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Primer tiempo

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Estamos en 1990, un 19 de junio. Faltan dos minutos para terminar el partido y Colombia pierde 1 a O luego de jugar de igual a igual con la poderosa Alemania, futura campeona del mundo. De repente, y sin saber muy bien cómo, el equipo recupera su identidad, su estilo y su forma de juego, desdibujados minutos antes a raíz del gol en contra. Sobre el tiempo, el equipo retoma el control del balón y arma una parsimoniosa y excelente jugada que culmina con el gol del empate. La celebración no se hace esperar entre los jugadores, los periodistas –uno de los cuales gritaba desaforadamente “Dios es colombiano”–, los pocos colombianos presentes en el estadio y todos en Colombia.

Aquel festejado empate servía para comprobar no solo a Colombia, sino al mundo del fútbol, la evolución de lo que se denominó el proceso. Un proceso signado por el éxito y la continuidad en el trabajo deportivo, pero, además, –y es lo que aquí importa– por su hondo significado, que desbordó los límites espacio-temporales del juego y del ritual. Un proceso anclado en una atractiva idea de lo que era el fútbol de Colombia. En términos futbolísticos la propuesta era, a la vez, moderna y lírica y científica y lúdica; en realidad, una síntesis inesperada pero convincente: ganar, pero jugando bien; obtener resultados, pero sin renunciar a divertir; lograr triunfos, títulos, epopeyas futbolísticas, pero sin perder una identidad, un estilo, una imagen de lo que debe ser el juego del fútbol y, en particular, el fútbol de Colombia, en cuanto espectáculo generador de manifestaciones estéticas.

Para algunos, dentro del mundo del fútbol y dentro del mundo del mundo, un conjunto de valores, de planteamientos y de ideas que no concuerdan con la época y, mucho menos, con el país. La Colombia de finales de los ochenta estaba marcada por un incremento inusitado de la violencia debido, en buena parte, al fenómeno del narcotráfico (que además tuvo bastante que ver en el mejoramiento del nivel futbolístico). Por ello, resultaba inesperado que el fútbol de la selección no tuviera nada que ver con las normas de ganar a cualquier precio y menos con aquella máxima de un prestigioso entrenador: “ganar no es lo importante, es lo único”.

En aquella Colombia, sin referentes colectivos distintos a la inexistencia de referentes colectivos, crecientemente absorbida por la violencia, la corrupción y el enriquecimiento fácil, sumida en una crisis de valores unificadores y mecanismos legitimadores tradicionales perdidos (la Iglesia, los partidos), con significativos procesos de descomposición social, decíamos: el fútbol se convirtió en la única instancia aglutinadora en términos constructivos. Como lo manifestaba un científico social colombiano: “Maturana (el entrenador-ideólogo) integra lo negro-paisa-costeño en torno al pueblo-barrio; marca el juego en coordenadas temporales y espaciales y con unos signos locales”. Y, “con la selección el pueblo existe realmente, no porque salga a la calle a vitorear los triunfos, sino porque el pueblo es una categoría real, presente en el juego de la selección” (Quinceno, 1990, pp. 93-98).

Ganar sin ganar

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