Читать книгу El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía - Страница 10
Capítulo 4
ОглавлениеEl timbre de una bicicleta me distrae de las páginas de Los miserables. De pronto, me olvido de lo que estaba diciendo Cosette, dejo el ejemplar sobre la mesita de noche y voy a echar un vistazo por la ventana. Oigo una risa de mujer que se mezcla con una voz de hombre. La de él me resulta familiar, con todo lo malo que conlleva para mí asociar esa palabra a alguien que considero un desconocido.
Apoyo los codos en el marco e intento atisbar algo entre los cipreses. Hoy hace más calor que otros días, por eso las chicharras también cantan más fuerte. Las hojas de los árboles no se mueven, no hay brisa, ni nubes. Me inclino un poco más hacia delante. A la derecha veo a una chica con una larga melena castaña y un vestido rosa corto. Timothée está con ella. Le acaricia el hombro y siguen riéndose. La bicicleta está entre los dos, pero eso no les impide besarse. Se besan despacio, sin ninguna prisa.
Pienso en Jean-Luc. Por un segundo, no recuerdo todo el daño que me ha hecho, solo me atrapan los momentos felices en los que caminábamos por Lyon cogidos de la mano, nos besábamos, nos mirábamos a los ojos durante horas… Echo de menos todas esas sensaciones, pese a que sé que no regresarán nunca, no quiero que lo hagan porque él me ha hecho demasiado daño.
Paso por alto que sigo asomada a la ventana y que miro a Timothée y a la chica de rosa. Cuando me doy cuenta, él ya me ha visto y se le retuerce una sonrisa complacida en sus labios rosados.
Se despiden. Él se no se mueve de donde está, con la camisa entreabierta, como la lleva siempre, y las manos en los bolsillos. Ella se monta en la bicicleta y se marcha. Entonces Timothée levanta la cabeza de nuevo. Podría haberme escondido, sin embargo, no lo hago. Le sostengo la mirada. Observo el cielo durante unos segundos y vuelvo a la cama. Cojo la novela de Victor Hugo y recupero la página por la que me he quedado.
No tarda ni cinco minutos en llamar a la puerta. ¡Oh, sorpresa!
—Adelante.
¿Por qué no podrán dejarme en paz?
Abre. Entra con toda la tranquilidad del mundo. Lo miro de reojo. Hoy lleva ropa ancha que esconde un poco su cuerpo delgado y hace que su espalda parezca más ancha de lo que en realidad es. Da una vuelta por la habitación sin decir nada.
—¿No me vas a preguntar qué quiero?
Enarco una ceja y vuelvo a concentrarme en la lectura. Pienso que, si lo ignoro, se acabará yendo. Me equivoco, porque él sigue aquí. Se toma su tiempo para mirar las pocas cosas personales que he dejado sobre el escritorio o sobre la mesilla de noche.
Me pone nerviosa, así que al final coloco el libro abierto sobre mi estómago y le pregunto, mientras intento mantener la calma, qué quiere.
—Saber qué haces.
—¿No lo ves?
Se muerde el labio intentando no sonreír. Le nacen, encima de las comisuras de los labios, dos hoyuelos profundos en los que no me había fijado y a los que ahora tampoco tendría que prestar atención.
—Lo veo —contesta—, pero no debes de pasártelo muy bien si me espías por la ventana. ¿Has visto algo que te gustara?
—No te espiaba. Y no, no había nada digno de ver.
—No me importa. Me ha hecho ilusión y todo que mostraras un poco de interés.
—Al principio, ni siquiera me había dado cuenta de que eras tú. —Miento peor de lo que creía—. Estabas en medio de mi campo de visión, nada más. No te estaba mirando.
—Claro que no, ni yo a ti.
Se apoya en el borde de la mesa. Se lleva una mano a la boca y se pasa el dedo índice por el labio inferior. Es curioso, porque esta es la primera vez que pienso que, en realidad, es bastante atractivo. Hay algo en su forma de ser que hace que le salga natural, aunque a mí no me guste, faltaría más.
Intento cambiar de tema.
—Hoy no has puesto música.
He esperado toda la mañana para ver si la confesión de Domenico era cierta.
—¿Te gustó la canción?
Dejo salir un sonido gutural que no significa ni sí ni no.
Él parece divertirse.
—No estaba seguro de cuál poner. Lo estoy pensando.
—¿Y no puedes pensarlo en tu habitación?
Me ignora de manera premeditada.
—Recogí tus cosas ayer —dice para cambiar de tema y dejarme con cara de tonta.
Se refiere al bloc y al estuche, claro. Si espera que le dé las gracias o que diga algo sobre la nota está muy equivocado. No mencionaré lo que pasó ayer por mucho que me provoque. No me siento orgullosa y tampoco me apetece caer en la trampa de volver a mostrar mis debilidades de ese modo.
—Bella —susurra.
La forma en la que me mira me saca de mis casillas. Me levanto de la cama hecha un mar de nervios y salgo del dormitorio golpeando el suelo con los pies. Él me sigue de cerca, con las manos cruzadas a la espalda y ganas de continuar metiendo el dedo en la llaga.
—¿Qué he hecho ahora? —pregunta con aparente curiosidad en la voz.
—Déjame en paz.
Entro en el baño y cierro la puerta confiando en que esto me pondrá a salvo. Siempre me he caracterizado por ser bastante ingenua, pobre de mí. Timothée la abre y pasa sin importarle en absoluto mi mal humor y la barrera que quiero crear entre los dos. ¿Es que no puede dejarme sola ni un momento?
Mierda de pestillo.
—¿No ves que está ocupado?
—¿Y tú no ves que eres una borde? Estamos teniendo una conversación, te vas y me cierras la puerta en las narices. Muy mal, Lucile. No es propio de una señorita como tú, ¿no te parece? —pregunta con tono jocoso, provocando que se me hinche la vena de la frente.
—Pues no me sigas. Y no soy ninguna señorita. ¿Por qué no te vas con la de la bicicleta que sí tiene pinta de poseer los encantos femeninos que tanto te gustan?
Se lleva la mano a la cara y coloca dos dedos sobre sus labios.
—Ah, ya veo.
Se sienta en la esquina de la bañera con las manos sujetándose al borde y las piernas abiertas, en una postura que parece bastante cómoda y también un poco provocativa.
—¿Qué? —espeto.
—Estás celosa.
—Lo que me faltaba por escuchar. Ni que fueras Alain Delon.
Se aparta el pelo de la cara sin importarle lo más mínimo mi fallido ataque.
Se levanta y viene hacia mí con parsimonia, sin abandonar en ningún momento la sonrisa que le viste la boca. Coloca una mano a cada lado de mi cuerpo y se apoya en el lavamanos. Siento su respiración cerca de mi boca. No sé por qué no me muevo. Me cuesta respirar. Se acerca un poco más y se humedece los labios con la lengua. Por un instante, creo que me va a besar porque sus ojos van de los míos a mis labios.
«Apártate de él, Lucile, maldita sea, ¿eres idiota o qué?».
Quiero empujarlo a un lado, de verdad que sí, pero, de pronto, solo se escucha el agua en las cañerías, a Domenico hablando con alguien fuera, en el jardín, nuestras respiraciones lentas. El sudor le recorre parte del pecho, igual que siento que a mí me resbala por la mejilla y cae por el cuello.
Se acerca un poco más y sé que ahora es el momento de parar esto, sin embargo, antes de que lo haga, él se inclina hacia la derecha, yo cierro un ojo, temerosa de lo que vaya a hacer, y cojo impulso para echarlo a un lado. No tengo tiempo de hacerlo, porque me da un beso apenas perceptible en la barbilla. Oigo una risita baja y después, con un lametón, recorre mi piel desde el mentón hasta la mejilla.
Me quedo de piedra. ¿Me acaba de lamer media cara? ¿Qué demonios ha sido eso? La expresión de mi cara tiene que ser la viva imagen de la repulsión cuando digo:
—¡Joder, qué asco!
Me paso una mano por el rastro de saliva que ha dejado y él se descojona ante cada una de mis reacciones.
—No finjas que no te ha gustado. Has disfrutado casi tanto como yo.
Estoy cabreadísima, pero no puedo evitar fijarme en que el gesto de su rostro carece de maldad alguna. Más bien me recuerda a un niño pequeño que acaba de hacer una travesura, aunque eso no lo disculpa, porque es un tío de dieciocho años de un metro ochenta.
—¿Eres imbécil o qué te pasa?
—Bella.
—Deja de llamarme bella.
Entrelaza las manos a la espalda y camina hacia atrás hasta que sale del baño. Después lo oigo reír por el pasillo mientras el eco de su risa y sus pasos se pierde escaleras abajo. Ha rebasado el límite de mi paciencia en cuestión de dos míseros días. ¿Este tío de qué va? ¿Quién se ha creído que es?
«Te va el corazón a mil por hora. Frena un poco», me digo. Y ya no sé si me late desbocado por lo que acaba de suceder o porque estoy demasiado enfadada como para controlar mis propios nervios.
Me giro y me miro en el espejo moteado. Tengo las mejillas rojas, el pelo alborotado, los ojos brillantes. Noto una fría corriente de aire que no sé de dónde surge y que me estremece. Me entra una timidez repentina. Él debe de haberse dado cuenta de que me he sonrojado, y eso no me hace ninguna gracia. A decir verdad, parece ser que hay pocas cosas que mejoren mi humor amargo.
Vuelvo a sentir frío. La ventana está entreabierta. A ver si así se me pasa este calor.
Abro el grifo y me lavo la cara una y otra vez hasta que ya no me arden las mejillas. El agua ayuda y también que la temperatura haya bajado de repente. Siento un escalofrío por todo el cuerpo. Al girarme hacia el espejo, una fina capa de vaho se dibuja sobre él. ¿Será que me estoy poniendo mala? Debe de ser por la corriente que hay en la casa y esa obsesión con que todo esté abierto.
Mi cabeza me juega una mala pasada cuando, a los tres segundos, me acuerdo de la lengua de Timothée en contacto con mi cara. Me pregunto por qué se comporta así. ¿Por qué se toma estas confianzas? Además, es el maldito hijo del novio de mi madre. ¿A qué juega? Ahora más que nunca quiero irme a casa.
Quiero…
Oigo la música. Una canción que conozco porque la he escuchado muchas veces. Una de las pocas que conozco en italiano. Una canción que me saca una sonrisa, la primera en días, me relaja, me destensa. También me hace salir del baño y me arrastra hasta el piso inferior. Después salgo de la casa y la rodeo para ver de qué ventana procede.
La encuentro al cabo de varios metros. Es un estudio repleto de cuadros, libros y un tocadiscos. Todo está desordenado. Es un lugar lleno de objetos que parecen haber almacenado de cualquier manera. Apenas hay mobiliario. Solo un piano y un sillón.
No encuentro a nadie dentro.
Il Mondo de Jimmy Fontana suena en todo el estudio. Me impulso con los brazos y entro por la ventana. Aún estoy confundida por el encuentro con Timothée en el aseo. Aún me late el corazón desbocado, pero la canción me abraza, me hace sonreír.
Me quito los zapatos y empiezo a dar vueltas por la sala y parece que nunca haya dejado de bailar. Lo echo tanto de menos…, como tantas otras cosas que nunca volverán. Desde que me lesioné, me muevo como una principiante. Ya no tengo el equilibrio, ni el impulso, ni la elasticidad que un día tuve. Cualquier movimiento brusco me hace daño y el tobillo ha perdido la movilidad anterior a la rotura.
Ralentizo los giros hasta detenerme y acabo sentándome en medio de la habitación a medida que doy vueltas sobre mí misma.
La canción llega a los acordes finales.
—Nel tuo silenzio io mi perdo…
La canción se acaba. No me muevo.
Oigo pasos, pero no me incorporo. Por ahora quiero esto un poco más. Tengo en la punta de la lengua una palabra que no recuerdo. Creo estar a punto de entender qué quiero en realidad. No me doy cuenta de que todavía estoy muy lejos de esa respuesta.
Un ruido sordo detrás de mí me asusta. Me giro de golpe.
—Perdona.
Una chica bajita se agacha a recoger unas gafas de buceo. Tiene el pelo peinado en una coleta alta, lleva unos pantalones largos y anchos de color verde y una blusa blanca de mangas abullonadas.
—Hola.
—Hola —contesto, aunque no me levanto.
Ella guarda las gafas en una mochila de rayas marineras.
—Soy Vittoria, la sobrina de Domenico —dice en un francés casi perfecto.
—Lucile, aunque todo el mundo me llama Lu.
Tiene una sonrisa muy dulce, algo tímida, y la cara llena de pecas que logran que reluzcan más sus ojos color miel. Sé que es precipitado, pero me cae bien de inmediato, debe de ser a causa de la ternura que desprende por cada poro de su piel, aunque yo nunca he tenido facilidad para hacer amigos, así que no creo que esta vez sea la excepción.
Ella parece tener un pensamiento distinto al mío, ya que se acerca y me tiende una mano con mucha amabilidad. Aprovecho el contacto para ponerme en pie.
—Vamos a ir unos amigos al lago y he pensado que te gustaría venir.
Me pregunto si Domenico le ha dicho que soy una pobre chica que necesita que alguien cuide de ella. Quizá por eso está aquí, porque ayer debió de ver la desesperación en mi cara cuando le pregunté qué podía hacer alguien joven en este enclave del mundo.
—No quiero molestar. Además, no hablo italiano y no sé si…
Me interrumpe sin pensárselo dos veces.
—La mayoría son franceses, veranean aquí con sus padres —me cuenta ella de inmediato—. Te gustarán, ya verás.
No le cuesta mucho convencerme. Necesito salir de esta casa.
—Vale.
—Bien. ¿Te cambias y nos vamos?
—No tardo.