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Introducción

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Corrió por Francis St a todo lo que daban las piernas. Su pulso era acelerado, el aire no conseguía llegar a sus pulmones de ninguna manera. Se paró en uno de los callejones cercanos a la avenida y al final divisó lo que parecía un aparcamiento de mala muerte. Eran alrededor de las doce de la noche. Estaba cerrado y en la calle la humanidad carecía de ausencia. Saltó la valla que separaba la carretera de la entrada y accedió de manera ágil y veloz al recinto. Sabía que la había cagado hasta un punto que no podía ni imaginarse…

La penumbra llenaba el pequeño parking, pero eso no lo amilanó ni por un segundo. Estaba acostumbrado a aquello, estaba acostumbrado a vivir en la oscuridad del mundo. De su bolsillo sacó una pequeña linterna. Le bastaba para poder ver el suelo por donde pisaba. Giró su cabeza y, por suerte, nadie lo seguía. O eso creía…

Unas escaleras de caracol iluminaron sus ojos cuando alzó la vista y corrió de nuevo hacia la pared llena de grafitis donde se encontraban colgadas. El lugar en sí era deprimente, de barrio mal cuidado, y cualquier persona con dos dedos de frente no se atrevería ni por un instante a ir a ese sitio a altas horas de la noche.

Apoyó sus pies en el contenedor, impulsó su cuerpo y, con ambas manos, se agarró todo lo fuerte que pudo al barrote oxidado. Consiguió subir cuatro escalones cuando una voz profunda le sobresaltó.

—¡Por allí! ¡No puede estar muy lejos! ¡Encontradle ya!

Miró a Frank. Sin duda, una marioneta de Cathal O’Kennedy, uno de los mayores narcos de Irlanda, entre otras cosas. Todo lo que hacía era en base a las órdenes de su jefe, y el «suyo», o por lo menos antes lo era… Antes de meterse en el mayor lío de su vida. Una voz suave, femenina y parecida a la de una diablesa encantada le asustó al escucharla susurrar cerca de su oído:

—Tranquilo…, Mick…

Una pistola apretaba su espalda. Giró la cara y ahí estaba…

La mujer a la cual él le doblaba la edad, pero que, sin duda, era la más poderosa en todo aquel asunto. Podría matar al resto de «su» banda y, aun así, ella sabría cómo manejarlo todo mejor que el propio O’Kennedy, su marido.

—¿De quién estás huyendo, Mick?

Sonrió con una frialdad que le heló todos los sentidos. Esa diosa era mala, la peor… Apretó un poco más la pistola contra su espalda, lo que le hizo contestarle:

—¿Qué quieres que te responda? ¿Por qué no me matas y acabamos con esto de una maldita vez?

El tono de Mick fue demasiado tenaz quizá y eso no le agradó.

—No te pases, Mick. No estás en posición de hacerte el gallito conmigo. Si te dejo entre esos cuatro —señaló a Frank y a sus tres acompañantes—, no dejarán de ti ni los huesos.

Sonrió con saña, esta vez más segura de sí misma. Siempre se superaba de un modo u otro.

—¿Qué quieres? —preguntó agotado.

Ya no servía de nada intentar huir, ni siquiera se planteaba la opción de intentar desarmar a su contrincante. Sería una misión imposible en la que solo uno acabaría muerto, y ese era él, sin duda. Con Taragh O’Leany no se jugaba, no se jugaba de ninguna de las maneras, ya que ella lo controlaba todo, hasta el más mínimo detalle y, para ello, había sido entrenada tiempo atrás.

—Voy a ser muy clara y directa, pero aquí no, viejo amigo… —murmuró sensual.

—¿Entonces?

Tanto misterio empezaba a desesperarle. No sabía con claridad qué era lo que quería de él y, en cierto modo, comenzaban a asustarlo los pensamientos que tuviera esa endemoniada mujer.

—Vas a seguirme sin hacer ni el mínimo ruido. Si sigues a mi lado, continuarás con vida; si me traicionas, morirás a manos de mi maravilloso marido.

Esto último lo puntualizó con desdén, cosa que le hizo gracia.

—¿De qué te ríes? —se enfadó Taragh.

—Hablas de tu marido como si fuera porquería. No entiendo cómo una mujer tan hermosa como tú, se casó con él.

Lo miró por encima de sus pestañas sin contestar a su pregunta indirecta. Sonrió con desdén y dejó caer sus pestañas de la manera más sexy que en la vida había visto.

—En la vida tienes que saber jugar bien tus cartas, y yo las mías me las sé de memoria —recalcó esto último, palabra por palabra.

Inclinó su cabeza hacia un lado, dejando caer uno de sus mechones morenos por su fino rostro. El humo del cigarro impactó en la cara de Mick antes de que pudiera deshacerse de él, así que lo aspiró por completo. Elevó la mano invitándolo a coger un cigarrillo, pero antes de hacerlo, Mick miró el paquete dos veces.

—No voy a matarte —ella puso los ojos en blanco—. Acabo de decirte que tengo un maravilloso plan para ti.

El miedo lo paralizó de nuevo. Fuera lo que fuese que tenía pensado esa mujer, estaba seguro de que no era nada bueno. Cogió un cigarro de su misma cajetilla, se lo puso en los labios, ensuciándolo de un carmín rojo como la sangre, y lo encendió con un Zipo en el que con claridad se leía «Ireland», con los tres colores de la propia bandera: verde, blanco y naranja.

—¿Haces propaganda de tu tierra? —se atrevió a bromear.

Expulsó el humo de su garganta, le pasó el cigarro y lo miró de nuevo a través de sus pestañas con unos ojos nada amigables.

—Es un regalo muy especial. No obstante, creo que eso no te incumbe. —Chascó su lengua—. Se acabaron las explicaciones. Andando —sentenció, apuntándole con el arma de nuevo.

Anduvo dirigido por ella durante más de media hora por las calles de Dublín, dando rodeos para que no los encontraran Frank y el resto de la banda. Algo que le daba que pensar, ya que todo eso quería decir que Taragh tenía un plan secreto que nadie sabía…

Hacía dos días, Mick traicionó a la que llevaba siendo su familia más de diez años y, por ello, estaba seguro de que pagaría las consecuencias de una manera muy cara…

—¿Qué te ha llevado a hacer todo esto, Mick? —se interesó ella cuando se subieron a su Ferrari Desierto blanco, un coche que muy pocas personas podrían permitirse, lo cual afirmaba, más si cabía, la fortuna que amansaba su marido Cathal.

Ató las manos a la espalda y cerró la puerta con una sonrisa deslumbrante. Bordeó el vehículo de manera sensual, dejando que su gran figura se posara en los ojos del hombre más de lo debido. El vestido rojo se ceñía a sus curvas a la perfección, parecía una segunda piel, y sus altos tacones negros dejaban ver unas espléndidas y fuertes piernas cuidadas al máximo.

—¿Vas a contestarme? ¿O piensas observarme hasta desmayarte…? —ironizó.

—Supongo que la avaricia —contestó Mick, un poco avergonzado por su osadía. Nunca se habría atrevido, pero ella le daba esa confianza que quizá con Cathal, o incluso con Frank, le faltaba hacía dos días.

—Sí, es lo más coherente, ya que robar cuatro millones de euros a un narco no es lo más sensato.

—Lo dices como si no te importara, Taragh… —añadió con sumo cuidado.

—Y no me importa…, de momento. Pero lo hará.

Salieron de Dublín en dirección a Malahide, uno de los pueblos en los que la riqueza abundaba en cada esquina. Le extrañó que no se dirigieran a otro sitio, ya que en esa ciudad era donde ella y su marido residían durante casi todo el año. Pero no preguntó. Si era para bien o para mal, su vida estaba vendida al mejor postor, igualmente.

Llegaron a una impresionante villa a las afueras de Malahide, en medio del bosque, donde nadie podía oírlos ni saber de su existencia. La música sonaba atroz desde la vivienda, la gente salía y entraba con copas en la mano, riendo y hablando con las diversas personas que se encontraban en el lugar. Nadie se percató de las muñecas atadas de Mick, y si lo vieron, lo ignoraron.

—Por aquí.

El tono seco y mordaz de Taragh lo guio hasta unas puertas dobles blancas en un lateral del hall de la casa. Al entrar la música dejó de sonar, para dar paso a un silencio sepulcral, en el que solo se escuchaban sus respiraciones, sobro todo la de Mick, ya que, en cierto modo, estaba aterrado por lo que pudiera llegar a ocurrirle esa noche.

—Siéntate, Mick…

Taragh caminó hacia la vitrina con elegancia en lo alto de sus tacones, cogió dos vasos redondos con media altura y los llenó de hielos, para después verter un poco de líquido amarillento. El hombre supuso que sería el whiskey más caro que habría probado en su vida.

Ella se sentó con delicadeza y cruzó sus finas y moldeadas piernas, dejando entrever más de lo debido su piel. En el muslo izquierdo pudo divisar un tatuaje que le rodeaba el mismo. Era una bella y fina tira de diferentes símbolos celtas, unidos por un nudo en una trenza de tres hilos. Pudo distinguir uno de ellos, el primero: La Espiral.

—Bonito tatuaje.

Pegó un sorbo a su bebida bajo su atenta mirada. Ella no hablaba, solo lo penetraba con sus profundos ojos verdes tan impactantes y bonitos como los prados de Irlanda. Se atrevió a preguntar de nuevo. No supo por qué, algo en ella le llamaba la atención desde hacía mucho tiempo.

—¿Qué significa?

—La vida eterna. —Mick miró a ambos lados sin saber qué contestar y, antes de que pudiera decir nada más, ella continúo—: La Espiral no tiene principio… ni fin… —dejó en el aire las dos últimas palabras.

Mick no lo entendió. Esperó paciente a que hablara, a que le dijera el motivo de salvarle del propio Frank, que podría haber sido mandado a la perfección por ella misma. Taragh dio un sorbo a su vaso y, levantándose de su asiento, le dijo alto y claro:

—Hace un tiempo estuve con tu hijo.

La cara de él fue de un asombro inigualable, ¿su… hijo?

—¿Aidan? —Arqueó una ceja.

Ella sonrió de manera vulgar.

—Sí, el mismo. Un poco joven para mí, pero he de reconocer que sabía moverse en la cama.

Su cuerpo se paralizó, incluso todos sus sentidos. No sabía cómo reaccionar, no sabía qué decir. No por el hecho de que Mick quisiera a su hijo por encima de todo, que no era así, pero tampoco se esperaba algo como esto.

—¿Por… por qué? —balbuceó como un imbécil.

Se puso ante él, inclinó su cuerpo hacia delante y dejó unas espléndidas vistas de los pechos ante sus ojos. Apoyó sus manos en los brazos del sillón de terciopelo en el que se encontraba sentado y clavó sus ojos en los de Mick.

—Si haces lo que tengo pensado para ti… Necesito que alguien cobre tu deuda, si no, cantará demasiado. Ya sabes, tengo que ser discreta…

—¿Vas a usarlo?

—No, querido… Vas a usarlo tú. Porque gracias a tu traición, nosotros vamos a tener que cobrar a tu hijo todo el dinero que has robado…

—No te entiendo… —Estaba empezando a confundirlo de verdad.

Suspiró un par de veces, hasta que ella se irguió por completo.

—Vas a quedarte con un amplio cargamento de droga, y vas a ir a la cárcel durante un tiempo. Esto no saldrá de aquí, ni nadie más lo sabrá. Cuando salgas, hablaremos del trato que tenemos pendiente. Yo agilizaré todos los trámites para que no cumplas la condena completa.

Él abrió los ojos en su máxima expansión.

—¿Quieres usarme de cebo? —se ofendió.

—No me hables en ese tono —su voz sonó amenazante y él no dijo ni media palabra más—. Te preguntarás qué ganas con todo esto. Es muy sencillo. —La miró durante un segundo, sus ojos en realidad intimidaban y era difícil mantenerle la mirada—. Tu vida. Tu libertad.

—¿Mi libertad entre rejas? —preguntó él con ironía.

—Las rejas son solo durante un tiempo. Si te quedas en la calle, Cathal te matará.

—¿Y qué ganas tú con todo esto?

—Matar a Cathal O’Kennedy.

En ese momento el aire se paralizó en la sala. ¿Matarlo? ¿Estaba loca? Era uno de los hombres más importantes en el mundo del narcotráfico en Irlanda, ¿y quería matarlo?

—Taragh…

Lo cortó con la mano.

—Sé lo que estoy diciendo, y sé por qué lo hago. No hagas más preguntas.

Giró sobre sus talones y, antes de salir por la puerta, le tiró unas llaves; las de las esposas.

—Piénsalo, y cuando termines de hacerlo, coge el teléfono que hay en esa mesita —la señaló—. Mañana a las nueve de la mañana alguien te llamará, solo tienes que descolgar el teléfono y decir si aceptas o no. Una vez termines, rómpelo y tíralo lo más lejos posible de donde te encuentres. Y recuerda —lo miró sin pestañear y más seria de lo normal—, nadie puede saber esto. Sí sale de esta habitación, me encargaré de hacer tu vida un auténtico infierno.

—Mi vida ya es un infierno…

—Me da igual si la puta de tu mujer es una alcohólica y el cabrón de tu hijo no quiere ni verte cuando le dejes el marrón. Si para ti ahora mismo es un infierno, traicióname y verás de cerca el inframundo…

Mick sopesó la idea durante unos segundos. Esa mujer era capaz de eso y de mucho más. Dio un leve portazo al salir, pero la puerta no llegó a cerrarse del todo. Se bebió el resto del whiskey que tenía entre manos y, cuando llegó a la conclusión de que ya era hora de marcharse, algo llamo su atención: gemidos.

Se dirigió hacia la puerta por la que Taragh había salido y allí estaba con Frank. Se quedó paralizado. No pudo evitar ver la escena mientras sentía cómo su miembro crecía por segundos dentro de sus pantalones. Él también desearía meterse debajo de las faldas de una mujer como ella.

Taragh arqueó la espalda apoyada en la pared, mientras él la devoraba a besos desde su cuello hasta sus pechos cubiertos por un fino y carísimo sujetador de encaje blanco. En un abrir y cerrar de ojos, Frank desabrochó su cinturón dejando que sus pantalones cayeran a plomo al suelo junto con su ropa interior.

Introdujo dos dedos dentro de su sexo y ella volvió a jadear, esta vez más fuerte. Lo miró con los ojos de una auténtica loba y, cuando él retiró la fina tela de su tanga, se introdujo en ella de una forma bestial. Taragh, se mordió el labio deseosa de que Frank continuara con su ataque.

La garganta de Mick se secaba a cada ruda embestida que Frank arremetía contra ella. Gemidos, gritos y jadeos ahogados se escucharon en toda la estancia, algo que parecía no querer oír nadie. Cuando menos se lo esperaba, los ojos verdes de Taragh se posaron en los de Mick, pero algo le impidió irse de allí. Acababa de dejarle claro que la puerta la había dejado intencionadamente abierta.

Sin apartarle la mirada soltó un par de gritos, lo que le confirmó que había llegado al clímax. Segundos después, Mick, con un abultado pantalón, salió de la sala para dirigirse a su casa. Antes de poder hacerlo, alguien lo agarró del brazo. Vio una fina y delicada mano, era la suya.

—Te he visto…

—Lo sé… —No le servía de nada esconderse. Mick se giró y la miró—. Jamás me hubiese imaginado que estuvieras con Frank…

—Eso es lo que todo el mundo piensa… —Sonrió con malicia.

—Tú y tus planes, supongo…

—Ya vas conociéndome. Creo que haremos un gran equipo —afirmó.

—¿Qué quieres?

Ella sonrió, esta vez de manera lasciva.

—Quiero comprobar quién es mejor, si el padre o el hijo…

A las 08:40 de la mañana, Mick se encontraba sentado en la mesa de la cocina de su casa. Oyó un ruido y vio aparecer a Kiara, su mujer.

—Buenos días… —murmuró con desgana.

—Mmm… —gruñó ella, más bien.

—¿Dónde está Aidan?

—¡Y yo qué coño sé! ¡Que le den por culo a ese niñato!

Él negó con la cabeza. No sabía en qué momento pudo convertirse en su mujer, ni en qué maldito día la dejó tener un hijo, un descarriado de la vida del cual ninguno de los dos quiso hacerse cargo, ni darle la educación que merecía. Ni a él ni a su hermana.

—¿Ya vas a beber?

Ella se dirigió a la nevera, sacó una botella de vino y se sirvió en una copa. Todavía estaba borracha de la noche anterior, estaba seguro.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres un poco, Mick?

—No, gracias. Prefiero beberme el café.

El móvil que Taragh le dio la noche anterior comenzó a sonar. Se sobresaltó y Kiara también, quién no tardó en soltar un fuerte bufido.

—¡Apaga ese horrible sonido!

Descolgó el teléfono con la clara intención de contestar lo que ya sabía desde el día anterior:

—Acepto.

Maureen

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