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7 Taragh

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Malahide 09.34 a.m.

Me colgó el teléfono. De nuevo se atrevió a cortarme la llamada. Resoplé y me pasé las manos por el pelo. Ese niñato estaba acabando con mi paciencia y no era capaz de pensar en nada más que en matarlo.

—¡Aaarg! —chillé, dejándome los pulmones.

Frank, sumido en sus pensamientos, soltó los papeles que tenía en la mano para mirarme en profundidad con sus oscuros ojos.

—¿Qué pasa, Taragh?

—El maldito hijo de puta ha vuelto a rechazarme la llamada. Lo quiero en mis manos ¡ya! —volví a gritar furiosa.

—Taragh, cálmate… —Intentó que mi enfado menguara.

—¡No me da la gana!

—No vas a conseguir nada poniéndote en este plan —me recriminó.

—¿Y tú qué coño sabes?

—¡Mírate! En este negocio las reglas son claras: o cumples o mueres. No hay más.

—¿Te recuerdo que tenemos un plan bastante importante? —ironicé.

Lo fulminé con la mirada mientras él agachaba la cabeza como un corderito asustado. Vino en mi busca y agarró mi brazo con delicadeza.

—Taragh… —musitó pegado a mi boca.

Me zafé de él con un manotazo, cosa que hizo que arrugara el entrecejo. En ese preciso momento, la puerta del despacho se abrió, dando paso a un tranquilo y pausado Cathal, mi marido.

—¿Sucede algo?

Ambos permanecimos en silencio mientras él nos observaba con atención.

—Aidan —fue lo único que dijo Frank. Lo miré mal. Por nada del mundo Cathal debía enterarse de mi plan. Si lo descubría, sería yo la que terminaría en pozo sin fondo y no él.

—¿Qué pasa con ese chico?

—No está haciendo las entregas como tendría que ser —me apresuré a contestar.

Frank no pestañeó, al revés, salió de la sala todo lo rápido que pudo cuando mi marido le lanzó una mirada asesina.

Cathal se dirigió a mí con la parsimonia de siempre. ¡Este hombre me ponía de los nervios! Con su habitual elegancia se quitó la levita negra, la colocó minuciosamente en la silla para que no tuviera ni la mínima arruga y se dirigió hacia la estantería donde teníamos el whiskey.

—Querida… —Su voz profunda hizo que le mirase por unos instantes. Elevé mis ojos y allí tenía unas brillantes y turquesas perlas escrutándome con la mirada.

—¿Desde cuándo has de encargarte tú de las entregas? —No respondí—. ¿Acaso has olvidado el lugar que tienes? ¿O ahora te dedicas a ir detrás de niñatos que no pagan como es debido?

Suspiré. Siempre tenía que pensar cómo hacer las cosas, que palabra tenía o no qué decir… No podía fracasar, no podía…

—No, querido esposo —contesté con ironía—, no he olvidado cuál es mi sitio. Supongo que a tu lado.

—Exacto.

Ni pestañeó. Su profunda mirada haría que cualquier persona agachara la cabeza en un abrir y cerrar de ojos, pero a mí hacía mucho tiempo que dejó de darme miedo. Demasiado tiempo. Tanto, que creí haberle perdido todo el respeto que debería de tenerle como esposa.

Me acerqué con galantería hasta situarme a su lado, posé mi mano en lo alto de la suya y le arrebaté el vaso con aquel líquido amarillento para bebérmelo de un trago, sin apartarle la mirada. Sonrió de medio lado. Este hombre creía que me conocía, pero lo cierto era que iba muy mal encaminado.

—Me voy…

—Tenemos una cena esta noche, no llegues tarde…

Rellenó su vaso sin darle importancia a lo que acababa de decirle. Me extrañó que no me preguntase adónde iba; era una persona muy controladora. Antes de abandonar la sala, la pregunta no formulada antes, salió de su boca:

—¿Se puede saber adónde vas?

—De compras. Buscaré algo sexy y caro que comprarme para esta noche.

Rio a carcajadas. De nuevo esa voz masculina y ruda surgió de él:

—Ve con Frank, no quiero que te metas en líos.

—Muy bien —contesté con desgana—, le diré al chucho que venga conmigo.

Arqueó una ceja para luego volver a mostrarme su perfecta dentadura blanca. Me apostaría el cuello a que no sabía que Frank era más que un simple vigilante para mí. Era el hombre con el que desahogaba mis deseos sexuales. Mi marido se tiraba a las cientos de putas que tenía a su disposición.

Bajé al garaje y cogí el primer coche que tenía a mano, uno de los más caros, como no. Cada vez que bajaba al parking la cosa se ponía más interesante, mi marido era un obseso del motor y la gran mayoría de su fortuna la gastaba comprando coches inalcanzables para cualquier persona.

—Sube.

Frank ni rechistó. Hizo lo propio y subió al coche sin abrir la boca, todavía molesto por mi gesto anterior.

—¿Dónde vamos, lady?

—A Cork —afirmé, mientras veía cómo meneaba la cabeza de manera negativa un par de veces.

El trayecto se hizo largo, dado que tardamos casi cuatro horas en llegar a Cork, la ciudad donde Aidan vivía. No dudé ni por un instante en plantarme frente a la casa de aquel niñato arrogante.

—Taragh… —Parecía cansado de mi actitud.

—¡No! Debo tener a ese niñato bajo mi mano o todo se irá a la mierda, ¿es que no lo entiendes?

Me desesperaba por momentos, parecía cambiar de parecer de la noche a la mañana.

—Ya no sé si estas así por eso o porque te has encaprichado del niñato.

—¿Estás insinuando que me he enamorado de él? —pregunté con sarcasmo. Hizo una mueca con los labios en desaprobación a mi pregunta, pero no contestó—. Vuelve a decir una estupidez más y te meteré una bala por el culo.

Bajé del coche pegando un fuerte portazo y saqué un cigarrillo de mi pitillera de oro. Al abrirla, sonó el cascabel que llevaba en el cierre. Cathal siempre me decía que estaba loca con el tema de las «hadas». Lo cierto era que no las soportaba y les tenía pánico, por ello siempre llevaba un cascabel conmigo, incluido en cosas tan simples como una pitillera.

Apoyada en el capó del coche vi aparecer a Aidan en su moto, solo que esta vez iba acompañado de una pelirroja que no tendría ni la mayoría de edad, de eso estaba segura. La individua se quedó mirándome con cierto temor, a lo que yo ni pestañee; al contrario. Sabía de sobra que Aidan me había visto, solo que estaba ignorándome. Poco le quedaba para seguir haciéndolo o lo próximo que correría sería su sangre…

Entré en el coche de nuevo dando otro portazo, sin apartar la vista de la ventana donde sabía de sobra que estaba el dormitorio de Aidan.

—¿Piensas quedarte todo el día aquí?

Frank bajó el periódico para mirarme a través de sus gafas de sol, giré mi cuello un poco y le observé de reojo.

—Si no querías venir…

—Tu marido no me ha dejado más opciones. Además, sé que podemos divertirnos de muchas maneras.

Posó una mano en mi sexo, metió sus manos entre mis piernas y las introdujo bajo la tela de mi ropa interior.

—¿Te ha follado hoy? —preguntó mientras introducía un dedo en mi interior.

—No —contesté tajante para después sonreír—. Ha preferido a una de sus crías de veinte años.

—Oh… —Hizo como que se lamentaba—. Entonces entiendo que estarás algo necesitada.

Abrí mis piernas un poco más.

—Frank… —Sonreí con desdén—. Yo nunca estoy necesitada porque, lo que quiero, lo tengo.

Agarré su pelo lo más fuerte que pude y lo empujé hacia abajo, él solito había empezado y él solito lo terminaría.

Un rato después, al ver que por parte de Aidan no había nada más, decidí dar una vuelta en busca de un viejo amigo. Por el camino, mi teléfono sonó, era mi abuelo.

—Abuelo.

—Nieta.

—Qué agradables son nuestras conversaciones siempre. ¿Para qué me llamas?

—Tengo que contarte algo.

—¿Y crees que va a interesarme?

—Sí…

—¡Oh, vamos! Tengo todo lo que quiero, no puedes darme nada más.

—Te equivocas. Escucha bien el apellido que voy a decirte y no lo olvides nunca: Hagarty.

Me quedé pensativa durante unos instantes.

—¿Qué es esto, un acertijo? —ironicé.

—No. Son las personas con las que debes acabar si quieres ocupar el sitio que tanto deseas dentro de…, ya sabes de dónde.

—Conozco a los Hagarty, o por lo menos a uno de ellos.

El teléfono, siempre había que tener cuidado con el maldito teléfono.

—Lo que te cuente ahora no lo hables con nadie. Cuando acabemos, tira el teléfono y rompe la tarjeta SIM. Y, sobre todo, apunta esta dirección, estoy seguro de que te es familiar.

Hice lo que me dijo bajo la atenta mirada de Frank, que no me quitaba los ojos de encima. La apunté y recordé el viejo pub que había en esa zona. Al terminar de hablar con mi abuelo, continúe con mi tarea, no sin antes deshacerme del dichoso teléfono. Arranqué el coche y me dirigí al sitio al que tenía pendiente de ir, el mismo que tras la conversación con mi abuelo se me hizo más interesante.

Entré dentro de un pub detrás de la muchacha pelirroja, y en ese mismo momento escuché su nombre: Maureen. Me senté en una de las mesas, apartada de todo el mundo, pasando desapercibida de cualquier mirada, hasta que lo vi. Afiné todos mis sentidos y escuché la conversación que tenían. Acababan de aceptarla en la Escuela Naval, bien… Sabía que me serviría de mucha ayuda y más después de lo que mi abuelo me había contado por teléfono en su extensa llamada.

Sin olvidarme de mis planes, me acerqué a la barra. John se giró y al verme se quedó paralizado.

—¿Qué haces aquí?

—¿Así recibes a todos tus clientes? —Arqueé una ceja.

—Así recibo a quienes no son bienvenidos —espetó con rabia.

—Oh, y yo estoy dentro de ese club, ¿me equivoco?

Arrugó su entrecejo.

—Vamos, John, lo pasábamos bien…

Me incliné para ponerme cerca de su rostro. Al ver que varias de las personas que estaban allí nos observaban, se retiró con disimulo.

—Vete de aquí.

—Ya veo que sigues siendo el mismo amargado de siempre. Gracias a mi aprendiste muchas cosas, no sé si es que no lo recuerdas…

—Y gracias a ti, también deseé más de una vez no haber nacido por meterme dentro de ese mundo.

Sonreí. Me encantaba salirme con la mía. De hecho, creo que siempre lo conseguía.

—Y tú solito te saliste. ¿Dónde está tu amigo Aidan?

—Ya basta, Taragh… —Parecía rendido.

—¿Perdona? —Alcé una ceja.

—Creo que esta vez os habéis pasado más de la cuenta.

—¿Y me lo vas a decir tú? ¿Acaso quieres acabar como él, ¿o peor? —Mi tono empezó a elevarse.

—No grites.

Coloqué un mechón de pelo detrás de mi oreja y lo miré por encima del hombro. De reojo vi pasar a la chica con la que iba Aidan y la curiosidad me pudo.

—¿Quién es la pelirroja? —pregunté con picardía.

Miró hacia su derecha y, cuando la identificó, su semblante cambió por completo.

—A mi hermana ni te acerques —me advirtió en un susurro.

Sonreí como una auténtica tirana, me levanté de mi taburete y me dirigí a mi coche. Tenía muchas cosas en las que pensar, tenía muchos planes que preparar y, sobre todo, debía de acabar con mi enemigo lo antes posible.

Maureen

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