Читать книгу El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía - Страница 6
Prólogo
Оглавление1921, Villa dei Cardellini, Italia
En medio del invierno escucho el canto de los jilgueros a través de las paredes huecas. Con la mejilla apoyada sobre el cemento frío, las lágrimas se escapan mientras aprieto fuerte los ojos para que su rostro no se borre de mi memoria, como sí que se está yendo su voz. Es un intento fallido de no olvidar lo que los días se han llevado: parte de los recuerdos y de los anhelos. Sin previo aviso, todo tiene color de añoranza, un ocre desgastado que cubre el mobiliario de la casa, la ropa y las noches en vela.
Cada parte de él ahora me hiere en la piel. Aparecen cicatrices profundas que se abren desde dentro y florecen en la superficie solo cuando siento el regusto salado en los labios, en el paladar. Estoy llorando de nuevo. Desde que ya no está, la casa tiene un insoportable olor a soledad. Quien se pregunte a qué huele, diré que a polvo acumulado en la repisa de la chimenea, a hogar cerrado, a serrín, a café enmohecido, a pan quemado, a promesas que no se pueden cumplir.
—Beatrice.
Mi hermana ha vuelto a visitarme esta mañana. Viene a diario, y yo no puedo pedirle que deje de hacerlo porque sé que eso la heriría y la preocuparía mucho más de lo que ya lo está. Su corazón es de esa clase que se arrodilla ante el dolor ajeno, se postra y espera a ser reclamado en cualquier momento. Siempre he envidiado esa forma tan humana que tiene de comprender los silencios y la aflicción.
Me alejo de la pared en la que estaba apoyada y me aproximo a ella, que se encuentra en el umbral de la puerta, sosteniendo una bandeja con baci di dama, mis dulces favoritos. Le acaricio la cara y la beso en la frente. Se vislumbra una sonrisa en sus labios finos y algo violáceos a causa del frío hibernal.
—¿Cómo te sientes hoy? —me pregunta. Acto seguido, los ojos se le ensombrecen.
—Bien, bien.
La invito a pasar y tomo la fuente de metal de entre las pequeñas manos de Gianna. El moreno de su tez contrasta con la palidez de mis dedos al rozarse. No sé cuándo fue la última vez que salí a tomar el sol, aunque insiste en que lo haga a diario, incluso ahora que los días son más breves y la luz, menos templada. Quizá con la llegada del verano me anime a abandonar mi reclusión, este luto que nadie me reconoce porque él no era mi esposo. Mientras tanto, el frío me retiene junto a las brasas que se apagan, en esta estancia de la villa donde todo es más nítido que allí fuera.
Tomo una de las galletas con almendras y le doy un mordisco. Ella aparta las cortinas para que se alumbren todos mis callados demonios. Casi me encojo cuando los rayos de la mañana me ciegan. Incluso a varios metros de distancia, veo que se agarra a la gruesa tela de su vestido azul celeste y acaba repitiendo su súplica constante:
—Ven conmigo, Beatrice.
Niego con la cabeza y siento, una vez más, que se me revuelve el estómago solo de pensar en abandonar la villa. No es que yo no quiera marcharme, es que la casa no me lo permite. Tanto mi hermana como yo nos criamos en ella, era el hogar de nuestros padres y se convirtió en el mío cuando ellos fallecieron y Gianna se casó. Aquí íbamos a vivir Giulio y yo; aquí habrían nacido y crecido nuestros hijos. Quizá correrían entre los viñedos y las chicharras llenarían cada espacio con su canto.
—Prefiero quedarme.
—¿Hasta cuándo? —Sé que hace un esfuerzo por callar y no recordarme que él no va a volver, que es demasiado tarde para seguir aferrada al pasado que se pierde en la nieve cuajada del jardín delantero—. No me gusta que estés sola —añade.
—No estoy sola. Tú estás conmigo —le digo para que abandone las ganas de seguir atormentándome con su petición de irme a vivir con ella y su esposo—. Y tengo amigos.
—¿Qué amigos?
Me arrepiento de haberlo dicho porque, aparte de ella, nadie ha pisado esta casa en muchísimo tiempo. Las pocas amistades que tenía las fui apartando a medida que vieron que no me iba a convertir en lo que esperaban que fuera. Creo que mis amigas nunca comprendieron que tuviera la necesidad de escoger cómo quería vivir mi vida. Pese al esfuerzo que hice para que se dieran cuenta de que no era peor persona por no hacer lo que la sociedad esperaba de mí, ellas se distanciaron, convencidas de que no era normal pensar así, no estaba bien.
—Tienes… tienes muchos pretendientes, hermana. Una chica con tu belleza, tu forma de ser, tu herencia…, era de esperar que aprovecharan la oportunidad de cortejarte. —Saca el tema con la misma naturalidad de siempre, quizá porque Gianna también ha seguido los pasos de las otras mujeres de nuestro pueblo.
Quisiera decirle que no he elegido a ninguno de esos hombres, como sí sucedió con Giulio. Con él no hube de fingir ni mentir acerca de los extraños pensamientos que en ocasiones me asaltan, ni tuve que guardar silencio sobre mi enfermedad. Él sabía la verdad y no temía estar a mi lado. Ahora no estoy preparada para contarles a unos extraños los miedos que me asaltan.
—Prométeme que los recibirás. Por favor.
Le sonrío, aunque sé que la angustia debe de irradiar por cada comisura de mi boca. Me conoce demasiado bien como para engañarla con una mueca mal disimulada.
—¿Tanta prisa tienes por casarme? ¿Temes que no sea capaz de salir adelante sin un hombre? —Su expresión cambia y yo me arrepiento de haber sido tan brusca—. Puede que me cueste asimilar la vida sin Giulio, sí, no obstante, eso no significa que me haga falta otra compañía que no sea la mía propia.
Tenemos opiniones muy diferentes sobre lo que cuchichea la gente a mis espaldas, quizá por eso no puedo negarme del todo y acabo cediendo. Por ella. Solo por ella hago un esfuerzo y salgo de la burbuja que he creado a mi alrededor, porque, si bien a mí no me importa en absoluto lo que la gente diga de mí, soy consciente del daño que puede ocasionarle a Gianna los comentarios de sus vecinos.
—Está bien. Los recibiré. No pongas esa cara, por favor.
Da un par de saltos y se abalanza sobre mí.
—¡Gracias, Beatrice! Sabes que solo quiero que seas feliz, ¿verdad? No hay otra cosa en esta vida que desee más. Eres lo más preciado que tengo. Mi hermana, mi amiga y mi confidente, y te quiero con toda mi alma. Es que me mata verte así. Quiero que tengas todo lo que te mereces. Ni más ni menos.
Asiento mientras la rodeo con los brazos y, por un segundo, pienso en lo desgraciado que haría al hombre que tuviera que vivir a mi lado después de Giulio, pero también me doy cuenta de lo egoísta que soy permaneciendo aquí sola, cuando sé lo difícil de sobrellevar que es mi enfermedad. Para mi hermana no es sencillo cargar con una inquietud tan grande.
—Voy a estar bien. Te lo prometo —susurro entre sus rizos, tan oscuros como los míos. El olor a lavanda me transporta a años luz de este momento. Sigue preparando el mismo jabón que elaboraba nuestra madre, y una nostalgia callada me asalta y el vértigo se arremolina en la boca del estómago.
Cuando unos días después cedo a los deseos de Gianna y recibo en la villa a los jóvenes que se pelean por mí como una insignia de guerra, algo en mi pecho duele; quema al igual que la mecha de la vela que tengo junto a mi mano y que acerco a las yemas de los dedos una y otra vez. No puedo dejar de hacerlo porque es lo único que logra que me sienta lejos de estos desconocidos que me observan como quien mira a un objeto.
Me he esforzado durante la velada por complacer sus peticiones, por contestar a sus ruegos con buenos modales, por abandonar mi asiento y bailar en el salón cuando no tenía ganas. Reconozco que ha habido un rato en el que he notado la calidez de sus sonrisas y la estancia se ha llenado de aromas diferentes, donde la soledad no tenía cabida. La melodía que han entonado entre todos me ha arrancado una carcajada, la primera desde el año pasado, y eso también ha sido agradable.
Pero, sin previo aviso, llegan las sombras, que atraviesan las luces como puñales.
No sé en qué momento ocurre. Diría que después de la canción, puede que en el transcurso del baile. Hay algo que se quiebra en alguna parte de mí y noto la humedad en los ojos. Me enjugo las lágrimas con la manga del vestido antes de que puedan verme. Para apartar la mirada de ellos, me centro en las velas del candelabro, en la luz débil que desprende y que ilumina recuerdos muy vivos. Rozo el metal hasta que me aferro a él, con los dedos agarrotados. Me pregunto, y juro que es un pensamiento volátil, si podría ver a Giulio una vez más, en el caso de que la luz fuese más intensa. Mucho más que una vela, que dos, que tres. Una hoguera que eliminara la oscuridad de los párpados y lograra que los rasgos de su bello rostro volvieran.
No sé cuándo sucede. El fuego se extiende, lo primero que veo es una irradiación muy potente; lo siguiente, el humo, pero en ningún momento aparece él. No hay rastro de lo vivido juntos. Solo el pánico que nos invade a todos, porque estamos atrapados en la casa y no podemos escapar de las llamas que empiezan a adueñarse de la madera del suelo y de las vigas.
Nos morimos entre el humo denso y las llamas fulgurantes.
Soy incapaz de recordar cómo empezó el incendio ni por qué no logré salir nunca de aquel invierno gélido. Ya no puedo escuchar los jilgueros ni bañarme en la luz del verano que mi corazón tanto ansiaba. Aquí siempre hace frío y el tiempo pasa lento en la soledad de estas paredes. Tan lento que incluso olvido mi nombre. Vuelvo con una canción que me atrapa, pero me escondo otra vez. Son instantes que desaparecen con la misma rapidez con la que llegan. Sin embargo, cuando he ido quedándome dormida, alguien recorre la villa en un silencio infinito y, en ese paseo de pisadas amortiguadas, llena la casa de una tristeza tan grande que no lo aguanto y salgo de mi escondite para abrazar el invierno que trae consigo, porque, quizá, me recuerda demasiado al mío.