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Capítulo 7
Sally Smith (III) Domingo, 23 de mayo

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—Buenos días, señora Fernández. Lo primero, ¿cómo se encuentra? —saludó el inspector Pacheco.

—Buenos días, inspector. Como verá, hoy tengo mejor cuerpo qu e la última vez que hablamos en el hospital, —Suspiró—, o en el funeral de mi hija —finalizó cabizbaja. No dijo nada; solo hizo una mueca compadecida—. Van a encerrar a quien le hizo esto, ¿verdad? —Las lágrimas comenzaban a recorrer su rostro.

—Tome un pañuelo, señora Fernández. —Francisco le ofreció un paquete.

—Gracias, inspector —dijo mientras se las secaba—. Estoy lista para empezar.

—¿Qué puede contarnos de la relación de su hija con Tom Harvester?

—Nunca la entendí, aunque sí que es cierto que entiendo la frustración de Sally con Alex. Siempre hemos querido que estuviesen juntos, pero es comprensible que mi hija se hartase de él: parece un robot y con los años ha ido a más. Yo creo que de no ser por mi hija estaríamos hablando de un niño abstraído de la sociedad; no sé siquiera si tiene amigos o si quiere tenerlos.

—Entonces, ¿usted no aprobaba la relación de su hija con Tom Harvester? —insistió el agente.

—No es que no la aprobase, es que Tom, bueno, siempre hemos criticado tanto a familias como los Harvester, mi hija incluida…, por eso mismo no entiendo a qué venía esa relación; pero es cierto, y lo admito, que la veía feliz. Mi marido también comentó varias veces que no veía a nuestra hija así desde que era niña; desde aquel día en que le regalamos aquel balancín con forma de unicornio.

—¿Puede ese cambio de actitud ser debido al baile de promoción en lugar de a su relación con Tom? Tengo entendido que ella fue la precursora del acto.

—Ahí ha estado ágil, inspector. Sí, la verdad es que no sabría decirle. Lo cierto es que Sally tenía la necesidad imperiosa de hacer ese baile; yo la veía contenta, pero no quise preguntarle por Tom. La veíamos feliz y eso era todo lo que importaba, la verdad.

—Bueno, veámoslo desde otra perspectiva. ¿Considera que alguien pudiese querer hacerle daño a su hija?

—Inspector, estamos hablando de una adolescente: seamos prácticos y olvidemos las películas y los libros de ficción; por mucha envidia o desprecio que alguien le tuviese a mi hija, dudo que en este pueblo alguien le desease, que alguien le desease… —Lara Fernández no pudo continuar.

—La entiendo completamente, es un golpe increíble para cualquier familia y es un hecho demasiado inusual para este pueblo, según dicen nuestros informes.

—Como usted dice, inspector, inusual; pero también es cierto que la probabilidad puede ser tan buena como traicionera: cuántas cosas se evitan o se mejoran gracias a estudios estadísticos y, aun así, cuántos años llevaremos mi marido y yo echando la lotería y nos toca el peor premio de todos, la muerte de nuestra única hija y, además, de esta forma tan dolorosa. Usted mismo pudo comprobar que desde aquel día que la encontraron no hubo uno en que me hubiese separado de ella. Recurrí a muchas cosas que no creo: usted sabe que no soy mujer de religión, que no creo en las suposiciones, que soy una mujer de ciencia, pero como madre… —Pausó para beber agua—, como madre he rezado a todos los dioses que aparecen y aparecerán en Internet, le he contado cuentos a mi hija y le he hablado, como cuando era pequeña, justo antes de que se quedase dormida. No sé cuántas veces le habré pedido que no vaya hacia la luz, que vuelva conmigo, y todo eso mientras mi marido nos observaba en la distancia sin poder articular ni una sola palabra y envuelto en lágrimas. —Bebió agua hasta vaciar el vaso. De repente, la señora Fernández golpeó con su puño la mesa; el vaso volcó—. ¿Por qué, inspector? ¿Acaso usted puede decirme por qué mi hija no me hizo caso? ¿Por qué los falsos dioses no quisieron ayudarla? Mi pobre Sally —dijo cubriéndose la cara con las manos.

Los agentes se miraron reflexivos.

—¿Le gustaría que lo dejásemos por hoy, señora? —preguntó Francisco Pacheco ofreciendo nuevamente el paquete de pañuelos.

—No, inspector, sigamos —respondió tomando uno y secándose las lágrimas de nuevo—. He de terminar lo que empiezo, sino ¿para qué hacemos las cosas?

—De acuerdo. ¿Cómo se encuentra su marido? He intentado varias veces sentarme a hablar con él, pero no creo que esté en disposición.

—Mi marido ahí lo ve usted, uno de los hombres más brillantes que he conocido, duro como una roca y ahora, ahora, llora como un niño todas las noches. No creo que pueda sentarse a hablar con ustedes en una temporada: deje pasar el tiempo, tarde o temprano podrá hablar con él, pero déselo, por favor —insistió Lara Fernández.

—¿Qué puede contarnos de Sally que no nos haya contado antes?

—Mi hija era una chica muy lista, en eso se parece más a su padre, aunque no tanto como Alex; el caso de Alex es otra cosa. Tenía intención de ser cirujana, quería ayudar a las personas, ¿sabe? Quería hacer algo por la comunidad, quería poner su granito en esta sociedad decadente, en esta sociedad oportunista de picaresca española, de políticos corruptos y del amiguismo que no ayuda al ciudadano, sino al que tiene y no necesita. ¿Sabe por qué nuestra localidad se llama El Sendero?

—No, no tengo ni la más mínima idea. ¿Cuál es el origen? Si no es mucha molestia. Me generó usted la curiosidad.

—¿Conoce usted el sendero que está junto al río?

—¿Aquel que está cerrado por desprendimientos, que sube hasta la montaña?

—En efecto. Sally usaba aquel sendero como metáfora al bien que quería aportar a la sociedad. Verá, ese sendero era el lugar de tránsito de los pastores con sus ovejas: fue construido para dicho fin. Ofreció muchas oportunidades a los pueblos colindantes y, tras su construcción, la gente empezó a edificar sus casas junto él, lo que finalmente originó esta localidad en la que vivimos, que tomó El Sendero como nombre.

—Perdone que la interrumpa, pero ¿qué relación tiene esto con su hija?

—Volviendo al tema, mi hija quería ayudar a la sociedad lo mismo que aquel sendero ayudó a los pastores en el pasado. En la actualidad, tenemos mejores vías de comunicación, pero en aquellos tiempos muchos pastores y animales morían por caminos bastante peligrosos y parte del rebaño se perdía. En resumen, mi hija quería curar a la sociedad.

—No soy yo quien debe juzgar las ideas de su hija, pero me parece todo un poco idealista, ¿no cree?

—Utópico, pero ¿no eran utópicos los primeros viajes transoceánicos? ¿No llamaron loco a Galileo por decir que la tierra era redonda? ¿No se consideraba imposible viajar al espacio?

—Sí, pero permítame que la interrumpa de nuevo, estamos hablando de una persona.

—¿No era una persona Martin Luther King? ¿No era una persona Cristóbal Colón? El mundo necesita magos, el mundo necesita soñadores, el mundo necesita creatividad. El darwinismo no hacía más que determinar la evolución de las especies. ¿No formamos parte de un mundo en constante movimiento? ¿Hay que destruir para construir? La sociedad necesita personas como esas y puedo afirmar sin temor a equivocarme que el mundo perdió hace unos días una persona que estaba destinada a cambiarlo —terminó emocionada la señora Fernández.

Silencio en la sala. La emoción se había apoderado de Lara Fernández. Sus ojos se habían llenado de lágrimas.

—Lo cierto es que es muy bonito soñar y, por desgracia, la realidad es muy distinta —cerró el inspector—. ¿Hay algo más con lo que crea que pueda ayudarnos?

—Hasta el momento no, inspector —respondió, aún emocionada por sus propias palabras.

—Una última cosa: todo lo que ha dicho antes sobre un futuro mejor, ¿qué relación tiene eso con el baile? Me refiero a que usted me ha comentado de hacer las cosas mejor, de emprender; pero el pueblo entero conoce a Sally como la chica que trajo un baile de promoción al instituto.

—Sí, es cierto, inspector. Como puede comprobar, ya sea por películas o fantasías, mi hija consiguió que se hiciese ese dichoso baile, una propuesta suya, y lo cierto es que consiguió que se celebrase, aun teniendo muchos detractores. Yo creo que este es un claro ejemplo de que soñando y trabajando duro las cosas se logran. Por último, inspector, no olvide que mi hija tenía diecisiete años y que también tenía derecho a divertirse.

—Está bien, eso es todo. Muchas gracias por su tiempo. La haremos llamar si necesitamos de su ayuda.

Lara Fernández salió por la puerta. Se hizo el silencio durante unos instantes.

—¡Vaya discurso! —comenzó Manuel.

—Emotivo, pero surrealista —respondió su compañero.

—No sea tan negativo, también se necesitan soñadores en esta sociedad.

—Bueno, no desvariemos. ¿Qué opina al respecto, subinspector?

—No tenemos mucho con lo que jugar, la verdad. Por lo que comenta su madre, Sally era una chica lista y con ambición, a la vista está que quiso realizar el baile y lo consiguió. No sé qué otras cosas más haya intentado cambiar.

—Verá, esa es mi preocupación. Las personas tan idealistas no suelen caer bien en determinados círculos; veamos si encontramos alguna relación con esto que la madre de Sally nos ha contado.

¿Por qué Sally perdió uno de sus zapatos?

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