arremango, los signos rotundos de la raza.

Labriega, tú me recuerdas las mujeres augustas de la Escritura. Tú revives en la paz de los campos las heroínas bíblicas que custodiaban en las campiñas de Judea los dulces rebaños y durante las fiestas entonaban, en los atrios del Templo, los cánticos en alabanza de Jehová. Raquel, tú eres Ester, Re­beca, Débora o Judith. Repites sus tareas bajo el cielo benévolo y tus manos atan las rubias gavillas cuando el sol incendia, en llamas de oro ondulante las olas de trigo, sembrado por tus hermanos y bendecido por el ademán patriarcal de tu padre, que ya no es ni prestamista ni mártir, como en la Rusia del zar.

Tu presencia renueva, con la vaca mansa y la cabra discreta, la vida remota del Jordán. Sonríen los ranchos a la faena naciente y allá, en medio de la colina, el arroyo canta a la mañana y ofrece, en pocillos de greda, agua fresca al buey y al caballo. Y como en los días lejanos de Jerusalén, tu padre, cubierta la frente por la cajita de cuero negro de las filacterias, que contiene sentencias divinas, reza al Dios de Israel, Señor de las ejércitos, dueño del aire, de la luz y de la tierra, y en hebreo arcaico le saluda:

–Baruj athá Adonái...

Los gauchos judíos

Подняться наверх