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1 Maureen

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Asturias, cuatro años antes

Era una fría y lluviosa mañana de enero, aunque no era de extrañar si nos situamos en un pequeño pueblo de la costa asturiana. Acabábamos de pasar la fiesta de la Epifanía de los Reyes Magos y el minúsculo tanatorio de la zona estaba atestado.

—Lo siento mucho, mi niña.

—Te acompaño en el sentimiento.

—Pobrecita. La única familia directa que tenía en el pueblo y se le va —se oía cuchichear.

—Tienes otro ángel más que cuida de ti.

—¿Y su padre? ¿No está aquí? —Se oía a otra vecina comentar—. Podría haber venido para estar junto a su hija.

Y, así, sucesivamente, las vecinas del pueblo me daban el pésame por la muerte de mi abuela. La mujer que me había criado después de que mi madre me abandonara, cuando apenas tenía unos meses de vida.

Si tenemos en cuenta que nací, me crie en un pequeño pueblo pesquero de Asturias, y que mi abuela junto a su hermana regentaba el horno del pueblo, era obvio que la noticia corriera como la pólvora. Todos los vecinos hicieron piña en el cementerio, y conocía todos los allí presentes. A todos menos a uno. Un hombre con traje oscuro, de estatura alta, pelo claro y, le calculaba, una edad que rondaba los cincuenta. No habló con nadie. Permaneció en un rincón sin dejar de mirarme. Podría haberme fijado en más gente, pero no, mis ojos se clavaron en él y fue un instinto extraño. Aquella misma tarde, salí de dudas en casa.

—Maureen, este es el señor Sheridan y ha venido a hablar contigo —me dijo mi tía Matilde, la hermana de mi abuela.

—Hola, Maureen —se presentó—. Sé que hablas inglés a la perfección y comprenderás lo que voy a decirte.

—Su abuela no quiso que perdiese sus raíces y le inculcó todo lo que pudo parte de su segunda patria —interrumpió mi tía—. En casa todo lo hablamos en inglés.

—Gracias. —Le lanzó una mirada furtiva, a modo de que no interrumpiera, pero con educación—. En fin —volvió a dirigirse a mí—, como he dicho, tengo que hablar contigo.

Y comenzó a narrarme lo que había venido a decir.

Después del discurso de Sheridan, comprendí que mi destino cambiaría para siempre. Sería un cambio… demasiado radical.

—Estarás muy bien con tu padre —aseguró mi tía, después de escuchar el discurso del Sr. Sheridan.

—Pero apenas lo conozco… —le dije extrañada—. ¿Tú lo sabías?

—Sí. Tu abuela me lo refirió en su lecho de muerte. ¿Ella no te dijo nada?

—Nunca creí que lo dijera en serio —contesté con la mirada clavada en mis maletas a medio hacer.

—Tú continúas teniendo tu casa aquí en Asturias, pero tu padre está en Irlanda y allí está toda tu familia paterna. Vamos, Maureen —intentó animarme—, tu padre no es un extraño para ti. Sabes que te quiere y que siempre se preocupó por ti.

—Sí, claro. Una llamada cada x semanas y un Christmas por Navidad con cuatro fotografías de la familia. ¡Tengo un superpapá! —exclamé con ironía.

—Sabes que tu padre siempre se preocupó por ti. Míralo por el lado bueno, allí tienes más familia que aquí.

—Una familia que he visto tres veces en mi vida. Un padre, unos abuelos, una madrastra que conocí el día de su boda, y tres hermanastros. ¡Uf! —Resoplé fastidiada.

—Ya tienes más que yo. Yo solo tenía a tu abuela, a tu madre y algún primo de los alrededores.

—De quien guardo más recuerdo es de la madre de mi padre. Ella vino a visitarme al menos más veces y siempre fue muy cariñosa conmigo. Es la única con la que tuve contacto directo —recordé, tocándome el colgante de hadas que mi abuela me regaló la última vez que nos vimos. Hice un largo silencio y miré a mi tía—. ¿Puedo quedarme contigo? —le supliqué.

—Sabes que no puede ser —se apenó y pasó su mano por mi cabello—. Tu padre te espera, pero a mí me tendrás siempre que me necesites. No dejes de escribirme. —Me acarició la cara.

La despedida de mi tía-abuela y de mis amistades de Asturias fue el recuerdo más duro que tuve, aparte de la muerte de mi abuela. Me vi obligada a dejar de ser una niña que había vivido siempre entre algodones, para dar paso a la adolescencia más madura.

Tenía doce años cuando aterricé en el aeropuerto de Cork con el Sr. Sheridan, el abogado de la familia de mi padre. Apenas habían pasado tres días desde que nos encontramos por primera vez. Recuerdo que, al abrirse las puertas de la zona de llegadas, mi padre me esperaba con un ramo de flores en la mano, con su mujer Alison y sus dos hijos: Jake, de cinco años, y Molly, de tres.

—Bienvenida —susurró algo cortado.

No sabía cómo reaccionar. Los dos nos quedamos paralizados, mirándonos a los ojos. En aquel momento, parecíamos dos extraños, en lugar de padre e hija.

—¡Por Dios, Seán! Dale el ramo a tu hija —le regañó su mujer, poniendo los ojos en blanco y dándole un leve empujón.

—Sí, por supuesto, disculpa. Toma —reaccionó, entregándome las flores.

—Gracias —fue lo único que se me ocurrió decir, sin apartar la vista de los pétalos blancos. Mi primer reflejo fue oler el ramo.

—Bienvenida, querida —le costó decir. Aunque en su mirada noté un brillo que jamás olvidaré.

La situación era bastante incómoda y dos opciones se barajaban en mi mente: una era dar media vuelta y volver a España, y la otra que alguien cortara aquella tensión.

—No hagas caso a tu padre. Para unas cosas es muy atrevido, pero para otras, le cuesta arrancar —intervino Alison—. Bienvenida, hija. —Me abrazó.

Aquel «hija» me sonó algo raro, teniendo en cuenta que lo estaba diciendo la mujer que se estaba convertía, a partir de ese momento, oficialmente en mi madrastra. Nunca lo había pensado de aquel modo. Llevaban algo más de siete años casados, había hablado en más de una ocasión con ella por teléfono, y ya tendría que haberme hecho a la idea, pero no era así. Alison era por aquel entonces para mí tan o más extraña que mi propio padre.

—¿Recuerdas a Jake? —Me sonrió y apoyó su mano en el hombro del niño.

—Sí, claro.

Reaccioné y sonreí con timidez al ver los ojos azules de aquel niño que me miraba, sin llegar a entender quién era yo.

—Y ella es Molly —presentó a la pequeña pelirroja que guardaba un enorme parecido a mi padre, y a la vez a mí misma cuando tenía su edad—. Dadle un abrazo a vuestra hermana mayor.

Ninguno de los dos reaccionó, se quedaron embobados mirándome y abrazados a su madre.

—No pasa nada —les excusé.

Para mí también habría sido extraño el abrazar a una niñata, por mucho que mis padres me dijeran que era mi hermana.

—Vamos, chicos, es vuestra hermana mayor. No tendría que extrañaros. En casa hablamos mucho de ella —los animó Alison.

—Bueno, pues…, creo que mi papel aquí ya no es necesario —informó el Sr. Sheridan—. Maureen, te dejo con tu familia. —Alargó la mano hacia a mi padre—. Estaremos en contacto en cuanto tenga el papeleo listo.

—Muy bien. Gracias, Joe. —Los dos hombres estrecharon sus manos a modo de trato hecho—. Pásate cuando quieras por el pub.

El trayecto a casa fue algo extraño. Mi padre estaba muy callado, al contrario que Alison, quien reaccionó por la situación y hablaba por los codos al notar la incomodidad del silencio. Era cierto que deseaba con todas mis fuerzas que así fuera.

Nos desviamos en una de las calles de St. Patrick St. y el coche paró delante de un pub. El Hagarty’s era el pub de mi abuelo, donde trabajaba la familia. Entramos por una puerta lateral y dejamos las maletas a pie de escalera. Al otro lado se oían voces de festejo.

—Sube y te enseñaremos tu habitación —sonrió Alison.

Obedecí, no sin mirar las paredes de papel dibujado en color crema y granate, y los escalones de madera, forrados con moqueta rojiza, que sonaban al pisarlos. Subimos tres pisos, abrió una puerta y allí vi una habitación muy femenina. Constaba de una cama con dosel, un armario blanco, una cómoda a juego, una mesita de noche del mismo estilo y un escritorio con una silla.

Todo era algo, no sé… Infantil no es la palabra, pero, quizá, algo juvenil sí que era. Colores rosa pálido, mezclados con blanco roto y algo en rosa más oscuro. Menos mal que no había nada en fucsia ni colorines fuertes que hicieran recordar un cuento de princesas Disney.

—¿Te gusta? —preguntó Alison excitada y nerviosa a la vez.

—Sí, está bien —contesté resignándome al mirar alrededor el escenario que iba a ser parte de mi vida en los próximos años.

—Acondicionamos el desván en dos habitaciones y un baño. Espero que no te moleste, no hay demasiadas habitaciones para cada uno de la casa. John dormía con Jake hasta ahora, pero se instaló en la habitación de enfrente hace unas semanas.

—¿John vive aquí? —pregunté extrañada.

—Sí, tu hermano mayor vive ahora con nosotros. Vaya, ahora sí que somos familia numerosa. —Sonrió. Su nerviosismo no cesaba.

John era mi hermano por parte de padre, de una relación anterior a la de mi madre. Tenía dieciséis años, y no sabía que vivía con ellos. La última vez que lo vi fue en la boda de mi padre con Alison, como a toda la familia. Tenía recuerdos de él, como de todos, por fotografías.

—¿Y él duerme aquí arriba también?

—Sí. Vaya. El desván va a ser zona adolescente. —Volvió a sonreír.

Aquella mujer estaba siendo muy amable conmigo y no sabía qué reacción debía tener yo con ella. Era una niña algo desconfiada, pero me estaba siendo algo incómodo no agradecerle aquella atención. Sonreí con timidez sin dejar de mirar toda la habitación. Me acerqué a la mesa de escritorio y vi dos folios con dibujos.

—Jake y Molly quisieron hacerte un dibujo de bienvenida.

—Son muy bonitos, gracias —lo agradecí con sinceridad.

—Bien, será mejor que bajemos al pub y saludemos al resto de la familia. Tu padre está abajo también y estoy segura de que tu abuelo querrá verte.

—¿Y la abuela? ¿Está abajo también? —me interesé.

Tenía buen recuerdo de ella, todo el buen recuerdo que puede tener una nieta que se siente querida por su abuela que viene desde tan lejos para jugar con ella. Mi abuela Herminia se llevaba a las mil maravillas con ella y, más de una vez, las había visto conversar animadas de sus cosas. Tenía su imagen grabada a la perfección en mi memoria y solía aparecer en las fotos que mi padre me mandaba. Mi padre siempre me dijo que, aparte de tener su mismo nombre, ya de pequeña apuntaba maneras para tener su mismo carácter.

—Claro que sí —contestó con obviedad.

Aquello me alegró. Fue la primera buena noticia que sentí desde que llegué a Cork y tenía ganas de bajar.

—¿Dónde está el baño? —pregunté algo cortada.

—Es esta puerta de al lado. La de enfrente es la de John —me indicó Alison—. Bien. Entonces te esperamos abajo. Ya has visto donde está la puerta que comunica con el pub.

—Sí, gracias. Enseguida bajo.

Entré en aquel minúsculo baño, pero que para dos personas era suficiente. Una taza, un lavabo, un armario y un plato de ducha. ¿Qué más se podía pedir?

Mentí al decir que necesitaba ir al baño. Era para estar sola y acabar de asimilar todo aquello. Me senté en la taza del váter y hundí mi cara entre mis rodillas. «¡Dios! Dame fuerzas para afrontar todo esto». En aquel momento noté cómo una corriente de aire me envolvía los tobillos. Miré las paredes y no había ninguna rejilla. Supuse que vendría de debajo de la puerta. Volví a suspirar apoyando mi espalda a la pared y oí como un susurro lejano. Era una voz que decía algo que no podía entender, deduje que sería la música que tendrían abajo o algún tono de un teléfono móvil.

En el recibidor de casa había una puerta de madera vieja abatible, con cristales opacos, y que comunicaba con el pub. Al abrirse, el olor que recordaba de mi infancia se hizo presente. Aquella mezcla de cerveza, whiskey y madera vieja me hizo recular en el tiempo. La ley de la prohibición del tabaco dentro de los lugares públicos hizo que me faltara ese aroma. No recordaba muy bien la decoración ni la distribución de la casa, pero el olor de allí dentro era inconfundible.

El pub también había cambiado. La gran barra en el medio, los bancos y los sofás de alrededor del local los veía más grande. Suponía que, al tener cinco años la última vez que estuve allí, hizo que no tuviera la distribución demasiado definida.

Al primero que vi fue a mi padre hablando con un hombre en la esquina de la barra, junto a él estaba mi abuelo Eoin (Owen), mi tío Brannagh (Brana), y deduje que el chico que atendía una mesa era mi hermano John. No vi a mi abuela, a la que busqué entre los allí reunidos. Me sentí algo extraña al ser saludada por tanta gente desconocida para mí. Parte de la familia de mi padre de la que apenas guardaba un vago recuerdo había venido a recibirme.

Me giré y la vi. Era mi abuela. Pelo canoso —que antaño había sido pelirrojo, como el mío— ojos verdes, nariz respingona y maquillada de la manera más coqueta posible.

Nana —susurré y me alegré, aunque aquella emoción impidió que me moviera.

Teacht anseo, leanbh (ven aquí, querida). Fáilte abhaile (bienvenida a casa) —me dijo en irlandés y me abrió los brazos.

Me abracé a ella y sentí aquel olor a violetas que tanto me gustaba. Respondió a mi abrazo y me acarició el pelo. En aquel momento, mi cabeza se apoyó en el colgante que llevaba siempre colgado en el cuello. Noté un cosquilleo y mi cuerpo sintió un hormigueo acompañado de un calor que, a día de hoy, todavía me cuesta describir.

—Estás preciosa —me apartó cogiéndome por los hombros y me repasó de arriba abajo.

—¡Dios santo! —exclamó mi abuelo—. Tiene el mismo parecido a ti cuando te conocí.

—¡No digas tonterías, Eoin! —le regañó ella—. Maureen es más hermosa, y la mezcla española e irlandesa la hace más especial. Pero el encanto celta lo sigue manteniendo en sus venas —se enorgulleció.

No había cosa en el mundo que le enorgulleciera más a mi abuela que la cultura celta. Ella nació en el norte de Irlanda, en Blacksod, en el condado de Mayo. Cuando mi padre se casó, recuerdo haber pasado allí unos días con ella y mi abuelo. Me contaron que, en cuanto mi abuela supo que la familia de mi madre era asturiana por muchas generaciones, no cabía en sí de alegría. Aquella tarde estaba tan guapa… Estaba tal y como la recordaba. Incluso su inseparable colgante de «hada» adornaba su esbelto cuello.

—Bienvenida —se acercó John tímido, haciéndose paso entre la gente.

—Gracias —le agradecí.

No sabía lo que era tener un hermano. Me había criado sola toda mi vida, con apenas la compañía de mi abuela y su hermana soltera. Y, de repente, tenía una enorme familia: padre, madrastra, hermanastros, abuelos, tíos, primos…

—Llevan días preparando tu llegada —me confesó en un rincón.

—A muchos no los conozco. —Observé a la multitud.

—Yo tampoco los conocía, pero los verás muy a menudo por aquí. Este es el centro de reuniones de la familia y de la zona.

Las pintas de cerveza comenzaron a correr y la puerta no dejaba de abrir y cerrarse. Aquel ajetreo, pronto me daría cuenta, era la cosa más normal y formaría parte de mi monotonía diaria.

—¿Cómo es? —le pregunté a John en la escalera, en un momento en que conseguimos estar a solas.

—¿Cómo es quién?

—Eh… —me costaba pronunciar la palabra, pero debía acostumbrarme—, papá.

—Es… —pensó y se sentó a mi lado— reservado, observador y de pocas palabras, pero se puede hablar con él.

—Pues a mí apenas me ha dirigido la palabra —le reproché.

—Dale tiempo, él no es como Alison —bromeó.

—¿Y ella? ¿Cómo es?

—Es buena mujer. Quiere mucho a papá y todo lo que le rodea. Yo desconfié de ella cuando vine a vivir aquí, tanta amabilidad me confundía. Pero no se mete en mis asuntos y con eso me basta. Dice que para mis problemas debo recurrir a papá, porque son cosas de hombres. Pero que, si él no me hace caso, ella estará allí.

—Es mayor que papá, ¿no?

—Sí, pero se llevan bien. Desde que estoy aquí, no he oído nunca una riña entre ellos.

—¿Por qué estás aquí?

—Digamos que no le gusto demasiado a la pareja de mi madre, y ella como está locamente enamorada de él… Pues vine aquí—Suspiró mirando al suelo sin demasiada preocupación—. Que ella haga su vida y yo haré la mía. Fue la abuela quien, al sonsacarme mi situación en casa, me propuso venir. A papá lo veía de vez en cuando y siempre se preocupó por mí. Era él quien me contaba cosas de la familia y siempre te tenía presente. En cuanto llegaba una foto tuya, la colgaba en su rincón particular de fotografías. Pero siempre ha sido la abuela quien ha llevado la voz cantante en esta familia, por mucho que el abuelo crea que es él.

Antes de comenzar el colegio, mis «padres» quisieron que me habituara a la casa y a la familia, para que no resultara todo tan drástico. Pasaba horas mirando la televisión, bajando al pub, aprendiendo cómo mi padre servía las pintas de cerveza, bromeando con mi hermano y mis primos, y comenzando a llevarme con mis hermanos pequeños. No fue fácil, la verdad, pero sabía que no habría marcha atrás.

A los diez días comencé las clases en el colegio de la zona. Un colegio público donde yo era el nuevo weirdo (bicho raro). Diana perfecta de las bromas, la española recién llegada, la niña que le costaba seguir las clases por la falta de comprender el idioma al cien por cien. La que no se enteraba de nada en las clases de gaélico. En fin, no fue idílico que digamos. Niñas repelentes que me hacían el vacío, por ser la nueva y chicos que pasaban automáticamente de mí. Todos menos uno: Dylan Ronayne. Él fue mi amigo de escuela y a él también le hacían el vacío, por ser… diferente. Con «diferente», me refiero a que se corrió la voz por el tema de su homosexualidad y los demás chicos le daban de lado. Era una época donde la homosexualidad no estaba del todo aceptada en aquella sociedad.

En fin, nos convertimos en besties a la fuerza y nuestros vacíos se unieron.

Al principio, en casa les chocó bastante el tema de Dylan —a mi padre en concreto—. A Alison no le importaba, y mi hermano John, digamos que lo aceptaba, pero prefería mantenerse apartado, por si acaso. Una vergüenza. Yo lo veía de la manera más normal, al haber tenido como vecino en Asturias a un chico de la misma orientación sexual, y en el pueblo nadie le hacía de menos.

Mi vida en Cork fue adaptándose, poco a poco. Las reuniones familiares, la vida entre casa, la escuela y el pub, las tardes de paseo con Dylan, el cuidado de mis hermanos menores y la aceptación por parte de mi hermano John de tener a una hermana adolescente. Los machaques de mi abuela con el gaélico los encontraba a veces excesivos. Alison estaba encantada con aquella vida familiar, y mi padre pasaba mucho tiempo trabajando en el pub, pero sin perdernos de vista. John y yo nos mirábamos siempre que lo sorprendíamos en los momentos en los que estábamos todos juntos y lo veíamos sonreír por cosas tan simples como el escuchar a Jake explicar lo que le había pasado en el colegio o simplemente mirando a Molly jugar con sus muñecas en su «hora del té».

Maureen

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