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III.

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Los religiosos que no ignoraban quién era su nuevo compañero, le llamaban el Padre Félix y pasaban á su lado con respetuosa consideración, admirando la caída de aquella grande alma y el triunfo del arrepentimiento.

Muchas veces lo veían pasar largas horas rezando en el coro y otras, barriendo los claustros ó regando el jardín.

Algunas ocasiones lo sorprendieron en el campanario arrojando monedas á los pobres.

Casi siempre andaba solo, silencioso y oprimido bajo el peso de sufrimientos ignorados de todos excepto del Guardián que lo veía como si fuera su hijo y cuando estuvo convaleciendo, lo acompañaba dándole el brazo para que hiciera ejercicio en el jardín.

La vejez y la experiencia sostenían á la juventud y la desgracia.

La hoguera que habían apagado los años, apagaba con sus cenizas á la hoguera encendida por las pasiones.

Una tarde bajaron al jardín más temprano de lo acostumbrado.

Largas hileras de álamos y abetos, pintorescos cuadros de flores y hortaliza, toldos de caprichosas enredaderas, grandes árboles frutales que fueron plantados cuando se levantó el monasterio, una fuente monumental derramando el agua con estrépito en un estanque inmediato y todo esto rodeado por el muro que circuía el convento, formaba el pequeño vergel que los padres denominaban la huerta.

Era día de recreo y el Padre José pudo permanecer más tiempo con su hijo adoptivo.

Cerca de la fuente sentáronse al pié de un álamo cuyas hojas plateadas, sacudidas por el viento, caían formando una alfombra que parecía de rosas blancas.

María Luisa, Leyenda Histórica

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