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Segundo tiempo

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El escenario es ahora el estadio Monumental de River Plate en Buenos Aires. Colombia y Argentina disputan la clasificación al mundial de fútbol. A favor de Argentina el hecho de que juega de local y, como lo dijo Maradona, la historia. A favor de Colombia la tabla de clasificaciones y su fútbol: con el empate está en el anhelado mundial. Noventa minutos más tarde y luego de una soberbia demostración futbolística, Colombia está en Estados Unidos. Venció por 5 goles a 0 a la historia. Otra vez el proceso y la adhesión a un estilo dieron sus frutos. Para los argentinos: vergüenza, como tituló una prestigiosa revista deportiva (y para Maradona 0 en historia, como lo destacó un aviso publicitario en un diario colombiano).

Para los colombianos esa inocultable satisfacción de derrotar al poderoso, de humillar al prepotente, de alcanzarlo todo gracias a “la fe en lo nuestro”. Un equipo y unos jugadores que, sin importar las circunstancias, imponen sus condiciones y no olvidan ceñirse a sus principios, aquello en lo cual se reconocen y hace que los colombianos se reconozcan; esos factores múltiples, inexplorados, que sirven de vínculo y de mediación entre la selección y su pueblo, y entre su pueblo y una imagen de lo colombiano. Pero, además, esta victoria tenía algo nuevo: la contundencia, los goles, la novedosa experiencia de conseguirlo sin tanto sufrimiento. Como si de verdad el país, por fin, encontrara la ruta de salida del purgatorio.

De allí en adelante, la celebración, la fiesta inagotable que involucró al país, el presidente que recibió a la selección y en un estadio colombiano abarrotado les impuso la máxima condecoración que se le otorga a los buenos hijos de la patria (como Álvaro Mutis). También, algunos muertos, pero no más que los que se producen en cualquier fin de semana a raíz de las violencias. Y una solicitud unánime, en el estadio, por la liberación del exarquero de la selección, en prisión por intermediar en un secuestro.

El país, con sus contradicciones, allí representado. Desmesurado, absurdo y oportunista; seguramente eso y mucho más. Solo que allí había algo más que una locura colectiva improductiva o un aprovechamiento puramente político y económico de lo sucedido. En aquel histórico triunfo se desplegaba, de nuevo, pero ahora con mayor fuerza, un proceso intangible de construcción de la nacionalidad, de afianzamiento de una identidad, de surgimiento de mitos futbolístico-vitales fundacionales y de confirmación de símbolos y mecanismos mediadores. Esto tal vez sea lo atractivo del lenguaje, que el juego de la selección repite hasta el cansancio: el trabajo en equipo que no niega las individualidades, la profunda adhesión al proceso, con sus triunfos y derrotas, y el aprendizaje permanente, tanto de logros como de fracasos.

Esto puede sonar contradictorio y paradójico, puede tener aspectos virtuosamente rescatables y otros asquerosamente reprochables (como cualquier otro proceso de formación de una identidad nacional). Pero la pregunta de fondo es: ¿hasta dónde? Sí, ¿hasta dónde lo forjado en la realidad paralela del juego puede trasladarse a la realidad real? ¿Es factible que el proceso de identificación nacional adquiera raíces profundas y duraderas? O ¿está condenado a la fragilidad y fugacidad del triunfo deportivo?

Ganar sin ganar

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