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Capítulo 1

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Verano de 1981

La luz se filtra entre los cipreses mientras asciendo por la colina en la bicicleta oxidada. El camino serpenteante acaba frente al muro de piedra. Rodea la villa igual que una falda agarrada a la cintura de sus cimientos. Su baja altura permite divisar a lo lejos las copas de los árboles más grandes, el piso superior de la casa y su tejado de color terracota. Creo escuchar música, una lenta, de la que oprime el pecho. Debe de ser fruto del cansancio, de toda la tensión acumulada en el viaje, de mis temores más callados.

Cuando ya estoy cerca de la entrada, freno en seco y, al arrastrar los pies, levanto una polvareda que me hace toser. El chirrido de la bicicleta al detenerse va acompañado del rugido de mi estómago, ya que en las últimas horas solo he comido unas galletas rancias que llevaba en la mochila. A lo mejor, con el estómago lleno, tendría pensamientos más optimistas, mantendría la rabia bajo control y desaparecerían mis ganas de gritar como un mono aullador. Pero se trata solo de una fantasía momentánea que desaparece en cuanto recuerdo dónde estoy y qué me ha traído hasta aquí.

Unos pájaros me distraen al posarse en las columnas laterales del portón de madera, trinan sin apartar la mirada de mí, la intrusa, y echan a volar poco después, dejando tras de sí un puñado de plumas cuando un gato negro, de mirada ambarina, salta sobre la tapia y, de un zarpazo, los espanta. Nos contemplamos uno al otro durante un minuto largo hasta que bosteza, desciende de un salto en la otra parte del vallado y me deja con la misma cara de idiota que tenía un momento antes.

—Genial… —digo sin ahogar el suspiro que llevo conteniendo todo el viaje. Ya pesaba.

«Verano de 1981, ojalá desapareciera para no vivirte», pienso.

Espero a que alguien escuche mis plegarias silenciosas, pero no ocurre nada, como era de esperar, así que me quedo sentada tanto rato sobre el sillín de la bicicleta que pierdo la noción del tiempo.

Esta situación me supera. Pasar el verano en una villa de la Toscana con el novio de mi madre y su hijo va a ser una pesadilla de la que querré despertar a diario. Más aún cuando ella se va a ausentar durante varias semanas, él me revienta la paciencia y su hijo es un total y absoluto desconocido. Si a esto le sumo que no me hablo con mi padre, he suspendido todas las asignaturas del Liceo y mi novio me ha dejado, ya tengo los ingredientes necesarios para hacer que mi vida entera salte por los aires en cualquier momento. Sobre todo, porque soy una bomba de relojería que ya está activada.

He llegado hasta la villa pedaleando en esta vieja bicicleta. Pierre —el Novio— la dejó en la estación de autobuses con una nota garabateada con tinta azul, apenas legible: «Te esperamos en casa». Reconozco que descubrir que no había venido a recogerme no ha contribuido para nada a mejorar mi humor. Aunque, según él y mi madre, no me merezco esa clase de atenciones; tal vez tenga algo que ver con el hecho de que dos días atrás lo llamara imbécil por teléfono.

Sea como sea, después de estar más de diez horas en un autobús nocturno que me ha traído desde Lyon contra mi voluntad, he tenido que pedir indicaciones en mi tosco italiano para encontrar la villa.

—Villa dei Cardellini?

Lo he dicho tantas veces que me suena conocido, como si las letras se me derritieran en la punta de la lengua.

Mi scusi1 —murmuro cuando veo salir por la puerta a un señor de avanzada edad, con un bastón y la camisa abierta hasta la mitad del pecho—. È questa la Villa dei Cardellini?2 —indago por si me he equivocado y he acabado en otra parte.

No me he atrevido a cruzar la puerta. Me siento como si sobrara.

—È questa, signorina!3 —Sonríe con toda la cara; un gesto que envidio porque a mí no me nace nunca. También se quita el sombrero trilby, que tiene el ala demasiado estrecha para lo amplio que es su rostro—. Usted debe de ser la signorina Lucile —comenta en un francés mucho mejor que mi italiano.

Asiento sin mucho entusiasmo.

—Todos me llaman Lu.

Sé que es demasiado pronto para compartirlo con el primer desconocido que aparece en mi camino, sin embargo, estoy tan cansada y desubicada que pienso que me sentiré más segura si escucho el diminutivo de mi nombre. Un recordatorio de que no estoy a más de setecientos kilómetros de mi hogar.

Me aparto un mechón de pelo húmedo de la mejilla. El sudor ha hecho que se me adhiera a la cara y a la coronilla.

Es un gesto que utilizo también para esquivar la forma en la que me observa, que logra hacerme sentir infantil y bastante torpe.

—Domenico.

Me tiende una mano que yo acepto apresuradamente. Temo que escape y deje que me enfrente sola a Pierre. Hace una ligera reverencia y me da un sonoro beso en los nudillos. De haber estado alguna vez en Italia, a lo mejor no me sorprendería, pero, como no es así, se me queda cara de estúpida.

Dai, dai!4 —Me apremia con la mano—. Vamos, vamos —traduce por si no he entendido que quiere que me mueva—. La esperan.

Hago un movimiento afirmativo con la cabeza como única respuesta a su comentario. Lo de que me esperan es una forma amable de decir que me van a tener en el punto de mira todo el maldito verano. No es que esté castigada; estoy castigadísima, y esta es mi prisión. Salir de ella va a ser toda una aventura, me digo para intentar esbozar una sonrisa, por muy ridícula que sea.

Bajo la supervisión de Domenico, dejo la bicicleta apoyada contra la pared, al lado de otras dos casi idénticas. La pintura beis que cubre el muro está descascarada. Parece que vayan a caerse las paredes con un solo roce de mi mano o el soplido fuerte del viento. Eso sí, los años con los que cuenta este paraje hacen que posea un encanto rústico encantador y un recuerdo del pasado igual de quebrado.

Echo un vistazo rápido a mi alrededor. Los colores se entremezclan como en una paleta de acrílicos: verdes claros e intensos, amarillos luminosos, naranjas ambarinos. El paisaje está provisto de una calidez extraña, como si el sol se hubiera derramado sobre las copas de los árboles y las briznas de hierba respiraran la luz y el rocío mañanero.

Me viene a la cabeza el Campo de trigo con cipreses de Van Gogh y un amago de sonrisa me tira de las comisuras de la boca.

A unos pocos metros de mí hay un pozo, con una polea de cuerda. Tiene un cubo de metal que se balancea con la brisa. Produce un tintineo suave cuando roza el alambre que envuelve el extremo de la cuerda. El chirrido del hierro oxidado se pierde entre los anillos de la cadena. Todo parece encontrar su propia armonía en esta mezcla de silencios y de ruidos sordos, agudos, estridentes.

Los alrededores están vestidos de cipreses que se alzan hasta donde comienzan las nubes. También pequeños y salvajes matorrales crecen junto a la vereda. En comparación, me siento pequeña y, para qué engañarnos, un poco perdida, igual que cuando me subí en el autocar en Lyon y giré la cara con la intención de no ver a mamá despedirse de mí.

En zigzag, el camino de tierra por el que he venido desciende colina abajo. No veo la hora de recorrerlo de vuelta, marcharme de aquí y no fingir que debemos comportarnos como una familia feliz.

Signorina Lucile. —Domenico me arranca de este instante de paz—. Andiamo!5

No me ha llamado Lu. Hago como que no me doy cuenta. Quizá no ha entendido lo que le he dicho antes. «O, Lucile, puede que simplemente le dé igual contentar a una cría, ¿no te parece?», me dice mi subconsciente.

Andiamo, Domenico —contesto yo.

Se le escapa una profunda carcajada. ¿Qué habré dicho mal ahora? «Respira hondo, no te pongas a la defensiva. Todavía es pronto, y tú estás cansada».

Él empuja el portón de madera por el que acaba de salir y yo agacho un poco la cabeza al pasar para no golpearme en la frente. No dejo escapar ni un solo detalle cuando atravesamos el umbral. Dentro de la villa también hay cipreses, aunque más pequeños. El terreno es amplísimo. De hecho, la casa está a unos cien metros de nosotros.

Caminamos por un suelo de gravilla que no amortigua las pisadas, sino que produce un agradable sonido de entrechocar de piedrecitas. A un lado y al otro del camino, hay árboles fruteros: tres o cuatro manzanos, algunos albaricoqueros, incluso me parece distinguir una pequeña viña a lo lejos. Pues sí que sale rentable esto de ser profesor de Literatura. No me imaginaba que el Novio tuviera este pequeño paraíso al alcance de sus manos.

Conforme avanzamos también me fijo en una fuente de mármol con una pequeña estatua en el centro. Es un busto que me recuerda a algo que ya he visto en otro sitio, aunque no sé dónde. Quizá en alguno de mis libros de Historia del Arte. De esa fuente nace un agua turquesa que llena el jardín con su borboteo; agua que va a parar a una pequeña piscina de piedra.

Qué agradable toda esta paz vacía de voces, de tráfico y de los sonidos propios de las ciudades, que tanto me agobian a veces.

Me detengo un segundo.

Veo una silla de madera reclinada contra el tronco de un árbol. Sentado en ella, hay un chico al que no distingo bien desde esta distancia. Lleva unas gafas de sol que le cubren la mitad del rostro. Se mira los pies mientras se balancea sobre las patas traseras y sostiene un libro con una mano. No se gira hacia nosotros, así que me parece de idiotas quedarme aquí plantada. Debe de tratarse del hijo, ¿de quién si no? Otro problema en el que no quiero pensar ahora mismo.

Echo a andar detrás de Domenico, que no se ha detenido. Continúo mi recorrido silencioso con la mirada. La casa tiene dos plantas y un desván. Su altura es considerable y la pintura, qué queréis que os diga, no está mucho mejor que la del muro de entrada. Aunque no es eso lo que más me llama la atención, son las ventanas, abiertas de par de par de un extremo a otro de la fachada. Maravilloso. Parece que lo de encerrarme en una habitación no va a ser posible.

Frunzo el ceño. ¿Qué ha sido eso? Me ha parecido ver… Estiro un poco el cuello con la seguridad de que encontraré a alguien ahí, espiando, pero Domenico me mira como si me hubiera pillado en falta y tengo que dejar para más tarde mis indagaciones.

—Su padre ha preparado limonada —dice mi guía cuando lo alcanzo de nuevo.

Que se refiera a el Novio como mi padre me cabrea. Me hace apretar los dientes.

—No es mi padre —lo corrijo antes de que pueda volver a decirlo otra vez.

El hombre enarca las cejas. Debe de pensar que ha habido un error, que soy una de esas cartas sin matasellos que el cartero ha entregado en el lugar equivocado. No puedo estar más de acuerdo. No estoy donde debería. No es donde he elegido pasar mi verano; donde me gustaría quedarme. El problema es que todavía no sé si ese lugar existe. Si de verdad hay un sitio al que pertenezca.

Dejo de pensar en ello. La sola idea me entristece.

En el porche de la casa hay un balancín de madera. Por sus patas asciende una enredadera verde. Han florecido los brotes y pequeñas salpicaduras blancas y moradas le dan color. El columpio está rodeado de tantas malas hierbas que me recuerda al abandono. Todavía no sé mucho sobre el Novio, solo que tiene una relación con mi madre desde hace un año y esta será la décima vez que lo vea en este tiempo.

El Novio sale de la casa. Solo lleva un bañador corto con motivos florales, de un color azul demasiado estridente para los casi cincuenta años que tiene. Le han crecido las patillas desde la última vez y un bigote canoso que no le sienta demasiado bien, pero, como a mamá le gusta, mi opinión no cuenta. Se ha echado el pelo hacia atrás con algún tipo de gomina, porque reluce desde aquí, y sonríe como si tuviera trece años.

—¡Lu!

Estoy esperando a que me reprenda por mi actitud de la última semana con respecto a las vacaciones. No lo hace. Sale al porche. Tiende la mano para cogerme la mochila que llevo colgada al hombro. Se lo permito porque pesa demasiado y estoy agotada tras un pateo de horas. Se la coloca sobre el hombro y da otro paso más. Es arriesgado, los dos lo sabemos, pero Domenico está presente y es consciente de que, pese a todos mis arrebatos, suelo guardar las apariencias delante de los extraños; así que me da medio abrazo y susurra:

—Justo a tiempo. Bienvenida.

—No tan bienvenida como esperaba —le digo yo a mi vez, lejos del alcance de los oídos de Domenico, que en realidad no sé quién es todavía.

—Has llegado perfectamente, no te quejes.

—No gracias a ti, que me has dejado tirada en la estación.

Le dedico una sonrisa llena de rencor. Él suspira y vuelve a alejarse.

Al final, consigo que todo aquel que me rodea retroceda un paso. Me quedo sola. Ya debería haberme acostumbrado a estas alturas; ya no tendría que producirme esta sensación de ahogo en la boca del estómago.

—Veo que ya conoces a Domenico. Cuida de la Villa dei Cardellini cuando no estamos aquí. Él y su familia.

El señor asiente muy satisfecho por su labor. El Novio también parece complacido. Y yo comprendo, sin más, que sí que había alguien mirándonos desde la ventana y que debía de ser alguno de esos familiares de Domenico.

—¿De quién es este sitio?

—Era de mis padres. Fallecieron hace años. Venga, entra. Estarás cansada.

Signore Pierre, voy al pueblo —le informa Domenico.

Él le encarga comprar un par de cosas a las que no presto atención y aprovecho el momento para volver a centrarme en lo que me rodea. A los pocos segundos, entro. El Novio no me sigue, aunque sé que me mira. La puerta también es bajita, por lo que me agacho de nuevo. Las baldosas del suelo son de un color verdoso que hace juego con la naturaleza y lo campestre de la villa. La pintura de las paredes es de un blanco desgastado, como las cáscaras de los huevos. Tras subir las escaleras, compruebo que algunos dormitorios tienen papel pintado, algo viejo, algo roto.

El suelo del piso superior es de madera. Cruje a mi paso. Cruje mientras por las ventanas entra una luz cegadora en la que flotan millares de motas de polvo. También se oyen las chicharras, el agua de la fuente, un silencio quebrado que se esconde debajo de las alfombras, en los antiguos armarios, entre las páginas amarillentas de los libros. Cada habitación es diferente, cada una de ellas tiene su propio silencio, que se escapa por las puertas abiertas cada vez que yo entro y salgo.

Lo inspecciono todo. Cada detalle. Como este póster a medio colgar de France Gall. Tarareo una de sus canciones cuando me cuelo entre esas cuatro paredes que son de otra persona. La cama está sin hacer. Sobre ella veo unos pantalones cortos tirados en una esquina. También hay dos ejemplares de la revista Le Monde de la musique. Me siento un segundo y las ojeo por encima. A continuación, me distraigo con las espirales negras del papel pintado, las hojas de un cuaderno abierto sobre la mesa, que se mueven debido al aire, el walkman con los auriculares, la pila de cassettes.

Me pesan los ojos y la canción de mi cabeza se apaga.

Me apoyo sobre los almohadones. Subo los pies a la cama.

En un momento dado, comienzo a ver las cosas borrosas. La luz me acaricia las mejillas. Desaparece el traqueteo del autobús, los problemas se ausentan, como mis miedos, como las ganas de gritar.

Antes de quedarme dormida, vislumbro los marcos de las ventanas y una silueta que se coloca durante un segundo frente a la luz. Un suave olor a lavanda llena toda la habitación y, cuando caigo en el sueño, llegan ecos de un canto lejano.

El verano que inventamos la nieve

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