Читать книгу Incítame - Angy Skay - Страница 11
5 Max
ОглавлениеLlegamos a casa de Bryan. Durante el trayecto, no hemos hablado nada. El tema de Any sigue siendo incómodo de tratar. Estoy seguro de que se ha ido inmerso en sus pensamientos, porque ni se le ha pasado por la cabeza preguntarme por la chica que nos hemos encontrado. Paso el resto de la tarde jugando con Lucy y Natacha. Las echo tanto de menos…
—¿Vas a quedarte mucho tiempo, tío Max? —me pregunta Lucy, abalanzándose sobre mí.
—Esta vez no, preciosa. Me quedaré hasta el martes.
—El martes es dentro de… —Natacha se pone a contar con sus deditos y me mira, frunciendo el entrecejo.
—De tres días, cielo —le aclaro la duda.
—¡Eso es muy poco! —reniega Lucy, encima de mí.
—Pero tengo que volver a mi casa, cariño. Jason está solo.
—¡Pues habértelo traído! —refunfuña ahora Natacha.
—Os prometo que la próxima vez que venga me quedaré más tiempo.
—A ver si es verdad, porque luego te marchas siempre corriendo. —Natacha cruza sus bracitos sobre su pecho y me mira arrugando la nariz.
Estiro mi mano y la echo encima de mí junto con Lucy. Les doy un beso a las dos y empiezo a hacerles cosquillas para cambiar de tema. Es una táctica de distracción que no me falla nunca.
El tema de que Bryan lleve esquivándome prácticamente desde que hemos llegado empieza a preocuparme. Dejo a las niñas con Giselle y me dirijo al interior de la casa. Comienzo a buscarlo, pero me encuentro a Any en mitad del pasillo.
—¿Has visto a Bryan? —le pregunto.
—Sí, está en el despacho.
Voy a empezar a caminar cuando me sujeta del brazo y me mira fijamente.
—¿Ha ocurrido algo, Max?
Observo su agarre y después a ella.
—No —le contesto simplemente.
Asiente sin convencimiento alguno, contemplándome con fijeza a los ojos, como si estuviera intentando descifrar por qué estoy mintiendo.
Entro en el despacho y Bryan está mirando un punto fijo de su mesa, dándole vueltas a un bolígrafo que tiene en las manos.
—¿Podemos hablar? —le pregunto sin moverme del sitio.
—Claro. Cierra la puerta… con llave.
Elevo mi mirada hacia él. No me gusta ni un pelo esto último.
—¿Crees que es necesario echar la llave? —le cuestiono, levantando mi cabeza.
—No lo sé… Eso lo determinará la conversación que quieras tener conmigo, ¿no crees? —me dice con frialdad.
Mal asunto.
Un silencio incómodo se apodera de la estancia. No sé ni siquiera qué quiero decirle.
—En vista de que no piensas empezar esta conversación, lo haré yo —continúa. Se levanta de su silla y comienza a dar vueltas por la habitación. Meto las manos en mis bolsillos y lo observo con detenimiento. Se detiene en la ventana y observa el exterior—. En Londres no tienes a nadie. Y no quieres venirte aquí con nosotros, vale… —Suspira—. Me dices que no siga por ese camino cuando te hablo de Any. Así que mi pregunta es: ¿Vas a explicarme por qué? O, mejor dicho, ¿vas a seguir negándome que, pese a que ha pasado el tiempo, sigues enamorado de ella? —me pregunta con cierto sarcasmo.
Asiento varias veces y respiro hondo antes de contárselo:
—Jamás imaginé que esto podría pasarnos a noso…
—Ni yo tampoco —me interrumpe. Cierra los ojos con lentitud, como si no quisiera escuchar mi respuesta.
—No puedo decirte si es aprecio o amor lo que siento por ella —me mira fijamente—, pero sé que no puedo estar cerca de Any demasiado tiempo. Eso es todo.
—Eso es todo… —repite mis palabras, asintiendo despacio—. Pero le has dicho que la quieres. Te he escuchado.
—Sí, la quiero.
Se pasa una mano por la cara, crispado, y su rostro se contrae por segundos. Está cabreándose.
—Y, aun así, he estado cuando me has necesitado. Prometí no sobrepasar la línea, y lo he cumplido a raja tabla —le recuerdo.
—Pero no puedes estar cerca de ella… —repite mi frase con ironía.
Saco las manos de mis bolsillos y las cruzo en mi pecho, a la defensiva.
—Solo escuchas lo que quieres. ¿Piensas repetir todo lo que te diga? —le pregunto despectivo.
Y, entonces, explota como un volcán:
—¡Y tú, ¿puedes decirme qué coño te pasa?! ¿Es que no hay mujeres en el mundo? ¿Tenemos que pelearnos por la misma? —Está histérico—. Esta situación me puede, ¡y lo peor de todo es que no sé cómo actuar! —Le da una patada a la silla que tiene delante y cae al suelo—. Sé qué piensas que la mereces más que yo, pero estás equivocándote, ¡y mucho! —Me señala con el dedo.
—¿Cuándo cojones te he dicho eso, Bryan? ¡¿Cuándo?! —Me irrito igual que él. Niega con la cabeza y aprieta su mandíbula con fuerza. Se lleva una mano a la cabeza y la presiona de la misma forma—. ¡¿Tan difícil de entender es que necesito mi espacio?! —le grito—. ¿Acaso he intentado hacer algo para que se olvide de ti? Cuando desapareciste dos putas semanas, yo fui el que estuve a su lado. ¡Yo! ¡Y no pasó nada! —rujo.
—¡¡No me saltes con esas!! —brama, dejándose la voz—. Sabes de sobra que esas dos putas semanas fueron un infierno, ¡y fue necesario! Te recuerdo que ¡yo! —se señala— fui el que tuvo que desaparecer y perderme en Suecia, sin poder estar con mi familia para protegerla. ¡Así que no me vengas con gilipolleces, Max!
—¡No me vengas con gilipolleces tú, Bryan! Fui su paño de lágrimas, cuidé de tus hijas, me encargué de todo el traslado a Cádiz y estuve veinticuatro horas pendiente de todo. Si hubiese querido… —intento pensar antes de hablar, pero las palabras brotan de mi boca solas—, te hubiese apartado de ella para siempre.
Se acerca a pasos agigantados hasta que llega a mi altura. Me coge de la camiseta y me empotra contra la puerta. Está desquiciado. Levanta su puño y lo aprieta con rudeza, dejándolo en el aire. Me mira con los ojos inyectados en sangre, y noto que tiembla de rabia. Sé que mis palabras no han sido las adecuadas, pero las suyas tampoco.
—Jamás… —sisea—. Jamás se te ocurra hacer tal cosa, o no respondo —me ladra.
—No es necesario que me amenaces.
Me suelto con brusquedad de su agarre, dándole un leve manotazo a la mano con la que tiene sujeta mi camiseta, y abro la puerta del despacho sin quitarle los ojos de encima.
Otra vez esa mirada. Otra vez esa rivalidad.
Cuando desvío mi vista, me encuentro a Any clavándome los ojos. Coge aire para hablar, pero al ver sus intenciones, la corto:
—¡No! —Hago un gesto en el aire y desaparezco.
Se queda de pie observando cómo me marcho. De lejos, escucho cómo Bryan maldice en voz alta. Me detengo al final del pasillo y lo miro. Sigue con los brazos cruzados en su pecho, contemplándome. Niego un par de veces con la cabeza y salgo de la casa. Necesito estar solo un buen rato.
Llego al lugar donde esta mañana me he encontrado con la chica que me ha dicho que se llamaba Lola. Qué mal saben mentir las mujeres algunas veces. Entro en el primer local que veo. He venido aquí porque es el único camino que conozco.
Está abarrotado de gente. Me dirijo hacia la barra y llamo a una camarera. Saco mi móvil del bolsillo y veo un wasap de Marian.
Marian:
Necesito hablar contigo. ¿Cuándo vuelves?
Le contesto con rapidez para quitármela de encima:
Max:
El martes. Te llamaré.
No me llega una respuesta, así que respiro aliviado. La bronca con Bryan me ha dejado exhausto. No sé si alguna vez dejaremos de pelearnos por la misma mujer. Quizá, el motivo por el cual no pueda estar cerca de ella demasiado tiempo sea el cariño tan especial que le tengo. O quizá… esté obsesionándome.
Me suena el teléfono. Es Any. Rechazo la llamada.
—¿Qué le pongo? —me preguntan.
Levanto mi cabeza y me quedo pasmado mirando a la tal… Lola.
—¡Vaya casualidad! —Tuerce el gesto. No le agrada mi presencia—. ¿Te molesto?
—Has sido un grosero. —Cruza los brazos a la altura de su pecho.
Sonrío.
—Entonces, mejor que no te diga los pensamientos que tengo en este instante.
—Pero ¿cómo te atreves…? —pregunta alucinada.
Levanto mi cuerpo del taburete y me inclino hacia delante hasta que tengo su cara justamente frente a la mía. Su respiración entrecortada me da en el rostro. El pantalón empieza a apretarme.
—Cuando quieras, te demuestro por qué me atrevo —le contesto sensual.
Alza su barbilla y sonríe con sarcasmo.
—Te lo tienes demasiado creído, ¿no? Seguro que no es para tanto —asegura con malicia.
Retiro mi cuerpo de la barra cuando observo que la gente del local empieza a mirarme con extrañeza. Apoyo una mano en mi barbilla.
—Cuando te veas capacitada, te lo demuestro, y así lo corroboras. —La miro fijamente—. Quiero un whisky doble con hielo…, por favor. —Digo esto último con una amplia sonrisa.
Se gira lentamente sin quitarme los ojos de encima. Dirige su cuerpo a la estantería que tiene detrás y me sirve lo que le he pedido. Me permito observar su cuerpo con detenimiento: estrechas caderas, trasero respingón, piernas largas. Me atrevería a decir que mide sobre un metro setenta. Tiene las manos finas y cuidadas y, como dije anteriormente, es más delgada de la cuenta, aunque igualmente apetecible.
Vuelve hacia mí y se da cuenta de que estoy mirándola con ojos de deseo. Ajusto mi pantalón e intento apartar un poco los pensamientos obscenos que tengo en este instante, o no podré levantarme del taburete en un buen rato.
—Aquí tienes. —Me mira un segundo y prosigue—: Y… estoy bastante capacitada, para todo. —Recalca esto último.
Asiento con entusiasmo. Le doy un sorbo a mi vaso mientras nuestras miradas siguen inmersas la una en la otra.
—¿Cómo dices que te llamas? —le pregunto pilluelo.
Se ríe. Apoya sus brazos en el congelador que tiene entre la barra y ella. Inclina su cuerpo un poco y veo sus exuberantes pechos, los cuales llaman mi atención.
—Me llamo… Olga… —Sonríe—. Y, por favor, mi cara está aquí —me indica, señalándose el rostro.
Levanto la vista hasta sus ojos.
—Puede ser que haya cosas que me interesen más que tu cara…, Olga. —Le muestro una gran sonrisa.
Me observa por última vez y se marcha para seguir atendiendo al resto de los clientes.
A las cinco de la mañana, me encuentro en la puerta del mismo local, esperando a que salga. Está terminando de limpiar para después cerrar.
—¡Hasta luego, Olga! —se despide, saliendo por la puerta trasera. Se asusta al verme apoyado en la pared—. ¿Qué haces aquí?
—Esperarte… ¿Te llamas Olga tú o tu compañera?
Me mira con intensidad.
—¿Te he pedido yo que me esperes? —No responde a mi pregunta.
Me acerco peligrosamente a ella y, cuando estoy a tan solo escasos centímetros, recojo un mechón de su pelo que escapa de su coleta alta.
—Me gustaría ver lo capacitada que estás —le susurro al oído.
Sé que se estremece. Empiezo a notar la famosa respiración agitada que surge cuando está nerviosa. Me contempla a través de sus pestañas, y su respuesta, la cual no esperaba, me sorprende:
—Estoy libre.
Llegamos a un hotel que hay cerca de donde nos encontrábamos. El camino ha sido corto, indicado por ella.
—¿De dónde eres? —me pregunta.
Giro mi cara hacia ella y sonrío.
—¿Tendría que decírtelo? Tú no quieres decirme ni tu nombre —le recuerdo.
—He visto en tu tarjeta que pone una dirección de Londres, así que supongo que serás de allí.
Chica lista.
—Has acertado.
—Yo tampoco sé tu nombre.
—¿Y tú eras…? —Lo digo como si se me hubiera olvidado.
—María —me contesta con una sonrisa burlona.
Una pequeña carcajada sale de mi garganta. Bajamos del coche y entramos en la recepción del hotel. Mientras cojo la tarjeta de la habitación, ella se queda de pie unos pasos más atrás, contemplando la estancia.
Me giro cuando lo tengo todo y le extiendo mi mano, la cual acepta sin rechistar. Abro la puerta, la insto a que entre y me coloco justo detrás de ella.
—¿Lista? —murmuro en su oído.
—Claro —me contesta sensual.
Me deshago de mi chaqueta y la tiro al suelo, sin importarme las arrugas que puedan quedar luego. Coloco las manos en su cintura, y aprecio cómo el vello se le pone de punta.
—¿Tienes frío? —le pregunto, posando mis labios en su cuello.
Lo gira un poco hacia la izquierda cuando comienzo a deslizar mi lengua provocativamente por él. Me planto delante de ella y veo que tiene los ojos cerrados.
—Ya puedes abrir los ojos —susurro quedo.
Los abre y me mira. Están destellantes. Alargo mi mano y, de un tirón seco, la junto a mi cuerpo. Alza sus ojos mientras pasa un dedo por mi mejilla. Respiro entrecortadamente y, sin esperar ni un segundo más, devoro su boca con ferocidad.
Con una mano, aprieto su trasero y, de un solo impulso, la elevo. Enrosca las piernas en mi cintura, doy un paso y la empotro contra el armario. Le quito la camiseta con urgencia y mis manos pasean por su figura hasta llegar a sus pechos. Le desabrocho el sostén en un abrir y cerrar de ojos y lo lanzo al suelo junto con mi chaqueta. Restriego mi cuerpo contra ella para que note mi dura erección. Agarra el bajo de mi camiseta y nos vemos obligados a interrumpir la batalla que juegan nuestras lenguas.
—¡Por Dios! —exclama cuando termina de sacarme la camiseta y ve mis adorables músculos.
En momentos como estos es cuando le doy gracias a Dios porque existan los gimnasios. No tiene precio ver la cara de las mujeres cuando te deshaces la ropa.
—No te distraigas tan rápido.
La sujeto de la nuca y tiro de su pelo para volver a introducir mi lengua en su boca. Doy la vuelta con ella en mis brazos y la lanzo a la cama. Un deseo irrefrenable me ruge con fuerza.
Me abalanzo sobre su pecho y succiono uno de sus excitados pezones para devorarlo y tirar fuertemente de él, provocando que un pequeño grito salga de su garganta. Repito el mismo proceso con el otro mientras arrastro sus pantalones junto con su tanga para dejarla desnuda. Llevo mi mano hasta el bolsillo trasero de mi pantalón y saco un preservativo de la cartera sin dejar de lamerle el cuello. Sujeta mi pelo y le da suaves tirones. Aparto una de sus manos de mi cabello. Me separo de ella para girarla con un movimiento magistral y dejarla bocabajo en la cama.
Gime.
Deslizo mis pantalones junto con mi bóxer por mis piernas. Toco mi miembro repetidas veces y, en un abrir y cerrar de ojos, me coloco el preservativo. Agarro sus piernas y la pongo de manera que mi introducción en ella sea lo más rápida posible.
—¿Tienes prisa? —me pregunta jadeante.
—¿Ahora mismo? Sí —afirmo.
De una estocada, me introduzco en ella. Grita. La sujeto de las caderas y comienzo mi ataque brutal sin parar. No hay delicadeza alguna ni besos de amor. Solo es sexo salvaje en una noche de lujuria irrefrenable.
La escucho respirar con agitación. Mientras tiro de su cabello, no se me escapa cómo sujeta la colcha ni cómo un color blanquecino comienza a cubrir sus nudillos.
—Oh, Dios… —jadea.
—Luego me dices si me lo creo o es cierto —digo, dando dos fuertes embestidas en seco.
Continúo mi ritmo hasta que, como si tuviéramos una sincronización extraña, los dos llegamos al clímax. Caigo desplomado encima, intentando estabilizar mi respiración. Siento cómo hunde la cabeza en el colchón y cómo su cuerpo sigue temblando todavía.
En ese momento, mi móvil vuelve a sonar. Me reincorporo, alargo la mano y saco el teléfono del bolsillo de mi pantalón. Tengo cuatro wasaps de Any; ni uno de Bryan.
Any:
¿Dónde estás?
Max, contéstame, por favor.
No conoces la ciudad. Vas a perderte.
¡Max, coge el puto teléfono!
Vale, este último me avisa de que está bastante cabreada. Elimino las siete llamadas perdidas que tengo de ella también.
Suspiro con fuerza. Ahora no quiero pensar en eso.
—¿Qué hora es? —me pregunta entrecortadamente.
Miro de nuevo el móvil. No me había ni fijado.
—Van a dar las siete de la mañana.
Caigo a plomo encima de la cama y miro hacia el techo, poniendo un brazo en lo alto de mi cabeza. Noto cómo se levanta como movida por un resorte y empieza a vestirse a toda prisa.
—¿Qué haces? —le pregunto extrañado.
—¡Tengo que irme!
—¿A dónde? Son las siete de la mañana.
—Tengo…, tengo… Yo… —balbucea.
La miro sin entender nada mientras se pone la ropa en dos segundos. No había visto a nadie vestirse tan rápido en mi vida. Me levanto de la cama, llego a su altura y sujeto con suavidad su brazo.
—¿Tengo que volver a quitarte la ropa? —murmuro, pegado a su boca.
—No —me contesta tajante.
Se deshace de mi agarre. No entiendo su comportamiento.
—¿He sido demasiado brusco?
No me responde. Está sumida en sus pensamientos, y eso es algo que me preocupa bastante. Se dirige hacia la puerta y la sigo.
—¿Te he hecho daño? —insisto, ya preocupado.
Se gira para mirarme a la cara y, ya de paso, repasa mi cuerpo de arriba abajo. Sonríe con picardía.
—No, no me has hecho daño. Simplemente, tengo que irme. Están esperándome. —Abre la puerta y, antes de irse, clava sus ojos en mí—. Ah…, y… ha estado bien. —Me guiña un ojo y desaparece de mi vista. Cierra la puerta y nuestras miradas se pierden.
—¿Ha estado bien? —repito sin creerme lo que acaba de decir.
«¿Solo bien? No, no, no, estoy seguro de que no estoy perdiendo facultades. Eso tendrá que aclarármelo en otro momento, tal vez».