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Capítulo 2

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Me despierta una canción distinta y una voz de mujer que susurra. Es un eco que se escucha justo cuando sueño que tengo siete años y mi padre me lleva subida sobre sus hombros.

Los dos reímos.

Es un recuerdo.

Los párpados se mueven y nosotros desaparecemos. Todo parece surgir en un deseo y no en la memoria.

Al principio, no sé dónde estoy ni cuántas horas he dormido. El colchón reacciona con un ruido estridente al desperezarme. Miro a mi izquierda. Los marcos de las ventanas me atraen de nuevo. Debe de tratarse del verde botella que los tiñe. Cada cosa que he mirado antes de dormirme sigue en su sitio y, aunque ninguna de ellas me pertenece, sonrío.

Pero todo se desordena de pronto. Una voz las cambia de lugar.

—Por fin despiertas.

Giro la cabeza hacia esa voz grave, que se rompe en la garganta.

Apoyado contra el armario de madera que hay frente a la cama, me encuentro a un chico alto y delgado. Tiene el pelo castaño oscuro, ondulado y despeinado. Los mechones más cortos le llegan a la altura del mentón y los más largos, por la mitad del cuello. Sus ojos verdes resaltan en contraste con la piel pálida. Me mira con una seriedad que me aturde.

Me incorporo tan rápido que me mareo. Me pongo en pie y compruebo, aunque él no se mueve del sitio, que es más alto que yo. Ni siquiera pestañea. Deja las manos cruzadas a su espalda y me observa.

—Creía que ibas a tardar más en meterte en mi cama. —Sonríe con malicia.

—¿Perdona?

Se muerde el labio inferior, entrecierra un poco los ojos, frunce el ceño. Después ladea una sonrisa que me produce un escalofrío que no comprendo. Parece que vaya a echarse a reír de un momento a otro.

—Perdonada.

«Será imbécil».

—¿Tú quién eres?

Yo ya me lo figuro. Solo lo sospecho y no lo sé a ciencia cierta porque nunca he visto una foto suya. Tampoco es que haya mostrado mucho interés en verla, la verdad.

—Timothée.

Es él. El hijo de el Novio y el chico que estaba frente a la piscina mirándose los pies. El mismo que no se ha dado cuenta de que había llegado o no ha querido ni molestarse en saludar. Puede que tenga más sentido la segunda opción.

«Pensando bien de la gente desde 1963».

—Tú eres Lucile.

Se pasa la mano por el pelo. Tiene los ojos un poco caídos, lo que, aunque parezca sorprendente, le da más intensidad a su mirada. Todavía no sé a qué se debe, quizá a su parentesco con el Novio o a su actitud arrogante, pero sé, casi al momento, que me cae mal. Bastante mal, siendo honesta.

—¿Cuánto tiempo llevas mirándome?

—Mucho menos del que te gustaría —asegura.

En cuanto lo dice me entran ganas de lanzarle algo a la cabeza. Tengo que hacer un ejercicio de contención para no quitarme las zapatillas y hacerlas volar por los aires.

Por fin se aparta del armario. Recorre el dormitorio casi en un baile, un poco hipnótico. No puedo dejar de mirarle los pies. Y por dentro… Me siento estúpida porque aún estoy adormilada y no puedo darle una contestación que le baje los humos. ¡Menuda manera de empezar las vacaciones!

—Veo que has toqueteado todas mis cosas. ¿Te ha gustado lo que has visto?

—No he toqueteado tus cosas —logro contestar.

—Tranquila, no me molesta.

Se sienta en la repisa de la ventana. Bajo la luz natural, su expresión se vuelve incluso más altanera. Recuerdo la figura oscura que he visto antes de dormirme y empiezo a creer que ha estado aquí conmigo desde entonces. Lo estrangularía si pudiera.

—Es que no puede molestarte porque no he rebuscado entre tus cosas —aclaro de nuevo.

Echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

Me fijo en su nariz recta y en cómo se le cierran los ojos. Tengo que apartar la mirada para no retener más detalles, no quiero que ninguno de los miembros de esta villa se vuelvan familiares para mí, ni sus expresiones, ni nada que tenga que ver con ellos. Quiero recordar solo las ventanas, no su perfil, ni su cuerpo relajado con una pierna colgando y la otra doblada, ni cómo juguetea con sus dedos.

«Pues parece que no te está saliendo muy bien eso de ignorarlo».

«Cállate».

«Como tú quieras».

Las típicas conversaciones que cualquier persona normal tendría consigo misma.

—Lucile.

Dice mi nombre y recuerdo la canción que he escuchado mientras dormía. ¿De dónde habrá salido? ¿Por qué sigo en esta habitación después de que este engreído me haya hablado como lo ha hecho?

—Es Lu.

—Timmy.

Nos miramos. Sonreiría si él hubiese sido más amable.

—Bueno, Lu —me doy cuenta de que pronuncia el diminutivo con recochineo, enarcando las cejas—, no te quiero rondando por mi habitación.

Pongo los ojos en blanco. Lo que me faltaba por escuchar. ¿Para qué voy a regresar yo a su dormitorio sabiendo que él estará aquí?

—Entenderás que todos necesitamos nuestra intimidad, ¿no? —dice con tono condescendiente—. Que, oye, no es que me importe que vengas, pero no siempre estaré solo. Entiendes lo que te digo, ¿verdad?

—¿Traes chicas aquí?

No me contesta. Eso evidencia que sí.

—¿Y tu padre te deja?

Recuerdo a mi madre la vez que me encontró con un amigo en el sofá de casa. Por poco nos echa a los dos, escoba en mano. Se ve que Pierre es mucho más moderno y tolerante con ciertos temas.

Se encoge de hombros como única respuesta. Creo que me quiere decir que su padre no lo sabe. Pienso en chantajearlo, aunque luego me digo que no tengo ninguna necesidad. Que le vayan dando a Timothée. Que les vayan dando a todos.

—¿Tengo una habitación? —pregunto ignorando lo que me ha dicho.

—Al final del pasillo. Espero que la pintura de 1952 esté a tu gusto. Ah, y compartimos el baño. Mi padre tiene su dormitorio abajo y su propio aseo —me cuenta.

—¿Tenemos que compartir el baño?

—Sí. Bueno, espero que te duches, la verdad. Para eso hay agua corriente. A no ser que lo de la higiene no sea lo tuyo. En ese caso, tendremos un problema, porque también compartimos pasillo.

Quisiera matarlo. Y sería fácil. Solo tendría que acercarme hasta la ventana y darle un empujoncito. Uno pequeño que lo hiciera tambalearse y caer de culo en la hierba. Seguro que se le borraría esa mueca estúpida de la cara.

«Calma, Lu, no le permitas ganar».

—Pues claro que me ducho.

La sonrisa siguiente es una declaración de intenciones.

Me doy la vuelta para irme, no quiero regalarle ni un segundo más.

—Ah, Lucile.

Me detengo junto al quicio de la puerta. Acaricio la pared casi de manera instintiva. Siempre me han gustado las texturas y las sensaciones que se quedan en la piel. Para mi desgracia, creo que él se da cuenta de esta pequeña distracción. Mira mis dedos, que resbalan por el papel. Espero a que se burle o me haga alguna pregunta. Ya sé que soy rara. No sería el primero en recordármelo. No dice nada.

—¿Qué?

—El baño no tiene pestillo.

Parpadeo varias veces seguidas después de su comentario.

—¿Me estás tomando el pelo?

—No, solo te aviso para que no me espíes. O para que lo hagas, si te apetece. No sé. Lo dejo a tu elección. En la habitación no eres bienvenida, pero en el aseo sí.

Sí, definitivamente me está vacilando.

«Y tú estás tolerando que te vacile, idiota. ¿Te has olvidado la personalidad en Lyon?».

No le contesto nada, simplemente me voy.

Recorro el pasillo. Veo la puerta entornada del baño. Compruebo lo que acaba de decirme. En efecto, no tiene pestillo. Cojo aire y lo voy soltando poco a poco. He caído en picado, a partir de ahora debería ir hacia arriba, ¿no? Miro al techo, espero una respuesta o una señal divina que me confirme que todo va a ir bien. Por supuesto, nadie se digna a contestarme. En fin.

Mi habitación está a escasos metros de la de Timothée. Pared con pared, en realidad, por seguir con la estela de mi mala suerte. Lo único que me falta es que ronque o hable en sueños para rematarme.

Sobre la cama encuentro mi mochila, sábanas, toallas, un pijama que no sé de quién es y una linterna. No hay nada personal en esta estancia; es una habitación de invitados como cualquier otra, donde no se espera a alguien querido ni importante, sino a un visitante, alguien que está de paso. Como yo en esta historia.

Me quedo embobada mirando el papel amarillo de las paredes. Tomo asiento en el borde del colchón. De pronto, no se escucha nada. El dormitorio se emborrona cuando, unos minutos después, las lágrimas me resbalan por las mejillas. Todo va mal, lo siento, sin embargo, no sé explicar qué es.

Puede que sea yo.

El verano que inventamos la nieve

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