Читать книгу Maureen - Angy Skay - Страница 11

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Reconozco que tengo una familia bastante peculiar. Aparte de haberme adaptado a mi vida en el país y asumir que formaba parte de una gran familia, no quitaba que a veces pareciéramos lapas. Donde iba uno, iban todos. Aunque no sé por qué, nunca me sentí tan… apegada como los demás. No era que no los quisiera, porque los quería y me sentía una Hagarty más, pero mi carácter era algo más distante y eso hacía que yo fuera más a mi aire. Mi abuela Maureen era igual. Su gran vida social, sus viajes a Blacksod, sus momentos sagrados de soledad —nadie podía interrumpirla— y su adicción a la lectura hacían que se ausentara muy a menudo, de muchos momentos familiares. Pero cuando estaba… era quien llevaba la batuta de toda la familia entera.

Una tarde, tomando un té en una cafetería con mi amiga Laurie, vi a mi abuela caminando sola por la calle, charlando por teléfono. Tenía bien ganado el título del miembro más peculiar de mi familia. Matriarca, abuela, amiga, confidente… Jamás pensé que podría querer a nadie tanto como a mi abuela Herminia, pero mi abuela Maureen era diferente.

No aparté mi vista de ella, mientras pagaba la cuenta de mi infusión y, en cuanto terminé, salí cómo una flecha a la calle para alcanzarla y animarla a que se uniera a nosotras. Mientras esperaba poder cruzar la calle, oí cómo un hombre mayor, de unos setenta largos, pasó junto a mí y gritó: «¡Brigid! ¡Brigid!». Lo que me sorprendió fue que mi abuela se girara, finalizara su llamada y esperara a aquel hombre. Por su reacción, me di cuenta de que no era una persona bienvenida por ella. No oía su conversación, pero por lo visto ella le espetaba algo, acompañando de fuertes punzadas de su dedo en el pecho del extraño.

Estaba enfadada, se le veía. El tráfico aminoró, pero, en contra de lo pensado, frené a Laurie y decidí no cruzar la calle. Aquello tenía pinta de ser algo serio, pero ella sabía defenderse demasiado bien y siempre nos había prohibido a mis hermanos, primos y a mí que interfiriéramos en ninguna conversación que ella estuviera manteniendo en la calle, a menos que nos diera su consentimiento. Era una mujer que tenía sus amistades bastante clasificadas y no nos presentaba a todo el mundo, precisamente. Cosa poco usual en las abuelas, que casi siempre presumen de nietos. Con mi prima Cheryl llegamos a bromear diciendo que mi abuela se avergonzaba de nosotros.

La anécdota quedó en el aire, hasta que, a los dos días, cuando vino al pub, me acerqué a ella que estaba sentada en una mesa.

—¿Qué tal, abuela? —Le sonreí.

—Bien. Aunque tengo la rodilla que me va a matar. Tu abuelo dice que tengo que hacer reposo, pero yo sé lo que necesito. Mi amiga Winnie tiene un hijo que hace masajes y creo que voy a ir a verla.

—¿A Galway? —me sorprendió ver que asentía—. ¿Vas a ir a ver a tu amiga Winnie de Galway a que te hagan un masaje en la rodilla, cuando puedes ir a cualquier especialista de Cork?

—El hijo de Winnie tiene unas manos milagrosas —aseguró mientras cogía su pinta de cerveza—. Hace años me quitó el dolor de este brazo —dijo alzándolo y mirándome a la cara—. Desembucha lo que tengas que decirme.

—¿Por qué se supone que tengo que decirte algo?

—Eres mi nieta y te conozco hasta cuando duermes. Venga, suelta lo que tengas que decirme.

—Abuela, ¿quién es Brigid?

Tenía su vaso en los labios e iba a dar un trago, pero aquella pregunta la pilló desprevenida y no llegó a beber.

—¿Cómo que quién es Brigid? —Dejó su pinta en la mesa y me miró a los ojos. Aquella pregunta no se la esperaba—. Jovencita, llevo años enseñándote el idioma y la cultura celta. Deberías saber de sobra que Brigid era una diosa del fuego y la poesía. Solo tienes que repasarte la mitología. Además, hace años te enseñé las ramas de los dioses celtas. ¿A qué viene esa pregunta?

—El otro día te vi discutir con un hombre en Oliver Plunket.

—¿A mí? ¿Seguro que era yo? Me parece que te confundes.

—No, abuela. Eras tú, y estabas discutiendo con un hombre.

—Descríbemelo.

—Abuela… —Estaba harta de sus dichosos juegos.

—Maureen… —resopló, amenazándome.

—Hombre mayor, pasados los setenta años, un metro setenta y cinco, pelo canoso, barba pronunciada pero bien cuidada. Vestía pantalón marrón oscuro y gabardina beis, cruzada.

—¿Algún detalle más?

—No —contesté fastidiada—. ¿Cuándo vas a dejar el dichoso juego de describir a la gente y los lugares?

—Cuando me muera.

—No me has contestado.

—Deja que haga memoria —dijo volviendo a coger el vaso y dando un sorbo de cerveza—. Era Joe Perkins, antiguo pretendiente de Claire. Me enfadé con él porque no estaba siendo del todo sincero con ella y no se lo merece.

—¿Y te metes en la relación de tu amiga Claire?

—Sí. ¿Algo más? —preguntó cruzando los brazos y apoyándolos en la mesa.

—No. Ese gesto ya me avisa que no tienes ganas de hablar del tema.

—¿En qué lo has notado?

—Por los brazos cruzados. Te niegas a escuchar nada de lo que te diga —dije levantándome de la mesa—. Por cierto, has mentido. No sé si el tipo se llama Joe Perkins, pero lo demás ha sido una historia que acabas de inventarte.

—¿En qué te basas?

—Abuela… Llevo cinco años jugando contigo el lenguaje no verbal. Mientras me estabas contando «tu historia» has mirado a la derecha y sabemos que eso significa que mientes. Si tratases de recordar algo, habrías mirado a la izquierda. —Sonrió porque sabía que la había pillado—. En fin, que si no quieres contarme quién es ese tipo, me da igual. Pero si no quieres contarme algo, no te molestes en mentirme, porque sabes que te pillaré.

—Esa es mi chica.

Sonrió triunfal, aunque no volvió a mencionar el tema, cosa que me dejó más confusa aún.

El lunes por la mañana, Dylan pasó a buscarme como cada día. Aunque no íbamos al mismo instituto, recorríamos juntos el mismo camino. Al llegar a Sráid an tSeaundúin, recordé que Aidan me había dicho que cada día pasaba por delante de su casa y que me veía por la ventana. Comencé a mirar cada edificio, aunque no sabía si él vivía en aquella calle.

—¿Qué haces? —preguntó Dylan—. ¿Buscas a alguien?

—No —le quité importancia—. Miraba los edificios.

—Los edificios que estás cansada de ver todos los puñeteros días…

—Pues sí —lo corté.

Pero no lo vi. No lo vi ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves… El viernes dejé de buscar.

El lunes siguiente, Dylan no pudo venir a clase y fui yo sola camino al instituto. Al comenzar a subir Shandon St, vi a Aidan saliendo de un portal, junto a un local que antes había sido un negocio.

—Hola —saludé algo cortada.

—Buenos días. —Me sonrió de lado.

—¿Cómo está tu herida? —pregunté después de unos segundos incómodos.

—Bien. Ya casi está curada por completo.

—Así que vives aquí —dije mirando el edificio.

—Sí.

—Por eso me veías ir al instituto cada día.

—Por eso te veía ir al instituto con tu amigo.

—Dylan.

—¿Quieres que te lleve a clase? —preguntó mostrándome un casco de moto.

—No, no, da igual. Estoy a unos minutos del instituto.

—Y hoy vienes sola, por lo que veo.

—Sí. Dylan hoy no ha podido venir.

—¿Volvéis juntos a casa?

—No, hoy tenemos horarios diferentes.

Me miró de arriba abajo. La verdad es que no me sentía demasiado sexy con mi uniforme de colegio, pero era lo que había. A mis diecisiete años, me sentía muy ridícula con él.

—¿Interesantes las clases de hoy?

—No demasiado. La literatura nunca se me dio demasiado bien, y la genética como que tampoco.

—Venga, vamos —dijo cogiéndome del brazo.

—Aidan, tengo que ir a clase —me quejé. En realidad, no estaba sintiéndome demasiado incómoda.

Abrió una persiana y pude ver que dentro de aquel local había un coche y una moto.

—Póntelo —me pasó su casco y de una estantería cogió otro para él—. Lleva también mi mochila y deja la tuya aquí.

Sacó la moto sin decir nada más.

—¿Dónde me llevas? No puedo faltar a clase, llamarán a casa si falto —añadí obedeciendo tanto con el casco como con la mochila.

—¿Tienes el teléfono del colegio?

—Sí, claro.

—Pásamelo —me pidió sacando su teléfono móvil y esperando que le dictara los números.

—No te atreverás a llamar a mi colegio, ¿verdad? —pregunté incrédula.

—Te aseguro que no sería la primera vez que llamo a un colegio para una excusa.

—¡Aidan! Llamarán a mi padre si no voy. Es un colegio muy estricto.

—Déjame a mí. —Marcó en su teléfono móvil el número que le di—. Sí…, hola… Mi nombre es John Hagarty, hermano mayor de Maureen Hagarty. El motivo de mi llamada es para hacerles saber que Maureen no asistirá a sus clases a lo largo del día de hoy. Nuestro padre la llevó hace un momento al médico de urgencias a causa de un fuerte dolor abdominal. Estaba demasiado nervioso para llamarlos él mismo y me pidió que yo les hiciera saber lo ocurrido. Sí… ¿Un justificante? Sí, claro. Ningún problema. Gracias. —Y colgó el teléfono—. Hecho. ¿Vamos?

Me quedé pasmada por lo que acababa de ocurrir. ¿Y se quedaba tan pancho después de lo que había hecho?

—¿Tú esto lo haces muy a menudo? —Estaba alucinada.

—Ya te dije que no es la primera vez que lo hago.

—¿Y no se te olvida algo?

—¿El qué?

—¿El justificante que te han pedido? —ironicé.

—No te preocupes por eso, luego me encargo.

—Como se entere mi padre, me mata. Y, si se entera John, ni te cuento.

—No pienses en eso ahora. Átate el casco, coge mi mochila, deja la tuya y sube.

Obedecí, me senté detrás de él, me agarré a su cintura, arrancó la moto y se dirigió calle arriba. Corría a gran velocidad, pero no me importaba; la adrenalina era demasiado alta y los momentos que podía, movía mis manos por su cazadora y me hacían olvidar que llevaba aquella prenda. Tantas veces le había tocado aquella piel, que de alguna manera la echaba de menos.

Llegamos a una zona poco transitada. Paró la moto al borde de la carretera y desde allí pude ver las vistas de la ciudad de Cork.

Wow! —fue lo primero que me salió de la boca.

—¿No habías estado nunca aquí? —preguntó apoyándose en la moto.

—No, es la primera vez. —Me giré hacia él, fascinada—. ¿Tú vienes muy a menudo?

—De vez en cuando. Antes solía venir más.

—¿Y ahora qué?

—¿A qué te refieres?

—Me has «obligado» a saltarme las clases y me traes aquí. ¿Para qué? ¿Dónde se supone que voy a pasar el día de hoy?

—¿Te apetece alguna cosa en especial? —preguntó acercándose a mí.

—Nada en especial. Sorpréndeme —me atreví a decir.

—¿Qué te sorprenda? —Me levantó la barbilla con un dedo, con la otra mano me agarró la cintura, bajó la cara y me besó con suavidad, de manera dulce. Aquello me supo a poco en cuanto separó sus labios de los míos—. ¿Algo así? —Sonrió con picardía.

—Quizá. Pero no lo he saboreado lo suficiente.

No daba crédito a lo que acababa de salir de mis labios y reaccioné girándome de golpe, avergonzada. En aquel momento sonó su teléfono móvil. Miró la pantalla, sopló y declinó la llamada.

—Quítate la mochila.

Obedecí, le pasé la bolsa, sacó un estuche con correa y, al abrirlo, vi que era una cámara de fotos.

—¿Fotos? —pregunté incrédula.

—Sí, fotos —contestó burlándose de mí—. ¿A qué te creías que venía aquí?

—No sé… —Miré con atención la cámara—. ¿Te dedicas a esto?

—¿A qué? ¿A traer chicas aquí? —volvió a burlarse.

—No, a la fotografía.

—Digamos que sí —me respondió mientras miraba por el objetivo enfocando el paisaje.

Comenzó a hacer una ráfaga de fotos sin decir nada.

—¿Fotografías algo en especial?

—No. He aprovechado el día soleado de hoy y he querido venir a tomar fotos de paisajes.

—¿Y sólo haces paisajes?

Aquello picó mi curiosidad.

—También hago reportajes, pero siempre de exterior. —No dejó de mirar la cámara.

—¿Puedo mirar?

Me acerqué a él y vi las fotos que había tomado. Para mi sorpresa, no me parecieron nada especiales. Mi cara le sorprendió.

—¿No era lo que esperabas?

—¿De verdad? Las primeras son un poco… simples.

—Un poco bastante simples —repitió por lo bajini—. Pues estas son las que más me valen.

Siguió tomando más instantáneas, mientras yo intentaba divisar el horizonte.

—Bueno, aquí ya terminamos, vuelve a ponerte el casco —dijo serio y decidido.

Obedecí, subí a la moto, siguió por la carretera y llegamos a bordear la costa bastantes kilómetros, hasta que volvió a parar.

—Si no quieres, no vengas —me advirtió al acercarse al acantilado.

Aquella era una zona donde no había estado nunca y me apetecía mirar. Me acerqué a él y… ¡uf! ¡Madre mía! ¡Qué maravilla! No recuerdo bien cuánto rato estuve embobada con aquel escenario. Irlanda era conocida por sus paisajes verdes y sus costas, pero aquello me recordó a la costa de la que mi abuela Maureen siempre me había hablado de niña.

—¿Tienes frío? —me preguntó al ver cómo cruzaba mis brazos a modo de resguardarme del viento.

—No, estoy bien —contesté con una tímida sonrisa.

—Ya podemos irnos, he hecho lo que tenía que hacer.

Recorrimos el mismo camino para volver a casa y aparcó la moto dentro del mismo garaje de donde la había sacado por la mañana. Bajó la persiana, cogió la mochila y, a punto de cruzar la calle, su mirada se clavó en una chica que estaba apoyada en un coche gris, fumándose un cigarrillo con una mirada desafiante. Era guapa, alta, delgada y con pelo largo castaño. No pude obviar mi sexto sentido, no era trigo limpio.

—¿Quieres subir? —me invitó a entrar al portal, ignorando a la chica.

—No sé… —dudé.

—Creo que no te queda más remedio que hacer algo durante todo el día. Te recuerdo que en el colegio piensan que estás enferma.

—¡Mierda! Ya no me acordaba. En fin, sí, algo tengo que hacer…

Aquella escalera estaba bastante… era… Digamos que le hacía falta una reforma algo urgente. Entramos en un recibidor y dejó las llaves en un mueble destartalado que había en la entrada. Aquello no tenía pinta de ser un… ¿hogar? Aunque tuviera salón, cocina, un baño, un dormitorio, todo parecía muy descuidado y no tenía pinta de que nadie pudiera vivir allí.

—Sube.

—¿Vives solo?

—No, mi madre está durmiendo la mona en su dormitorio —contestó sin darle importancia al comentario.

Mientras subía, recorría las paredes con la mirada. Estaba muy dejado y seguro que hacía muchos años que aquellas paredes no se pintaban. Abrió una puerta y me hizo entrar. Era una habitación simple con una cama, un escritorio, un armario, un televisor y algunos aparatos electrónicos encima de un mueble. Las paredes estaban forradas de decenas de fotografías. Dejó la mochila encima de la mesa e intentó desalojar la cama.

—Siéntate si quieres.

Volvió a la mesa, abrió la mochila y sacó la cámara, para llevarla dentro de un cuarto. Me quedé inmóvil, no me senté. Mi vista recorría todas aquellas instantáneas que estaban en las paredes y me acerqué para observarlas mejor.

—Así que estas son las imágenes que tomas cuando sales con la moto… —murmuré observando todas y cada una de ellas.

—Sí —contestó desde dentro del cuarto.

No sabía qué hacía allí dentro, pero no me atreví a moverme.

—Son buenas, son muy buenas —pensé en voz alta.

—Gracias.

—¿Cómo las retocas?

—Ven, entra.

Le hice caso y entré al cuarto donde estaba. Era oscuro, con una tenue luz, fotos colgadas con pinzas, cubetas con líquido…

—Es un cuarto de revelado.

—¡Ajá! —Me dio la razón mientras repasaba unos papeles de encima de una mesa—. ¿Entiendes algo de esto?

—Nada —me avergoncé y me maravillé a la vez.

Me enseñó con rapidez cómo retocaba las fotos, las pintaba, las revelaba, las secaba, y los lugares donde se habían publicado algunas de ellas.

—¿Te pagan mucho por esto?

—Algunas valen bastante dinero, pero no todas valen. ¿Quieres tomar algo? ¿Té, café, agua, soda…?

—Un té estará bien, gracias. —Apenas lo miré a la cara al contestarle, tenía la vista fija en una instantánea preciosa de un atardecer.

A los pocos minutos llegó con una taza para mí y una lata de cerveza para él. Se sentó en la cama después de dármela.

—Aidan, esto es precioso.

—Veo que te gustan.

—Me encantan. —Me senté junto a él en la cama, pero no aparté mi mirada de otra fotografía de un acantilado—. Lo siento. —Me reí—. No te lo tomes a mal, pero no te imaginaba con todo esto.

—¿Con la fotografía?

—Sí. —Sorbí mi infusión—. ¿Desde cuándo te dedicas a esto?

—De pequeño jugaba en un callejón cercano, donde vivían un matrimonio de ancianos. Él había sido fotógrafo durante la Segunda Guerra Mundial y me enseñó a apreciar la fotografía. Mis padres nunca estaban en casa y siempre me llevaba con él al campo, al puerto o al centro de la ciudad.

De repente se hizo un silencio y los dos nos quedamos mirando la pared. No comprendía por qué no me sentía incómoda con él en aquel lugar. Me vino a la mente los días que había pasado en casa, estando al cuidado de John y mío. Al volver a sorber la taza, alcé la vista y vi que justo encima de la cama había cuatro fotos.

—¿Y estas?

—Este es el callejón que te dije. La del árbol es la primera fotografía de la que me sentí orgulloso. Ese fue… —se calló— un simple amanecer, y esta otra es mi moto en un prado.

—¿Tienen algún significado en concreto?

—Cada una tiene su significado.

—¿Y cuál es?

Aquello estaba absorbiéndome cada vez más.

—Ya te lo conté. —Se calló y se tumbó en la cama mirando hacia arriba.

No habló durante un rato y allí me quedé yo, como una tonta, sin saber qué hacer. Hasta que decidí imitarlo. Dejé mi taza en el suelo, me eché en la cama y clavé mi mirada en aquellas cuatro fotografías.

Eran bonitas, las cuatro eran verdaderamente bellas, y la razón por la que las exponía allí tenía su lógica. Los dos estábamos en la misma posición, hasta que él decidió ponerse de lado, apoyar su codo en la cama y la mano en su cabeza. Lo miré sin decir nada. Aquella habitación, aquellas fotografías, su presencia, era como si estuviéramos dentro de una burbuja. Hasta que acercó su mano y acarició mi mejilla.

Cerré los ojos, para sentir el roce de aquellos dedos en mi piel y noté cómo mi respiración comenzó a acelerarse. Se acercó y me dio un simple beso en los labios. Un minúsculo roce de nuestros labios. Abrí mis ojos y vi que él seguía mirándome. Me quedé inmóvil, pero algo por dentro me pedía más. Levanté mi mano y rocé su brazo, sin apartar la mirada de sus ojos. Volvió a acercarse y repitió el gesto, con la diferencia que entreabrí mis labios. Con ellos aprisioné los suyos y mi mano volvió a subir para acariciarle su cabello por detrás. Él colocó su mano en mi estómago y ahí comencé a ponerme algo nerviosa. Mi pulso se aceleró, al igual que mi respiración. Volvió a besarme, bajó su mano para meterla por debajo de mi falda y subirla a la altura de mis muslos. Comencé a jadear en su boca. Me notaba algo incómoda, pero no podía parar.

—Espera. —Lo paré poniendo mis manos en su pecho.

—¿Qué pasa? —se extrañó.

—Aidan, yo… —Le retiré la mirada—. Yo no…

—No me digas más. —Se echó hacia atrás y pasó su mano por su cabello—. Comprendo.

—¿Comprendes?

—Maureen, el que no quisieras la otra vez en tu casa y que ahora que lo tienes a huevo, tampoco. Solo puede significar una cosa. Eres virgen, ¿verdad?

—Sí —tardé en contestar con timidez, bajando mi mirada—. Seguro que te extraña, teniendo diecisiete años. Supongo que me he puesto unas metas concretas en mi vida y, hasta que las consiga, el tema chicos-sexo no entraba en mis planes. Tienes delante de ti a la típica chica que se pasa el día estudiando y apenas tiene vida social, a excepción de los clientes del pub. El sexo siempre ha sido secundario para mí.

—Pero… ¿estás preparada?

—¿A qué te refieres? —no comprendía la pregunta.

—Vamos, nena. Las veces que nos hemos besado en ningún momento te has negado. Sé que te apetece tanto como a mí. Pero ¿sabes cuándo quieres hacerlo? ¿O tienes alguien en mente para estrenarte?

—No —contesté por lo bajo.

—¿Entonces?

—No sé, estas cosas las esperas durante años, pero nunca sabes con quién.

—Mira, no vamos a irnos por las ramas. —Se sentó en la cama—. Has aceptado venir conmigo con la moto, has venido a mi casa y ahora estás tumbada en mi cama. ¿Qué quiere decir esto?

—No lo sé —estaba tan confundida—. Supongo que me da pudor que no quieras estrenar a una pobre virgen como yo.

—Oye, oye, oye —se defendió—. Que yo no me dedico a lo que te imaginas. No soy un santo. No te diré que me he acostado solo con cuatro chicas, pero, por ahora, yo elijo a quién meto en mi cama y a quién no.

—¿Va a dolerme? —fue lo primero que me vino a la mente. No había frase más estúpida que pudiera elegir para aquel momento.

—¿Que si va a dolerte? —preguntó incrédulo—. ¿Eso es lo que te preocupa?

—No sé. —Me senté junto a él—. Mis amigas dicen que la primera vez duele y que no disfrutaron en absoluto.

—Tus amigas son tus amigas y tú eres tú.

—Lo siento.

—¿El qué?

—No sé, me siento ahora mismo como una calienta braguetas que ha venido aquí y resulta que tú esperabas otra cosa.

Me sentía ridícula con todo ese asunto, no sabía cómo actuar o reaccionar.

—Mira, déjalo. —Se levantó—. Quizá ha sido un error por mi parte. Si quieres irte, vete.

Me sentí avergonzada. Dirigí mi mirada a la ventana, me levanté, me acerqué y corrí la cortina. Pude ver la calle.

—¿Desde aquí me ves pasar?

—A veces sí —me contestó sin dirigirme la mirada y encendiendo su ordenador portátil.

Entonces reflexioné, aquel chico llevaba semanas viéndome por la ventana mientras yo acudía al instituto. Estuvo en mi casa, nos habíamos besado más de una vez. En clase, había estado ausente pensando en él y más de una noche había intentado conciliar el sueño recordando sus besos. Creo que aquello fue una señal. Aidan tenía que ser el elegido.

Me acerqué a él y me coloqué a su espalda sin apenas hacer ruido. Pasé mis manos por su cintura, besé su camiseta y apoyé mi mejilla en su espalda. Él se irguió, respiró hondo, acarició mis manos y volvió a respirar, sin moverse.

—Maureen… —susurró.

No contesté, moví mis manos por su pecho y me acerqué a él plantándome enfrente suyo. Lo miré a los ojos, le acaricié la cara y me puse de puntillas para besarle en los labios. Y respondió. Fue dulce. Posó sus manos en mis costados y las movió. Lo imité, deslizando mis manos por sus costados y las desplacé hasta su espalda. Un seguido de besos carnosos hicieron su agosto.

—Confío en ti —le susurré.

—¿Estás segura?

—Sí. —Aunque yo misma dudaba del momento.

Desplazó sus manos por el bajo de mi jersey y me lo quitó. Poco a poco fue desabrochando mi camisa y se deshizo de ella con delicadeza. Me acarició los hombros, me los besó y recorrió mi cuello, antes de volver a dirigirse a mis labios.

Mi sexo llevaba un largo rato mojado, pero aquellas punzadas que comenzaba a sentir no eran normales. Me dirigió a la cama y me tumbó. Se quitó la camiseta y se echó encima de mí. Comenzó a darme suaves besos por el pecho y la cadera. Sin darse cuenta, se alzó de tal manera que noté su sexo, duro. Aquello no tenía marcha atrás y no tuve más remedio que dejarme llevar. Respondí a sus gestos, gimiendo, acariciándole la espalda, moviéndome sin darme apenas cuenta. Me quitó la falda y él hizo lo propio con sus pantalones. Los dos estábamos en ropa interior.

—¿Estás bien? —susurró sin dejar de besarme los labios.

—Ajá… —fue lo único que salió de mi boca, a modo jadeante.

—Si no estás bien o te sientes incómoda, me lo dices y lo dejamos, ¿vale?

—Mmmm… Sí…

Pero no tenía intención de pedirle que parara. Aquello estaba gustándome, aunque resultara todo demasiado nuevo para mí.

Me quitó el sujetador, cosa que al principio me dio algo de pudor, y al hacer lo propio con las bragas, me tocó el sexo. Como suponía, estaba mojado. A él le gustó y el flujo que tenía en sus dedos se lo llevó a la boca para chuparlo. Una sensación rara me invadió, pero mientras asimilaba lo que acababa de ver, él se quitó sus calzoncillos también. Los dos estábamos desnudos. Mi nerviosismo era evidente, por más que intentara disimularlo con besos.

—No te preocupes —me susurró—. Todo va a ir bien, ya lo verás. Relájate y abre las piernas.

Obedecí y él se agachó para lamer mi sexo. Tuve que agarrarme a la almohada. Aquella sensación estaba siendo bastante fuerte. Me gustaba, me gustaba y mucho. Succionaba y lamía. Hasta que paró y volvió a besarme. No tenía tiempo para parar a pensar a qué sabían sus besos después de haber lamido mi sexo. Me besaba y me acariciaba.

Mis piernas, sin darme apenas cuenta, se abrieron más y mi cadera volvió a alzarse. Él separó nuestros labios, me miró, me besó la nariz y alargó su mano al cajón de la mesita de noche. Sacó un paquete plastificado e intuí que era un condón. Lo abrió, se lo colocó y volvió a acercarse a mí.

—¿Estás lista?

No contesté, asentí con la cabeza con timidez, por el nerviosismo. Entonces volvió a besarme y mientras nuestras lenguas se juntaban, sentí cómo me penetraba. Un jadeo ahogado salió de mi boca al notar aquello dentro de mí.

—Tranquila —murmuró—. Déjate llevar.

Comenzó a hacer leves círculos dentro de mí. Me agarré fuerte a él, mientras gemía despacio en mi oído. Hasta que no me notó más tranquila, no comenzó a embestir. Jadeé tanto como pude, no sin intentar no hacer ruido. Aquello era… ¿Estaba disfrutándolo? La verdad es que al principio me dolió, pero supongo que sentirme mimada por él hizo que olvidara todo lo demás.

—Muy bien, nena —me animó.

No supe qué era lo que estaba haciendo bien, lo que sí recuerdo es que nuestros cuerpos sudorosos se rozaban con placer, nublándome. Me dejé llevar como él me había aconsejado. Aidan gimió con fuerza, se introdujo en mí con más intensidad y, al final y con cuidado, se dejó caer sobre mi cuerpo.

Maureen

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