Читать книгу El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía - Страница 12

Capítulo 6

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Timothée está nadando con Martina cuando llegamos al lago. Entre chapoteo y chapoteo, sus labios se encuentran como en Besos robados de François Truffaut, la película favorita de mi madre. A Vittoria se le hunden un poco los hombros, pero no deja que la visión de ambos enredados en el agua le achante el ánimo. Saluda a todo el mundo y me presenta a Paul, Francesca, Alizée y Alexander. Me parecen simpáticos, aunque nunca se me han dado demasiado bien las primeras impresiones. Siempre termino equivocándome.

—Vamos a molestar un poco a esos dos —dice Alizée cuando ya hemos acabado con los besos y los apretones de manos—. Lo hacen a propósito, mientras el resto estamos aquí a dos velas. ¡Se van a enterar!

Todos la corean. Quieren interrumpir el momento romántico que está teniendo lugar en el agua. Una parte de mí agradece que estén ahí y no en la hierba. No esperaba que Timothée estuviera aquí. De hecho, me pregunto cómo es posible que haya llegado antes que nosotras. Se ha tenido que ir justo después de poner la canción en el tocadiscos.

Los chicos echan a correr hacia el lago y nadan en dirección a la pareja. Yo también me quito la ropa, no tanto porque me apetezca zambullirme con Timothée cerca, sino porque hace mucho calor y he sudado tanto que la camiseta y los pantalones se me adhieren a la piel.

Vittoria se sienta debajo de un árbol y bebe agua de una botella de cristal que llevaba en la mochila. Me la pasa y doy varios tragos que me refrescan un poco y me hacen recuperar el aliento.

—¿No vienes? —le pregunto.

—No, yo me quedo.

Tampoco se deshace de los pantalones largos y la blusa. Debe de estar asándose.

—¿Por qué? Seguro que el agua está fresca. ¿No tienes calor? Nos damos un chapuzón lejos de esos dos empalagosos y volvemos aquí, a la sombra.

—No, ve tú. Estoy bien.

Recuerdo un detalle importante. Las gafas.

—¿No te apetece bucear un poco?

—Lu, no insistas. Por favor.

Esta es la primera vez en lo que va de día que Vittoria no sonríe. Se me hace extraño, así que me acerco un poco más y me arrodillo frente a ella, creo que después de lo bien que se está portando conmigo lo menos que puedo hacer es devolverle el favor, si es que me lo permite.

—¿Qué te pasa?

Baja la voz cuando me contesta:

—Es que me da vergüenza.

Agacha la cabeza. Le rozo el mentón para que me mire a los ojos y no se esconda.

—¿Qué es lo que te da vergüenza?

—Desnudarme.

Tengo que leerle los labios para comprender lo que dice.

Pongo los ojos en blanco, mi expresión favorita, la cojo de las manos y tiro de ella. No pienso aceptar que se quede aquí pasando un calor infernal solo porque la sociedad le haya metido estúpidas ideas en la cabeza sobre qué cuerpos valen y cuáles no.

—No voy a consentir que te mueras de una lipotimia —digo teatralmente.

—No me voy a morir. —Se ríe mientras tiro de ella.

Creo que necesita que lo haga. Ella lo ha hecho conmigo esta mañana, en el estudio. Ha venido a tenderme una mano que me ha ayudado a no quedarme sola un día más.

—Levanta —insisto.

—Para, Lu —se queja.

Al final, logro que se ponga de pie, tirando e insistiendo. Cuando estamos una frente a la otra, le desabrocho el lazo de la blusa, la cojo por el bajo y se la saco por la cabeza.

Desde el lago nos silban. Los ignoro. Ella no sabe cómo.

—Esto es raro —comenta, sonrojada.

—Pues quítate tú la ropa. —Cruzo los brazos sobre el pecho—. No pienso nadar hasta que no vengas tú también.

—Es que yo prefiero quedarme aquí.

—Vale, pues me quedo contigo.

Me acuesto sobre la hierba un poco disgustada. Me hubiese gustado darme un chapuzón, lo reconozco, pero, si ahora me necesita aquí, voy a quedarme justo donde estoy hasta que se sienta preparada para verse como yo la veo; hasta que se atreva a dejarse llevar sin miedo a lo que los demás puedan opinar sobre ella.

«No estaría mal que tú también tuvieras la valentía de hacerlo».

—No tienes por qué quedarte, de verdad.

Ya no la escucho. Me he tumbado bocarriba. Permanezco así un buen rato, con los ojos cerrados porque los rayos de sol me ciegan. Sin darme cuenta, he empezado a tararear una canción que me encanta.

—¿Qué cantas?

Vittoria está a mi lado, apoyada contra el árbol, como unos minutos atrás, antes de que la obligara a levantarse. No la distingo bien, así que cierro los ojos otra vez.

Canto un poco.

—Michel Fugain —oigo cuando acabo.

No es Vittoria, por supuesto.

Me incorporo sobre los codos. Timothée está delante de mí, vestido solo con un bañador corto con motivos florarles. Es un espanto.

«Pero solo el bañador, ¿no?».

«Piérdete un rato, estúpida voz».

Se agacha y se sacude el pelo, y, como consecuencia de ello, me moja las piernas y el vientre. Tanto él como Vi se ríen ante mi cara enfurruñada.

—¿Qué haces?

—Solo es agua. Es que esta chica se enfada por todo. —Esto último se lo dice a Vittoria—. No hay forma de tenerla contenta.

Me percato enseguida de cómo lo mira. Lo quiere. Aparte de lo romántico, siente cariño por él. Debe de ser bonito que sientan algo así por uno.

Él se tumba a mi lado, de costado. Demasiado cerca para mi gusto. Lo observo, Timothée hace lo mismo conmigo. Por un momento, me olvido de que no estamos solos y me siento igual de vulnerable que en el baño. Tengo la sensación de que sabe exactamente en qué pienso.

Pienso en el suicidio de su madre, por eso soy incapaz de decirle nada.

Roza con un dedo mi mejilla y luego se relame, divertido.

Me ruborizo.

«¡Tendrá poca vergüenza! Esto me pasa por tonta y por dejarme convencer por Vi, que lo ha puesto en un pedestal como si se tratara de un ser celestial».

—¿Por qué no os bañáis? —pregunta entonces.

Por un instante, soy el príncipe que salva a la doncella en apuros.

—Vittoria no se encuentra demasiado bien y me he quedado a hacerle compañía —le digo—. He preferido entretenerla un rato.

—¿Y has pensado que amenizarle el malestar con tu voz desafinada era buena idea? —se burla él recordando que me ha sorprendido cantando.

—Mejor quedarse sorda por mi culpa que provocarle arcadas mientras vosotros os dais el lote —contraataco. No pienso dejarme ganar esta vez.

—Chicos, venga —interviene Vi.

Cuando nos miramos, ambos sabemos que acabo de ganar el primer asalto.

Timothée se arrastra por la hierba hasta llegar junto a Vittoria. Le pone una mano en la frente y mira hacia las copas de los árboles, de un verde tan intenso como el de sus ojos.

—No te habrá dado un golpe de calor, ¿no?

Ahora que la ha tocado sí que se lo va a dar. Intento no sonreír ante este pensamiento. Me doy cuenta de que a ella quizá le apetezca que me vaya. No tengo claro lo que quiero yo, así que opto por regalarle un momento de intimidad con el chico que le gusta.

—Ahora que estás tú aquí voy a… —Señalo el lago.

—Claro —asiente con una sonrisa malévola.

No me pasa inadvertido que me mira de los pies a la cabeza. Los dedos de los pies se me agarrotan. Me voy casi corriendo. Me tiro al agua, que está bastante más fría de lo que creía, pero nadar me relaja. Una vez más, el frescor pone fin al calor que siento por todo el cuerpo. ¿Por qué me hace sentir así? Le basta una mirada para desestabilizarme.

Me sumerjo y aguanto la respiración.

Debajo del agua solo se oye el burbujeo del oxígeno que va hacia la superficie. También se escuchan unas risas amortiguadas, gritos de cosquillas, el viento. Es una calma maravillosa en la que desearía quedarme hasta que me olvidara de lo que hay fuera. Aquí todo es más sencillo, menos angustioso.

Dejo de resistirme y floto hacia ninguna parte. Las ramas de los árboles no se mueven, cubren el lago y camuflan el agua de verde. Sé que esto no durará mucho, sin embargo, hay una belleza extraña en los colores, en los olores, en la música que resuena en mi cabeza.

Nado hacia el otro lado del lago, hasta la otra orilla, lejos de mis nuevos amigos. No quiero que piensen que soy una borde, como ha insinuado Timothée, solo soy una egoísta borracha del sol de la Toscana. Y quiero retener el sabor del agua en el paladar un poco más, que no me lo quiten las palabras vacías, ni las sonrisas forzadas, ni las preguntas innecesarias.

Camino entre los árboles, descalza. Me molestan un poco la tierra y las piedras, aunque pronto dejo de prestar atención. Solo se escuchan los pájaros, una pequeña rama que quiebra algún animal, el murmullo de un riachuelo que no sé dónde está.

Me siento sobre el tronco partido de un árbol. La corteza es áspera. Mi piel se acostumbra enseguida a la sensación. Acaricio la superficie y sé que nunca, dan igual los años que pasen, podré olvidar el hormigueo que se me instala en las yemas de los dedos.

—Aquí estás.

Me asusta cuando aparece entre los árboles.

—¿Es que no puedes dejarme sola ni un momento? ¿Te ha dicho tu padre que no me quites los ojos de encima o está entre tus aficiones ser mi sombra?

Niega con la cabeza y siento alivio. Lo último que le hace falta a este castigo es añadirle un canguro. Bastante tengo ya con ordenar todas mis emociones e intentar no convertir este viaje en la peor experiencia de mi vida. A lo mejor, si me concedieran un poco de espacio, como hace un momento, podría apreciar las cosas buenas que esconde este lugar.

—Me ha parecido raro que estés aquí sola. Además, no conoces bien la zona, si te internas demasiado en el bosque, podrías perderte.

Mi acto reflejo es poner los ojos en blanco y bufar.

—¿Bosque? Si hay cuarenta árboles a lo sumo, Timothée.

—¿Y qué haces entre estos cuarenta árboles, Lucile?

—Intentar encontrar un motivo para no tirarte este palo a la cabeza —espeto con una sonrisa tirante mientras le muestro el arma con la que lo acabo de amenazar.

—¿Y has encontrado alguno?

—Para lanzártelo, más de cien; para no hacerlo, ninguno.

Pierdo el segundo asalto cuando se me escapa una sonrisa tras su primera carcajada. Estamos empate ahora mismo y mi parte más competitiva no puede soportar que un engreído como Timothée la derrote.

—Tregua —pide—. Solo he venido a enseñarte un sitio.

—¿Qué sitio? ¿Un barranco desde el que empujarme?

—Todo lo contrario, te voy a llevar al prado de los amantes. —Enarca las cejas con la intención de provocar alguna reacción nerviosa en mí.

Maldito Timothée.

—¿De los amantes? —pregunto después de aclararme la voz—. ¿Por qué no se lo enseñas a Martina? Seguro que descubre nuevas partes de tu cuerpo a las que agarrarse. Si te sigue tirando del pelo igual que antes, a los treinta estarás calvo.

«Punto para mí».

Por un momento, pienso que pondrá cara de perro apaleado, pero, dado que no he respetado la tregua, me devuelve el golpe y volvemos a estar en tablas.

—Ya se ha agarrado a todo, tú por eso no sufras. Lo de la alopecia me preocupa más. A lo mejor, si me das un beso en la cabeza, evitamos el desastre.

Se acuclilla frente a mí.

—¿Y por qué iba a funcionar una cosa tan absurda?

—Encima que te lo pongo fácil para que me huelas el pelo y desaprovechas una oportunidad como esta. —Se lo está pasando genial a mi costa. No hay más que verlo—. En fin. Vamos, ven conmigo.

Echa a andar, pasa por encima del tronco y continúa hacia el interior del bosque.

Lo sigo a regañadientes.

—¿Adónde vamos?

—Ya te lo he dicho, al prado de los amantes.

Teniendo en cuenta que no me queda más alternativa que obedecerlo y seguir sus pasos, acabo viendo el sitio en cuestión: un claro rodeado de abedules, donde la luz se cuela como si lo hiciera a través de una vidriera de colores.

—¿Aquí traes a las chicas? —pregunto tras recorrer el paraje con los ojos.

—A veces.

No esperaba que contestara sin más.

—El prado de los amantes —repito recordando sus palabras—. He de reconocer que es más bonito de lo que esperaba. Aunque pierde cierto encanto al pensar en cuánta gente debe de haberse metido mano aquí.

Timothée asiente mientras da una vuelta en silencio. A los pocos minutos, se tumba justo en el centro. No sé si espera que haga lo mismo. Me limito a cambiar el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. A decir verdad, no sé qué narices hacemos aquí cuando deberíamos estar con los demás o, por lo menos, no habernos ido solos. Su novia ya me ha echado una mirada de pocos amigos al llegar, no voy a ser yo quien se enfrente a ella después de irnos los dos adonde ellos se deben de haber quitado la ropa en más de una ocasión.

—No te quedes ahí, Lucile. Haz el favor de venir a tumbarte. No te voy a morder.

—¿Y lamer?

Se ríe a carcajadas ante mi oportuno comentario. Ya no puedo fiarme de que no haga alguna de las suyas. No me preocupa tanto lo que pueda hacer, sino la reacción que puede despertar en mí. Tampoco quiero dejarle un ojo morado.

—Qué rencorosa eres, solo te estaba dando la bienvenida. En algunas culturas se lamen para mostrar la hospitalidad y las buenas intenciones—me explica.

—¿En qué culturas?

Me acerco y me arrodillo sobre la hierba. Él abre un ojo. Primero mira el escote del bañador y, a continuación, vuelve a cerrarlo.

—En la de los felinos, por ejemplo.

No sé por qué he creído que hablaba en serio, si viniendo de él tendría que haberme esperado cualquier cosa. Lo que me sigue intrigando es su capacidad de sobreponerse a todo lo que debe de haber sufrido con la pérdida de su madre. Yo no sería capaz de estar tan bien como él parece estarlo.

—¿También lames a Domenico? —Juego con unas briznas de hierba para no sentir el impulso de contemplar su perfil sereno bajo el sol—. ¿A Vittoria y compañía?

—Por supuesto que sí, pero ellos no se ponen tan nerviosos. Tú sí lo haces.

—Yo no me he puesto nerviosa. Ha sido asqueroso y ha estado totalmente fuera de lugar —expongo, enrabietada, aunque no se ha equivocado en absoluto.

—Va a resultar que sí que eres una señorita después de todo. Intentaré no ofenderte de ahora en adelante con arrebatos de afecto semejantes a ese. Entiendo que no debe de ser fácil resistirte a mis encantos.

—¿Te das cuenta de que eres un vanidoso?

—Forma parte de mi encanto, supongo.

Cuando se pone así me desespera.

—A Alexander le gustas —suelta de pronto—. Lo ha dejado claro ante los demás, no vaya a ser que nos adelantemos. Igual que si fueras un juguete que puede pedirse primero. Me ha parecido de muy mal gusto.

Aunque no entraba en mis planes gustarle a nadie este verano, me halaga pensar que se ha fijado en mí, pero las palabras de Timothée le quitan toda la magia a la situación. Al instante, deja de importarme, y lo digo en voz alta para escudarme de cualquier plan que tramen para dejarnos a solas.

—No me interesa.

—¿Alexander o cualquier otro?

—Ni él ni los demás.

Sé que entiende que ese los demás lo incluye. Lo veo sonreír. Tiene los brazos detrás de la cabeza y mantiene los ojos cerrados. Toma aire con mucha calma y el pecho sube y vuelve a bajar. Empiezo a sospechar que su calma nace del estrés ajeno.

—¿Y por qué no? Tienes diecisiete años. Que te interese es algo normal.

—¿Por qué siempre me hablas como si tú fueras un adulto y yo, una niña? Tenemos la misma edad.

—¿La tenemos?

Me quedo en silencio, ¿y si cuando el Novio dijo que tenía un hijo de mi edad no significaba literalmente que tuviese mi edad?

Lo miro de arriba abajo, no puede ser mayor que yo. No lo parece, al menos.

—¿No la tenemos? —pregunto.

—Sí que la tenemos —corrobora—. Aunque yo ya he cumplido los dieciocho. Y puede que no tenga nada que ver con los años, pero parece que tengo algo más de experiencia que tú en algunas cosas. En otras me das mil vueltas.

—¿En cuáles?

—Tampoco quiero que se te suba a la cabeza, mejor me lo guardo para mí —argumenta y deja escapar un bostezo que se me pega de manera automática.

—No te aguanto.

—Lucile, decirme eso es feo. Un día de estos seremos hermanos. Es nuestra obligación llevarnos bien cuando eso ocurra. Trabajar en esta relación es necesario. —Sé que está exagerando y que no tiene ninguna intención de contribuir a que no haya más rifirrafes entre los dos.

—¿Hermanos?

—Nuestros padres se quieren, es evidente que van a formalizar esto, aunque tú no quieras verlo. Marie me ha contado que no estás de acuerdo con su relación.

Marie es mi madre.

—¿Y qué más te ha contado Marie? —pregunto con cierto recelo.

—Muchas cosas.

Eso me da rabia. No quiero que hablen de mí como si fuese el bicho raro de la casa. No me apetece que sepan nada que yo no haya querido contarles. ¿Por qué los padres se creen con el derecho de airear los secretos de sus hijos como si no tuvieran ninguna importancia? ¿Acaso no se dan cuenta de lo mucho que nos hieren haciéndolo?

—Tú y yo no seremos hermanos —le digo.

—Entiendo que no quieras que lo seamos.

Esto me sorprende viniendo de él, que parece apoyar a muerte la relación de mi madre y su padre. Me aferro a la esperanza de que quizá en él encuentre un aliado y podamos hacer ver a nuestros respectivos padres que no están hechos para compartir la vida. Entonces ellos se quedarán tan felices en París y mamá y yo volveremos a nuestra anterior rutina en Lyon.

—¿Sí? ¿Lo entiendes?

—Claro. Sería todo mucho más difícil de lo que creemos. —Hace una pausa. Se tumba bocabajo y me observa bastante serio—. Imagínate lo que sería vivir todos juntos en la misma casa.

No me lo quiero imaginar, la verdad.

—Tendríamos que compartir el baño todos los días, dormir pared con pared, Dios sabe durante cuántos años, encontrarnos desnudos de vez en cuando… No sería fácil que te resistieras a mí.

Por supuesto, me estaba tomando el pelo. Se echa a reír tan fuerte que algunos pájaros salen de entre los árboles, igual que yo intento recorrer el camino de vuelta para alejarme de él. No me puedo creer que haya sido tan insensible con un tema que me molesta tanto. La empatía no es lo suyo, desde luego; conmigo, por lo menos, no lo demuestra.

Me alcanza a los pocos pasos. Me coge de la muñeca y tira de mí en su dirección.

—¿Por qué siempre te enfadas? Solo era una broma.

—Pues deja de hacer bromas con el tema de nuestros padres y con el supuesto deseo que siento por ti. No me gustas. No eres mi tipo. Solo eres un chico del montón con aires de superioridad que intenta camelar a todas las chicas para sentirse mejor consigo mismo.

—Eso ha sido cruel incluso viniendo de ti, Lucile.

Me suelta.

No me mira al pasar por mi lado, se adentra entre los árboles y desaparece.

Voy detrás. Oigo sus pisadas delante, pero no lo veo. Está a varios metros de mí, y casi es mejor así. No me apetece encararme con él. Prefiero que guardemos las distancias.

Cuando llego a la orilla, él ya está nadando hacia el otro lado. También salto al agua un par de minutos después de serenarme. ¿Me habré pasado? ¿Se ha molestado de verdad? Empiezo a sospechar que sí con el transcurso de las horas, ya que no me dirige la palabra ni una sola vez, no me mira y no me propone que nos marchemos juntos pese a que vamos en la misma dirección. En lo que queda de día, se dedica a meterle mano a Martina y a dejar que ella lo bese con vehemencia.

¿Es que no se ha dado cuenta de que le gusta a Vittoria?

Ella no dice nada, finge que juega a las cartas con Paul. Y, al final de la jornada, no se ha bañado en el lago. ¿Por qué habrá traído las gafas si ni siquiera se ha mojado los pies?

Alexander se acerca a mí, me hace preguntas, me cuenta cosas de su vida en Toulouse. Yo lo escucho, pero no dejo de pensar en lo que me ha dicho Timothée: tiene otras intenciones. Yo no las tengo. Me parece un chico simpático, agradable incluso, sin embargo, no quiero volver a enamorarme de nadie. Nunca. El amor es donde va a morir la felicidad. Y ahora ni siquiera tengo ninguna felicidad que matar.

—¿A qué se dedica tu madre, Lucile? —indaga con aparente interés.

—Es cardióloga.

—¿Y tu padre?

Mi padre es el último tema que quiero tratar.

—Es conductor de ambulancias.

Y un mentiroso.

—¿Y cómo se conocieron vuestros padres? —nos pregunta a los dos.

No es que no quiera contestar, es que desconozco cómo sucedió. Nunca he permitido que me lo cuenten. No he querido saberlo. Ignorar lo sucedido es una forma de alejarme de ellos, de no asimilar que toda mi vida va a cambiar el día en que Pierre formalice todavía más la relación con mamá. Soy incapaz de imaginar un futuro en el que lo encuentre en el salón de casa, tecleando en su máquina de escribir.

Timothée toma la palabra y es la primera vez que me alegro de que intervenga.

—En una cafetería. Mi padre le derramó un café encima sin querer. Le prestó una camiseta que llevaba en el coche y se llevó la blusa de ella a la tintorería. Quedaron unos días después… ¡y aquí estamos!

Lo escucho más embelesada que el resto, sobre todo, porque es algo que me afecta de cerca. Forma parte de mi maldita vida por mucho que me empeñe en ignorarlo.

—Qué bonito —oigo decir a Martina.

Lo besa en los labios.

—¿Te acuerdas cómo nos conocimos nosotros?

—Refréscame la memoria —le pide él, con mucha malicia en la voz.

—Bailabas en medio de la multitud con tus amigos. Me acerqué y te cogí de la mano para llamar tu atención y que me vieras.

Le coge la mano con delicadeza.

—La coloqué en mi cintura.

Reproduce todo lo que dice.

—Te pasé la otra alrededor del cuello y te besé. Sin más. No sabía ni cómo te llamabas.

Me deja fuera de juego. Yo jamás me hubiese atrevido a hacer algo así. Por la mirada que me dedica Vittoria, me percato de que ella tampoco. Nos sonreímos mutuamente. Ella me coge de la mano y agradezco este contacto con alguien a quien parezco caerle bien tal y como soy. Pese a que aún no me conoce.

—Mi padre nos espera para cenar —me dice Timothée media hora después.

No he cenado con ellos aún, y sé que no puedo posponerlo para siempre.

Me levanto, me visto y hago ademán de preguntarle si nos vamos, pero, antes de que me dé la oportunidad, veo que besa con ímpetu a Martina, se sube en su bici y se marcha.

—¿Qué le pasa?

Vittoria espera que le resuelva la duda. No sé cómo hacerlo, por lo que acabo haciendo una mueca con la boca que no significa nada.

—¿Tú te vas?

—Yo me quedo un poco más.

Frunzo el ceño. Todos nos marchamos menos ella, ¿por qué querría quedarse aquí sola?

Cojo la bicicleta y me despido de todos con la mano.

Cuando al fin nadie me mira, cuando estoy sola de nuevo, reparo en que estoy preocupada por algo y no sé qué es, pero logra empañarme los ojos y hacerme llorar mientras atardece.

El verano que inventamos la nieve

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