Читать книгу Ganar sin ganar - Andrés Dávila Ladrón de Guevara - Страница 15

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Desde hacía un mes no se hablaba más que de fútbol y el Mundial aún no había comenzado. Llevábamos veintiocho años sin asistir a un evento de esa magnitud como participantes, de modo que era cuestión natural tanta noticia, especialmente tanta noticia sobre Colombia.

A todos nos parecía que eso solo ocurría aquí, pero el mundo entero padecía la misma pasión, con reconocidas excepciones que no valían la pena. El mundo miraba el recorrido de un balón entre dos arcos y los países, que tenían a sus escuadras dentro del campeonato, miraban ese recorrido con una evidente ansiedad.

El jueves 7 de junio, las calles de Bogotá presentaban un aspecto irreconocible. Salvo la Navidad, ninguna fecha del año podía producir situaciones similares. Docenas de vendedores ambulantes con cajas de cartón y madera repletas de monas para cambiar y vender. Puestos de revistas donde el color de la bandera italiana cubría hasta los paquetes de cigarrillos. Gigantescos afiches de los jugadores tapando la entrada de los bancos. Llaveros, boinas, banderines, escapularios, cachuchas, viseras, escudos, calcomanías y encendedores, todo con el símbolo del Mundial. ¡Qué fiebre la que se había desatado!

Los estudiantes estaban en vacaciones, las empresas habían adecuado su horario a las transmisiones de televisión y el campeonato colombiano de fútbol entraba en receso. Nadie quería hacer nada, nadie quería saber nada de otra cosa que no fuera el Mundial, y todo porque la selección Colombia estaba allí.

En los anteriores mundiales la cosa no era tan enfermiza, tan demencial. Se cambiaban monas, se llenaban álbumes, se leían y escuchaban las noticias, se gritaban los goles, pero la fiebre no estaba presente porque Colombia no estaba allá. Y la gente prefería concentrarse en el evento a fin de olvidar las embarradas del “Boricua” Zárate, ese gol que se comió “Kiko” Barrios o ese árbitro de los mil demonios que parecía comprado en Montevideo.

Esta vez era diferente. La expectativa rondaba el Campeonato Mundial más que de costumbre, sobre todo porque se confiaba en una buena actuación. Desde hacía tres años éramos hinchas acérrimos del combo de Maturana, salvo unos que no olvidaban ciertos hechos ocurridos durante la Copa Libertadores de América del año anterior.

A las seis de la tarde, el centro de la ciudad era un hervidero humano. Las labores rutinarias se aceleraron y sobre el filo de la noche todo había quedado listo para la mañana siguiente.

Sudorosos y jadeantes por el trote, vimos la inauguración. Lo mejor fueron las modelos, especialmente aquellas que mostraban los diseños semitransparentes de Gianfranco Ferré. Entre los himnos y el inicio del partido, leímos los periódicos. No había nada en el mundo que tuviera más importancia.

Maradona mordió el polvo esa mañana de viernes y medio mundo respiró tranquilo, no solo por la personalidad del jugador, sino por esa inevitable necesidad interna de estar siempre a favor del equipo chico. Escuchamos la radio, los lamentos en lunfardo y los comentarios de periodistas que le cayeron al caído, como quien hace una cosa rutinaria. Sospechamos entonces que, el día que eliminaran a Colombia, muchos de ellos obrarían igual.

La tarde del viernes fue igual a la del día anterior, solo que lo que se avecinaba no era cualquier cosa: el debut colombiano en un mundial. “¡Qué orgullo, hermano!”. La radio no cesó de entrevistar a Marcos Coll, al “Caimán” Sánchez y a los héroes de Arica. Un Adolfo Pedernera, anciano y con la voz cansada, habló desde Buenos Aires, se refirió a los viejos jugadores como sus muchachos y reconoció que estaba tan emocionado como cualquier colombiano.

La televisión mostró una y mil veces la rabia de Lev Yashin por el único gol olímpico de la historia de los mundiales. Más adelante aparecían imágenes de un dribling de “Maravilla” Gamboa ante tres soviéticos. Sentimos nostalgia por las imágenes, sabíamos en el fondo que, al otro día, ya no las veríamos más, así que encargamos a los amigos que tenían betamax que las grabaran. El teléfono estaba ocupado.

A las nueve de la mañana del sábado 9 de junio era imposible conseguir un taxi. Cuarenta minutos más tarde las calles estaban vacías. Diez minutos más y había llegado la imagen a la televisión. Media hora después teníamos las uñas destrozadas y la garganta seca, todo porque jugaba Colombia, a pesar de que el partido en realidad era frío…

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