Читать книгу El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía - Страница 9

Capítulo 3

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Antes de que salga el sol, ya estoy hambrienta y no hago otra cosa que dar vueltas en la cama y aporrear el duro colchón con los puños. Anoche bajé a cenar, pero las risas del salón me hicieron volver a subir los peldaños de las escaleras. Ahí abajo había demasiada complicidad, en la que no encajaba, además, tampoco me sentía preparada para disimular y hacer ver que no me importaba que ellos dos se tuvieran el uno al otro y yo fuera solo un estorbo, alguien a quien no tenían más remedio que soportar.

El Novio subió poco después; lo sé porque tocó a la puerta. No le contesté ni siquiera cuando pronunció mi nombre al otro lado. Sabía que no se daría por vencido tan fácilmente, así que apagué las luces y fingí que dormía. Después se marchó y permanecí en la cama hecha un ovillo, mi posición favorita de defensa contra las emociones humanas. Estaba muy enfadada y no podía remediarlo por más que intentaba comprender a qué se debía todo ese resquemor. Di vueltas entre las sábanas, tantas que estas acabaron enredadas entre mis piernas.

El estómago se queja. Llevo muchas horas sin comer nada y de las galletas del autobús no me queda ni el recuerdo, por eso a las cinco y media de la madrugada me visto y recorro la casa en silencio en busca de comida. Es tan ridículo que reconozco que se me escapa una risita. Siento como si estuviera preparándome para robar. Hay cierta emoción en intentar no ser descubierta, que todos sigan durmiendo.

Llego hasta la habitación de Timothée en tres grandes zancadas. Ha dejado la puerta entreabierta, cosa que yo nunca hago. No me asomo, aunque una pequeña parte de mí se siente tentada a echar una ojeada. Reprimo este estúpido deseo. «Sí, Lu, porque es estúpido, casi tanto como tú por haber huido a tu habitación sin cenar». Lanzo un manotazo al aire para que la estúpida voz de mi conciencia termine de atacarme de esta manera tan vil.

Estoy a punto de seguir caminando cuando un ruido sordo me sobresalta. Llega desde el final del pasillo, alumbrado por la luz lunar que se cuela por la ventana. He pegado un salto que ha resonado más de lo esperado, y miro espantada hacia todas partes por si alguien tiene el sueño ligero y se ha despertado.

Cuando me relajo, me doy cuenta de que debe de haber sido la corriente la que ha cerrado la puerta del baño. Vuelvo sobre mis pasos casi de manera instintiva. Camino despacio por el pasillo que lleva al cuarto de baño. Tanteo las paredes para no darme de bruces con alguna cosa, aunque tampoco hay ningún objeto que me entorpezca. Para cuando llego al aseo, la puerta está abierta.

Palpo la pared interior a ciegas. Busco el interruptor de la luz hasta que lo alcanzo y se enciende una pequeña bombilla titilante en el techo. Me asusta la sombra del albornoz que hay colgado en el perchero y que se muestra oscura sobre la pared que tengo en frente. Otro brinco incontrolado y un grito ahogado.

—¿Qué demonios…? —digo tras echar una última ojeada. Apago la luz, cierro y retomo mi camino hacia la cocina. Es normal que en una casa tan antigua como esta haya ruidos, sombras y paredes que parezcan que vayan a venirse abajo.

Mientras desciendo las escaleras, solo se escuchan mis pisadas sudorosas sobre el suelo. El crujido de la madera primero, después, en el piso de abajo, la piel hace ventosa con las baldosas resbaladizas. Ese sonido me tranquiliza. A ratos se ve amortiguado por los grillos, por el ulular de algún ave nocturna, por los primeros piidos de los pájaros en la mañana. En otros momentos, es lo único que se oye: piel y suelo.

Hay algo en este instante que me pertenece solo a mí, que logra que olvide la rabia. Sé que no será permanente, que bastará una mirada, una palabra, cualquier cosa para alejarme una vez más. Apartarse es sencillo; dejar que se acerquen es lo complicado. Eso me ha dicho siempre mi madre, que tiendo a esconderme incluso estando rodeada de gente. Me encojo hasta desaparecer y, cuando me he quedado fuera del alcance del mundo e intento volver, ya no sé cómo hacerlo.

Entro en la cocina, que encuentro de casualidad porque ayer no llegué a trastear esta parte de la casa. Abro la nevera. Hay zumo, leche y fruta. En la despensa localizo algo de pan duro. Después de beberme un vaso de leche, cojo una manzana y salgo fuera.

Aún no ha salido el sol y ya se percibe el calor que va a hacer durante el día. Me siento en el balancín que vi cuando llegué, ese en el que se replegaban las enredaderas. No quiero pensar en nada y no sé cómo voy a lograrlo durante ocho semanas. Este es mi castigo por no ser lo que ellos quieren. «Tú no eras así», suele decirme mamá. A veces me gustaría gritarle que es normal que una persona no sea la misma toda su vida, que se merece cambiar, aunque se deba a razones demasiado dolorosas.

Me resulta tedioso pensar que voy a estar aquí incomunicada, repitiendo cada día la misma rutina, aguantando a el Novio con su bigote ridículo mientras intenta ser mi amigo. Por no hablar del idiota de su hijo, porque sí, lo es, un imbécil de mucho cuidado con aires de fanfarrón. El único que me cae bien de momento es Domenico, y, creedme, eso no es un alivio, porque un señor de sesenta años no creo que tenga intención alguna de escuchar las luchas internas de una adolescente atolondrada como yo.

Aquí no hay nadie de mi familia.

Aquí no tengo nada.

Bella —susurra una voz rasgada desde las sombras.

Casi me atraganto con la manzana cuando lo veo frente a mí.

Ni siquiera me he dado cuenta de que alguien había salido de la casa. Timothée debe de haberlo hecho por la entrada principal. Lleva puestos unos pantalones cortos, una especie de jersey de manga larga y unas deportivas. Y me ha llamado bella. O eso me ha parecido escuchar. En el caso de que mi oído no me haya fallado, lo primero que pienso es que muy probablemente sea bipolar.

—¿Qué haces despierta tan temprano?

Se agacha y se ajusta los cordones de la zapatilla. Coloca un pie sobre uno de los escalones y apoya un codo en la rodilla. Parece cómodo, relajado, como si nos conociéramos desde hace muchísimo tiempo y no le molestara en absoluto la nula confianza que hay entre los dos. Las personas extrovertidas siempre me han parecido de otra especie.

—Ah, ya veo. —Se fija en la manzana—. No te salió bien la jugada, ¿eh?

Sonríe igual que ayer, provocador. Creo que sabe que lo es. Es más, diría que le gusta esa actitud de prepotencia que le hace sonreírme como si ya hubiese plantado bandera en un territorio por conquistar. No sabe lo equivocado que está, lo lejos que se encuentra de pisar tierra firme, porque conmigo va a ir en un barco a la deriva.

—¿Qué jugada? —pregunto.

—La de no bajar a cenar. Me pareció bastante inmaduro por tu parte esconderte en tu habitación. ¿Cuántos años tienes que te comportas como una cría?

Me mosqueo, lo noto no solo por dentro, sino también en la tirantez de la cara.

—Estaba durmiendo —le digo—. Y tengo diecisiete, ¿cuántos tienes tú? ¿Tres añitos? —Las dos últimas palabras las pronuncio con voz de bebé, lo que le provoca una carcajada que le sale de lo más profundo de la garganta.

Sei l’unica bambina, Lucile6.

¿Es que todos saben hablar italiano aquí? ¿Da por hecho que yo también?

—¿Qué?

—Me voy a dar un buen paseo. Te dejo que sigas zampando. Ciao!7 —Se despide con la mano igual que en el servicio militar, cuadrándose como un soldado.

Cumple con lo que dice. En un abrir y cerrar de ojos, se ha esfumado por arte de birlibirloque. Me quedo hecha un manojo de nervios. Ha roto la calma; esa calma de baldosas, pájaros y brisa. De repente, ha parecido que otra puerta se cerraba de golpe en algún lugar de la casa y se rompía el equilibrio. Cuando eso sucede, el caos es atronador. Algunos nos hemos acostumbrado a abrazarlo, pero a veces la quietud es más agradable, a pesar de que estemos menos acostumbrados.

Mientras veo clarear el cielo, caigo en la cuenta de que sé pocas cosas de el Novio, sí, pero menos aún de su hijo. «¿Y para qué quiero saberlo?». Es mi subconsciente que me regaña por dedicarle tiempo al insolente de Timothée. «Sabes que tengo razón». Mi voz interior suena en estos momentos a señora que ha fumado mucho en su vida. Me percibo áspera conmigo misma y no solo con el resto de la gente, parece que haya dejado de aguantarme, que esté cansada de la nueva Lucile, esa que tanto aborrecen mi madre y el resto del mundo.

Acabo de comer. Lo hago a desgana porque se me ha cerrado el estómago. Me balanceo un rato en el columpio y tarareo una canción que me gustaba escuchar cuando era pequeña. La bailaba subida a los pies de mi padre. Veo amanecer. Veo cómo se despiertan las nubes y se desperezan con lentitud al tiempo que el maullido de dos gatos se va aproximando a mí. Suenan a bostezo reprimido. Uno aparece sobre el muro. Se sienta y me observa, igual que hizo ayer. No tardo en reconocerlo: su pelaje oscuro, sus ojos brillantes y esa expresión de mal genio que tiene en su cara regordeta. Es al único a quien puedo sonreírle con sinceridad. Él no me juzga, pero también acaba yéndose. Igual que se van las estrellas, la luna, la noche.

Preparo una lista mental de cosas que podría hacer durante el día. Mi subconsciente también traza otra: la del perdón. Perdonar es mi gran tarea pendiente y el listado, por desgracia, tiene varios nombres escritos. Los aparto a manotazos. Rompo el inventario en pedacitos muy pequeños y le prendo fuego. Mejor centrarme en las cosas cotidianas que sí que puedo llevar a cabo sin echarme a llorar o sin amenazar a alguien con el puño en alto.

Lo primero es darme una ducha, apesto, lo último que me apetece es que Timothée se pavonee por la casa diciendo que no hago uso del cuarto de baño. Además, considero que ahora es la ocasión perfecta, teniendo en cuenta el contratiempo del pestillo. No sé si llego a ruborizarme al recordar que alguien, en concreto él, podría entrar de repente, lo que sí sé es que me arden ligeramente las mejillas.

Vuelvo al piso de arriba, cojo una muda limpia, voy al baño. Me deshago del pijama, me meto en la bañera y me ducho tan rápido como puedo. Tengo la sensación constante de que alguien va a tirar del picaporte. Esto en casa no me pasaba. Vivir con mamá tiene sus ventajas, entre otras, que trabaja mucho y que las puertas llevan pestillos incorporados. Estoy demasiado acostumbrada a estar sola y a permanecer a salvo en un sitio cerrado donde nadie pueda ver lo que hago y, sobre todo, cómo me siento. Sin embargo, en la Villa dei Cardellini no parece que vaya a conseguirlo. Todo el mundo se expone sin temer nada y eso me asusta.

Salgo de la bañera, me seco con una de las toallas que han colocado sobre mi cama —imagino de quién se trata, pese a que no me haga gracia decirlo—, me pongo la ropa interior, unos vaqueros cortos y anchos y una camisa de manga corta que se anuda a la altura del ombligo. Me peino la melena rubia hacia atrás y colocó los mechones rebeldes detrás de las orejas. Cuando acabo me doy cuenta de que lo más interesante que he hecho en lo que va de mañana ha sido tener un encontronazo con Timothée. Pues sí que están bien las cosas por aquí, ¿no?

Vuelvo al dormitorio arrastrando los pies con toda mi desgana. No sé dónde tengo que depositar la ropa sucia, así que, por el momento, la coloco sobre una silla que hay junto al armario. Me asomo a la ventana y me quedo así tanto rato que, cuando veo a Timothée llegar corriendo por el camino, se me ocurre mirar la hora. Son casi las siete. Casi las siete y ya he hecho todo lo que había en mi lista. Reconozco que lo de entretenerme sola nunca ha sido mi fuerte. ¿Es contradictorio? Pues sí. Soy incapaz de estar con personas, pero tampoco he aprendido a no necesitarlas. A lo mejor la bipolar de los dos soy yo.

Me aparto de la ventana antes de que él me vea. No me apetece que piense que lo estoy vigilando, sería capaz de insinuarlo después de acusarme de haber rebuscado entre sus objetos personales. Lo conozco poco, sin embargo, algo me dice que disfruta bastante fastidiando a todo aquel que se ponga en su camino.

Cierro la puerta del dormitorio, porque pasará por delante cuando vaya a la ducha. Me tumbo en la cama, bocarriba, con las manos cruzadas sobre el pecho. El techo se me queda corto después de recorrerlo de esquina a esquina cuatro veces. Me reincorporo de un salto. Vuelvo a tumbarme. Otra vez, sentada. Cojo impulso y me echo hacia atrás. Elevo las piernas y pego las puntas contra la pared. La postura me relaja mientras intento encontrar otro entretenimiento.

Cierro los ojos. Hace mucho que no dibujo. Eso podría distraerme.

Suspiro.

Saco de la mochila el bloc de dibujo y el estuche metalizado. Mi madre me enviará una maleta grande con mis cosas, aunque dudo que eso me ayude a disfrutar más del verano, va a estar llena de mis libros de texto porque debo estudiar para recuperar todas las asignaturas que he suspendido.

Cierro al salir de la habitación. Ya en el pasillo, oigo correr el agua en la bañera. Me quedo parada un segundo. Hay una sombra alargada en el suelo que acaba desapareciendo. ¿Qué ha sido eso? Voy hacia una de las ventanas. Está abierta, como todas en esta casa. Me asomo. Qué extraño… No veo ningún árbol frente a ella ni nada que pudiera haberla proyectado. ¿Un pájaro que volaba cerca? No parecía un animal. Aunque ha sido tan rápido que no me ha dado tiempo a contemplar mejor la figura.

«¡Lucile, por Dios!», la voz de la señora fumadora me amonesta, así que me dejo de conjeturas estúpidas y camino en dirección a las escaleras. Tengo la cabeza demasiado saturada para pensar con claridad. Ya se sabe que, en cuanto una se aburre, la imaginación juega en su contra para mantenerla despierta. Es un instinto de supervivencia que me ayuda a no enloquecer.

Al pasar por delante, me percato de que la puerta de Timothée está abierta. Otra vez. No puedo dejar de fijarme en ese detalle tan insignificante para los demás y tan importante para mí. No tiene nada que ver con ningún trastorno obsesivo compulsivo, solo es una cuestión de seguridad. Quizá él no tema mostrar sus debilidades, y, si eso es cierto, siento mucha envidia de la facilidad que tiene para no guardar secretos.

—No lo hagas —susurro.

Es un consejo para mí misma. Pese a la advertencia, me asomo un segundo. Todo lo que ayer había en el escritorio está perfectamente recogido hoy. La cama sigue deshecha. Sobre ella hay una camiseta roja a rayas y un libro abierto que me muero por curiosear. «Solo sería un segundo, miraría el título y me iría».

Me voy antes de que Timothée pueda oler siquiera mi presencia. No me gustaría que sospechara que he estado rondando su dormitorio, lo usaría en mi contra. Bajo las escaleras de dos en dos, a pequeños saltos. Antes lo hacía a menudo, ahora he perdido agilidad y se nota en las piernas y en los tobillos. Salgo de la casa y voy directa hacia la fuente. Hace demasiado calor y me apetece ponerme un rato a remojo.

Me siento enfrente de la estatua, en el lado opuesto de la piscina. Justo en el borde. Sumerjo los pies y me coloco el bloc sobre las piernas. El metal del estuche hace un ruido que me resulta familiar cuando lo abro. Antes lo llevaba conmigo a todas partes, sigo haciéndolo, en realidad. Fue lo primero que guardé en mi mochila de viaje, solo que ahora me da más apuro usar el carboncillo y los colores.

Al principio, no me atrevo a pasar las páginas. Hay decenas de rostros de personas. Mis personas. Abro el bloc por una página que sé que está en blanco. Cojo un carboncillo y trazo líneas rectas, líneas curvas para darles forma a los labios del busto, los ojos, las ondas del pelo. Olvido qué me hacía sentir tan pequeña un segundo atrás. Sobre el papel, cada garabato es un camino que me aleja de lo que me oprime. Me ayuda a respirar.

Estoy tan lejos de la villa que tardo en darme cuenta de que alguien ha puesto música; no una cualquiera, sino la canción que escuché el día anterior mientras dormía y que ahora reaparece desde alguna parte de la casa. Saco un pie del agua y me giro hacia las ventanas abiertas. Dejo el bloc sobre el césped, junto al estuche. Me levanto y voy de un lado a otro. Cuanto más me acerco a la casa, más la oigo. Y después la voz de la canción, voz de mujer, letra en italiano, se entremezcla con la voz grave de un hombre. Esa sí que descubro de dónde viene.

Domenico está junto a la viña y yo me acerco sin hacer ningún movimiento brusco. Siempre he pensado que el ser humano se asusta mucho más que los animales cuando alguien invade su espacio vital.

Canta a pleno pulmón, baila con un racimo de uvas en las manos y eso me hace sonreír.

Buongiorno, Domenico8.

Buongiorno, signorina Lucile!9

Pronuncia mi nombre como Luchile. Me gusta.

—¿De dónde viene la música? —pregunto.

—Del signorino Timothée —me contesta al tiempo que sigue bailando con una figura imaginaria—. Pone música todas las mañanas desde que era pequeño. Su madre solía hacerlo y ahora él ha heredado esa bonita costumbre.

—¿Y qué canción es esta?

Signorina! —exclama casi ofendido, hace un gesto juntando todos los dedos de la mano derecha y repite el movimiento como si se llevara algo a la boca—. Il cielo in una stanza, de Gino Paoli.

—Pero si canta una mujer.

—Sí, Mina. Hay muchas versiones, signorina. Ma questa è la più bella10.

No sé mucho sobre música italiana, así que me gusta descubrir el entusiasmo con el que sigue cantando estrofas a pleno pulmón.

—¿Quiere probar las uvas? Están un poco ácidas aún, pero en unas pocas semanas estarán dolce, dolce11.

Me acerco y arranco un par de uvas del racimo. Sí que están ácidas. Aun así, me gustan. La canción prosigue unos pocos segundos más y, a continuación, empieza a apagarse. Se apaga del todo. No se vuelve a escuchar nada más en los siguientes minutos.

—Domenico, ¿aquí la gente joven qué hace? —me atrevo a preguntar.

—Vivir, Lucile.

Niego con la cabeza al tiempo que me río. Me apoyo en la verja e insisto.

—¿Hay más gente de mi edad en la zona?

No es que sea una persona muy social, vaya, pero no sé si seré capaz de estar tantos días sin hablar con nadie y, aunque sé que el Novio se mostraría encantado de que cediera y nos pasáramos el día compartiendo confidencias como dos colegialas, eso no va a pasar.

—Los jóvenes van al lago, hacen excursiones con las bicicletas, salen a bailar.

—¿A bailar? ¿Dónde?

—Al pueblo, signorina. El signorino Timothée va mucho. Puede ir con él.

Quiero decirle que antes me tiro por la ventana que ir con él a ninguna parte. No lo hago porque no quiero parecer borde, por eso y porque me da la sensación de que, por ahora, Domenico es mi único amigo aquí. No puede peligrar el poco contacto humano del que voy a disfrutar durante estos dos meses.

—Mi sobrina también suele ir. Puede acompañarla.

Siento una sacudida de alegría. Asiento con vehemencia. Debería decirle que, en realidad, estoy castigada y que tengo que estudiar para recuperar las asignaturas pendientes, pero sería dar demasiadas explicaciones, y algo me dice que esto tampoco lo disuadiría de que me fuera a vivir la vida loca y a disfrutar de mi juventud.

—Voy a volver.

Señalo hacia la piscina.

—Claro, dai, dai!

Se despide con la mano.

Cuando llego al borde de la piscina, el estuche está justo donde lo he dejado, pero no hay ni rastro del bloc.

—¿Qué?

Me asomo incluso a la piscina, no vaya a ser que se haya caído dentro, aunque hoy no sopla el viento, ha amanecido un día sereno y muy soleado, demasiado para mi gusto.

Giro sobre mí misma hasta que, a lo lejos, a unos treinta metros, veo la misma silla de ayer, contra otro ciprés. Timothée está sentado y sostiene el enorme bloc entre las manos. Pasa las hojas como si le pertenecieran.

Me apresuro y voy en su dirección como una fiera que acabara de ser liberada.

—¡Eh! —le grito.

Sé que me oye, a pesar de que no se digna a mirarme hasta que no estoy frente a él. Se baja un poco las gafas sobre el tabique nasal y me observa por encima de sus pestañas con tanta calma que hace que me hierva la sangre a causa de la impotencia que siento.

—Eso es mío. —Señalo con el dedo lo que tiene entre las manos—. ¿Me lo das?

—No están mal. Nada mal, en realidad. Va a resultar que tienes algo bueno y todo.

Se pone de pie y se aleja con el bloc de dibujo entre las manos.

—Dámelo —le exijo.

—¿Quién es?

Me enseña un rostro que no quiero recordar. Alguien a quien quise y que también me quiso antes de que nuestra relación se estropeara. Mi padre. Por aquella época, siempre estaba a mi lado, orgulloso de mis logros, dispuesto a protegerme de cualquier cosa que pudiera hacerme daño. Ahora parece que eso forma parte de una película que vi hace lustros y que soy incapaz de recordar con claridad.

Estoy apretando la mandíbula y los puños cuando doy un salto hacia él y se lo arranco de entre las manos. Una hoja se rasga al tirar. Él se quita las gafas. Parece sentirse culpable por el estropicio, no tanto por las lágrimas que me queman en los ojos.

—Perdona, no quería que se rompiera.

—¡Vete a la mierda!

Me alejo dando grandes zancadas. Me sigue. No parece comprender que lo último que me apetece en este momento es tener su sombra acechándome, igual que su molesta voz y esa expresión de pena que le ha aparecido de pronto en el rostro. Incluso sus ojos verdes se resienten y se apagan. Me tiene lástima, y la sensación que eso deja en mí es insoportable.

—Lucile, venga. —Me coge del brazo. No sirve de nada, porque logro apartarme—. Ha sido sin querer, te lo prometo. Estaba ahí tirado, en el césped, y he sentido curiosidad. Tú también cotilleaste ayer.

—No es lo mismo.

—¿No?

—Solo había dos revistas sobre la cama. No cogí nada más. Esto es algo personal.

—Vale —asiente—. Pensaba que solo eran dibujos. Lo siento.

No son solo dibujos, son parte de mi historia, y no quiero compartirla con nadie. No estoy preparada para hacerlo, para explicar cómo me siento, que me asusta haber perdido a muchas de las personas que un día dibujé. No quiero. No puedo. Soy incapaz.

—¿Por qué no te vas al lago o a dar una vuelta y me dejas en paz? —le sugiero.

Levanta las manos en señal de rendición y se va. Se aleja. No discute conmigo. Una parte de mí quiere que lo haga, quizá porque tengo mucho que decir y me estoy mordiendo la lengua para no hacer más daño. Quiero gritarle a alguien, y encuentro mi objetivo cuando cinco minutos después entro en casa hecha una fiera y me topo con el Novio.

—Lucile, ¿has comido algo? Anoche no llegaste a cenar y…

—Ya, ya.

Se queda parado como una estatua y encoge los hombros igual que lo haría alguien a quien le hubieran lanzado, sin previo aviso, un jarro de agua fría en plena cara.

—¿Qué? Solo quería saber si habías desayunado —se queja él, apesadumbrado.

—¿Ahora te importa si estoy bien?

—Siempre me ha importado que estés bien.

Cuando lo dice, sus ojos bajan la guardia y veo múltiples arrugas nublarle la mirada y también los labios, que no se cierran del todo, como si procurara encontrar las palabras adecuadas para arreglarme, porque es evidente que estoy estropeada.

—No eres mi padre. ¡No lo eres!

—No lo pretendo. Dame una tregua, por favor. Estoy preocupado por ti, Lu.

—¿Es que no lo entiendes? No quiero estar aquí. —Mi voz se vuelve un eco en la amplitud del rellano—. No me apetece que seamos amigos. Solo eres el novio de mi madre. No me importas, no me caes bien. No hay nada que puedas hacer por mí.

—Lu, lamento mucho que te sientas así y que digas eso. Te prometo que esto no es un castigo. Tu madre y yo creímos que era bueno para ti pasar el verano aquí, apartarte un poco de ciertas personas, cambiar de aires.

—Cambiar de aires… —murmuro.

—Sí, dejar atrás lo que no te hace bien.

—¿Mi ciudad, mis amigos, mi vida no me hacen bien?

Se le escapa un suspiro profundo y se muerde los labios.

—Quiero decir de lo que te hace daño. De quien te hace daño, Lu.

—¡Vosotros me hacéis daño! —grito sin haberlo pretendido—. ¿Es que no os dais cuenta de que no he pedido nada de esto?

Él intenta decirme algo más, quizá que no alce la voz, que no le hable así. No tiene oportunidad, porque, hecha un basilisco, lanzo el bloc y el estuche contra la pared y salgo corriendo tan rápido como me permiten las piernas.

—Lucile —oigo que me llama—. ¡Lu, espera! Vuelve. Hablemos.

Lo ignoro.

Corro por el camino de grava. Llego a la puerta, la abro, salgo y cojo la bicicleta que ayer dejé apoyada contra la pared. Me subo en ella y pedaleo hasta que me dan calambres en los gemelos y el tobillo se me resiente. Cuando después de una hora no puedo más, paro. Me tumbo debajo de un árbol, a la sombra.

Respiro y espiro. Lo hago tantas veces que no sé cuánto tiempo pasa. ¿Por qué tuvo que castigarme precisamente así? ¿Por qué no encontró otra forma más amable de hacerme daño? La odio. Odio a mi madre. Ojalá se hubiera sentado a hablar conmigo, me hubiese podido quedar en Lyon, sola, y no tendría que enfrentarme a todo esto, al futuro que les espera juntos y en el que, por desgracia, estoy incluida como una maleta que hay que llevar de un sitio a otro. Y que, además, está rotísima.

—Lu, Pierre es muy importante para mí —me dijo mamá al poco de que se conocieran, una tarde cualquiera, sentadas en la terraza de casa.

—¿Cómo puede serlo si no lo conoces de nada? ¿Y si no es tan buena persona como te ha parecido? —insistí yo. No estaba preparada. Dejar entrar a alguien en nuestras vidas era impensable.

—Cuando lo conozcas, sé que cambiarás de parecer. —Me dio un beso en la frente y me acarició el pelo. Lo trenzó y volvió a soltarlo. Después lo peinó con los dedos. Era una táctica de distracción, porque sabía que eso me relajaba—. Prométeme que le darás una oportunidad.

Gruñí un poco con el fin de que entendiera que pondría de mi parte, pero no tenía ninguna intención de darle un voto de confianza a Pierre. Creo que fue en ese momento cuando su nombre se me hizo cuesta arriba y decidí ponerle un apodo, porque así parecía mucho menos real. Por eso y porque pensaba que mamá dejaría de verlo como el ser bondadoso que era para ella y acabaría por poner fin a la relación.

No hace falta decir que todas mis esperanzas cayeron en saco roto, porque siguen juntos, más felices que al principio y dispuestos a hacer de nosotros una especie de familia feliz. Y esto en mi cabeza no tiene cabida.

El calor y la sed me obligan a regresar un par de horas después del ridículo episodio que he protagonizado, al irme como una desquiciada. Pese a todo, este tiempo me ha servido para recuperar algo de calma, aunque no sé cuánto podré mantenerla a raya. Eso sí, llego a una conclusión inequívoca: nunca me llevaré bien ni con el Novio ni con su hijo.

Regreso a la Villa dei Cardellini mucho más despacio de lo que he llegado hasta este prado. Las cuestas son eternas. Se me salen los pulmones por la boca. Estoy en una condición física malísima. Antes no era así, antes mis pies y mi cuerpo flotaban. Ahora ya no sé cómo dar vueltas en el aire.

Deposito la poca energía que me resta en llegar hasta la villa.

La bicicleta se queda otra vez en su sitio. Aparcada bajo la escasa sombra de la parte superior del muro de hormigón.

Domenico ya no está cuando atravieso el portón. Debe de haberse ido hace rato. Cae la tarde y no he comido, pero tampoco me apetece. Entro en la casa, no hay rastro de nadie, solo se escuchan los típicos sonidos del verano: el correr del agua y las chicharras.

Subo las escaleras y voy directa a mi habitación. Al pasar por la de Timothée, lo veo durmiendo en la cama, bocabajo y con un brazo colgando. La mano toca el suelo. Un mechón de su pelo ondulado le cae sobre un ojo, la nariz y parte de la mejilla izquierda.

Sigo andando cuando, por un segundo, me doy cuenta de que me he quedado embobada observándolo. Me convenzo de que ha sido la tranquilidad que lo rodea la que ha captado mi atención y no otra cosa.

Entro en mi dormitorio y cierro automáticamente la puerta. Encima de la cama encuentro mi bloc y el estuche abollado. Ni siquiera me acordaba de que los había lanzado en un arrebato de ira. Supongo que la pintura ya no es importante para mí. O sí, y solo quiero esconderlo bajo llave para que no me lo quiten también, para que la vida no me arranque esta otra forma de respirar.

Sobre el bloc hay un trozo de papel doblado. Lo cojo. Es una nota, no quiero leerla al principio. Opto por arrugarla y tirarla a la papelera. Lo hago, de hecho, aunque un minuto después me levanto de la cama y la recupero.

Bella.

Al instante, sé que es de Timothée. Me cabrean dos cosas: una, que tiene una letra bonita y dos, que no entiendo por qué me escribe una chorrada como esta. Arrugo el papel de nuevo y esta vez sí que se va al fondo del cubo.

—Imbécil.

Sin embargo, por muy idiota que me parezca y pese a todos mis esfuerzos, esta noche sueño con él, con un candelabro viejo, una vela que se apaga, unas risas lejanas, profundas, que llegan a través de un amplificador.

Estoy en medio de un corro de personas sin rostro, aunque tengo la impresión, por lo poco que distingo de sus cuerpos, que son hombres. Les pido que dejen de mirarme, que se aparten. No lo hacen. Me choco con ellos al intentar escabullirme, incluso gateo entre sus piernas. Todo es en vano. Al final, cuando la habitación empieza a girar a mi alrededor tan rápido que pierdo la noción del espacio y todo se emborrona, me adueño del candelabro para iluminarles los rostros. El de Timothée no está en ninguna parte, ha desaparecido entre la multitud y en la estancia solo quedamos los desconocidos, yo y la risa, que se vuelve aguda.

A lo lejos, veo a un niño correr. Se detiene un segundo junto a la puerta. Me mira. El resto de los presentes no se dan cuenta. Entonces sonríe y se despide con la mano al tiempo que yo comienzo a gritar y las llamas de las velas se hacen tan grandes que me ciegan, me engullen.

El sueño se vuelve una pesadilla de la que me despierto sudando, con la mano en el pecho y el camisón adherido al cuerpo igual que si se tratase de una segunda piel.

Una luz tenue se cuela por debajo de la puerta. Alguien debe de haber dejado encendida la bombilla del pasillo. Giro el pomo. Me tiembla la mano, aún no consigo respirar sin dificultad. Estoy tan confundida que incluso me parece oler el humo del fuego que había en mi sueño. Para cuando abro la puerta, me doy cuenta de que todas las luces están apagadas. No hay nada. Todo es oscuridad.

El verano que inventamos la nieve

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