Читать книгу ¿Por qué Sally perdió uno de sus zapatos? - Alberto Quiles Gutiérrez - Страница 11
Capítulo 3
Tom Harvester Lunes, 17 de mayo
Оглавление—Buenos días. Lo primero, gracias por su ofrecimiento y por venir tan temprano, justo antes de las clases —comenzó el inspector Pacheco. La chica asintió—. ¿Qué puede contarnos sobre Tom Harvester, señorita Martínez?
—Conocí a Tom el 22 de septiembre de 2008: tengo esa fecha grabada en mi mente —empezó entrecortada: estaba nerviosa—. Aquel fue mi primer día de instituto. Yo tenía entonces…
—Perdone que la interrumpa, ¿puede nombrar el nombre de la institución?
—IES Ben Benítez —respondió rápidamente—. Como decía, tenía quince años y, bueno, andaba un poco perdida por el lugar, la verdad; había llegado a la ciud ad unas semanas antes.
—¿Es ahí cuando conoció a Tom?
—Bueno, no exactamente. Fue el director de la escuela quien me guio, recuerdo que su recibimiento fue muy cálido; pero sí, es cierto que fue la primera vez que lo vi: estaban llamando a sus padres; no recuerdo exactamente lo que hizo, pero sí sé que recibió un parte.
—¿Se está refiriendo a Tom Harvester?
—Sí, ese día fue el que conocí a Tom. No sé por qué, pero no puedo quitarme la primera vez que lo vi sonreírme. —Comenzó a llorar.
Francisco Pacheco se sentó a su lado e intentó tranquilizarla.
—Tome un pañuelo y beba un poco de agua, la tranquilizará. Ana, ¿verdad? ¿Puedo llamarla por su nombre de pila?
—Sí —respondió Ana Martínez secándose las lágrimas y apartando el vaso—. No tengo sed, gracias.
—¿Qué puede contarnos sobre su relación con Tom? —preguntó el inspector Pacheco, esta vez mucho más suave y amigable.
—Tom y yo empezamos a salir unos meses más tarde, creo que porque yo era la novedad en el instituto. Sabía que él no era bueno para mí, pero creo que me conquistó la primera vez que me sonrió; no me pregunte por qué, porque ni yo misma lo entiendo, pero aquel primer día pensé: «Tiene que ser mío». —Sonrió levemente y volvió a enfundar las lágrimas en el pañuelo—. Yo lo quería, ¿sabe? ¡Yo podía darle mucho más de lo que Sally podría en su vida entera! —gritó angustiada: sus ojos estaban enrojecidos y el habla se le entrecortaba de nuevo.
Francisco Pacheco se levantó y se acercó a su compañero con una pegatina negra: tapó con disimulo aquel piloto que se hallaba en rojo, indicando la grabación. Tras ello, con la cámara en apariencia apagada, el inspector se quitó la chaqueta y dejó la placa sobre la mesa.
—Olvídate del interrogatorio, tan solo hablemos. Empecemos de nuevo, llámame Francisco. La vida nunca es lo que parece, al igual que no lo son las personas. No digamos que la humanidad está equivocada, pero los hombres siempre serán hombres y antes fue Tom, pero nunca sabes qué es lo que te depara el futuro. Sí, ayer fueron Tom y Sally, pero ¿mañana? Tú eres la escritora de tu propio futuro y nadie más. —Ana lo observaba mientras aguantaba las lágrimas. Tenía la mirada fija en el agente; tiritaba—. ¿Sabes? Más o menos con tu edad estuve en una situación parecida: evidentemente no fue un asunto como el de Tom, pero yo también he sido traicionado; en mi caso se llamaba Sara y sí, estaba completamente enamorado de ella, incluso llegué a proponerle matrimonio para que dejara a aquel chico, pero no surtió efecto. El chico en cuestión jugaba en un equipo de baloncesto y era de los mejores de su generación, aunque ahora… —empezó a susurrarle al oído—, ahora trabaja en el McDonald’s y lo hemos detenido varias veces por posesión de drogas.
—¿Qué sabe de ella? —preguntó Ana, interesada por la historia.
—Bueno, sé que se quedó embarazada con diecisiete años y creo que al quedarse del segundo lo dejó y desapareció de la ciudad. A día de hoy no he vuelto a saber nada más de ella.
—¿Sigue pensando en ella?
—Claro, aún me pregunto dónde y cómo estará.
—Dígame si eso no es amor, inspector —preguntó ella con dulzura. Los ojos se le iluminaron—. Perdone, quería decir Francisco.
—Es estima: fue mi primer amor y una pieza clave para forjar a la persona que soy hoy, pero eso ya no lo es. Me ayudó a crecer y a valorar mejor las pequeñas cosas que tenemos en la vida. Y eso mismo deberías de hacer tú.
Ana calló y bebió un trago de agua.
—Estoy lista, Francisco.
—¡Muy bien! Encienda de nuevo la cámara, subinspector —dijo mientras se ponía la chaqueta de nuevo y guardaba la placa. Manuel Quirós retiró la pegatina—. ¿Qué puede contarnos de la noche que asesinaron a Tom Harvester?
—No sé si fue por celos o por casualidades, pero asistí al baile con Alex Fonseca. Llevaba aquel vestido azul marino que mi tía me había comprado para que fuese al baile con Tom; también me regaló los tacones: me hubieran gustado de otro color, pero me los compró negros. Ella no aprobaba mi relación con Tom, pero entendía que mi amor hacia él era verdadero —contestó Ana con más énfasis.
—¿Alex Fonseca? ¿No es él el chico con el que Sally salía? —preguntó desconcertado el inspector.
—Sí, exactamente. Los dos estamos en el grupo de literatura y, bueno, realmente no sé cómo ocurrió, pero ambos nos llamábamos a gritos sin ni siquiera hablarnos. Nunca funcionaríamos como pareja Alex y yo, no, no, esto era solo una venganza: quería que Tom viera con sus propios ojos que había pasado página y qué mejor que ir con el exnovio de Sally.
—¿Cuándo terminaron la relación Tom y usted?
—Creo que fue varios días antes del baile —respondió dubitativa.
—¿Cree?
—Fue el 11 de mayo. Sí, fue ese día, lo recuerdo porque el anterior me vino la regla y…
—¿Y? —preguntó interesado Francisco.
—No fue su culpa, lo juro, es mi culpa, es mi culpa y esta enfermedad que tenemos las mujeres —contestó enajenada.
Ambos agentes palidecieron. De nuevo, el inspector pidió apagar la cámara.
—Ana, ¿por qué dices que es una enfermedad? Es un proceso natural.
—¡Pues no la quiero! Por su culpa Tom me dejó.
Francisco Pacheco no salía de su asombro.
—¿Puedes explicarte mejor?
—Tom y yo aquel día… Él quería, usted ya sabe, eso y yo le dije que no, que me dolería. ¿Sabe? En esos días del mes me siento muy sensible y cualquier cosa me ataca los nervios y empiezo a llorar. Aquel día Tom se enfadó conmigo y peleamos, recuerdo que me llamó de todo. No pude ni siquiera defenderme. —Ana se llevó las manos a la cara.
—Está bien, tenemos suficiente, Ana. Puedes marcharte.
Abandonó la sala cabizbaja y se despidió con una mueca que alertaba de su tristeza.
—Por cierto, ¿es verdad lo de aquella chica, Sara? Creo que ha ayudado a que se abra con usted —añadió el subinspector.
—La verdad y la mentira no importan cuando hay personas que juegan con la vida de otras. Aun así, un consejo, subinspector: si no quiere perder su dinero, nunca juegue conmigo al póker. —Pacheco dejó la sala—. Ah, una cosa —comentó asomando la cabeza por la puerta—: no me espere, tengo algunas cosas que hacer.