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2 Aeropuerto de Jerez de la Frontera Cuatro años después
ОглавлениеDesmonto del avión que acaba de trasladarme desde Londres. Menos mal que he venido con ropa cómoda. Últimamente no aguanto estar todo el día con un traje de chaqueta a cuestas. Me dirijo hacia la ventanilla de alquiler de coches. Bryan no ha podido venir a buscarme, así que le dejó las llaves de uno de sus coches al chico que tengo en el mostrador de enfrente.
—Buenos días. ¿Juan? —le pregunto al muchacho.
—Buenos días. Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me dejaron un coche para recogerlo a nombre de Máximo Collins.
El joven investiga en su ordenador hasta que da con él.
—Sí, un Audi A5. Está en la plaza número cuarenta y tres del aparcamiento.
Cojo las llaves que deposita en el mostrador y firmo el papel de la entrega. Cuando encuentro el maldito coche, pongo rumbo a Cádiz.
Siempre llego tarde. No sé cómo me las arreglo para hacerlo, pero no falla. Salga antes o después, nunca soy puntual, y el hecho de no conocer la zona no hace nada más que empeorarlo.
Tengo que pararme a comprar las velas. ¡Es que no sé para qué me mandan a mí! ¡Si no conozco la ciudad! Hoy es el cumpleaños de Giselle, la madre de Bryan. Desde que se mudó aquí con Any y sus hijas nos vemos menos.
—Perdone, ¿puede cobrarme estas velas? —le pregunto acelerado.
Las dejo encima del mostrador del supermercado a toda prisa. La dependienta parece tener la tranquilidad más grande que exista en este mundo.
—¡Quillo! Tranquilo, que no se te va el tren.
Enarco una ceja. No entiendo nada.
—¿Perdone?
La mujer, de pelo canoso, me mira por encima de sus gafas y niega con la cabeza.
—Que te va da un infarto, hijo.
Sé que los andaluces tienen un lenguaje extraño para alguien como yo; lo sé por la mujer de mi amigo. Pero esta señora está comiéndose demasiadas sílabas.
—Querrá decir que me va a dar un infarto —aclaro.
—¡Ea! Po eso he dicho, quillo.
Dios mío de mi vida…
—Ya —me limito a decir.
—Oye, una cosa, tú tienes acento de mu guiri, ¿no?
—Esto… Sí. ¿Me cobra las velas?
Está acabando con mi paciencia. La mujer asiente y mira de nuevo por encima de sus gafas. Se pega el paquete de velas a la cara y después teclea la vieja caja registradora. ¿Para qué quiere las gafas?
—Son dos euros, bonito.
Desesperado, saco los dos euros del bolsillo, y doy gracias a Dios por haberme acordado de cambiar el dinero a primera hora de la mañana.
—Gracias.
—De na.
Me quedo pasmado mirando a la dependienta, hasta que reacciono. Si voy a vivir aquí, tendré que acostumbrarme a este idioma, porque es un idioma, por lo menos para mí.
Salgo de la tienda echando humo y me meto en el coche justo cuando el maldito teléfono me suena.
—¿Sí?
—¿Dónde estás? —me pregunta aburrido mi amigo Bryan.
—¡Ya voy! No puedes ni imaginarte lo que he tardado en comprar unas putas velas.
—Ya me imagino. No te entretengas, ¡date prisa!
—¡Que sí! Ya voy. Si te hubieras dignado a venir a buscarme… —le reprocho, molesto.
—¡Vamos, Max! Sabes que no podía, ya te lo dije.
—Lo sé, lo sé…
—¿Entonces? Venga, deja de renegar y mueve tu culo hacia casa.
Arranco el coche y salgo derrapando por la carretera hacia la casa de mis amigos. Mi móvil vuelve a sonar. Es un wasap. Cuando leo de quién es, la mala leche ruge con fuerza en mí.
Marian.
—¿Qué coño querrá está mujer ahora? —musito.
Me incorporo a la carretera mirando el móvil aún, y cuando levanto mi vista hacia ella, tengo que dar un frenazo. Una chica apoya sus manos en el capó y le da un fuerte golpe, maldiciendo. ¡Joder, casi la atropello! Bajo del vehículo inmediatamente mientras escucho cómo me chilla:
—¡¿Pero tú eres gilipollas o qué te pasa?! ¡Casi me atropellas!
La repaso de pies a cabeza, embelesado. Creo que no había visto semejante belleza en mi vida. Lo que tengo delante de mí acaba de dejarme trastocado: alta, morena, ojos negros como la noche, pelo negro y largo hasta la cintura, y delgada; quizá demasiado para mi gusto. Lleva ropa de deporte. El subir y bajar de su pecho me indica lo agitada que está. Hace gestos con su mano mientras continúo observándola.
—¿Qué pasa, es que no me oyes? —me pregunta, meneando su mano frente a mí.
—Lo siento. Yo… —intento disculparme.
Me corta de inmediato:
—¡Bueno, bien! ¡Encima, un guiri! —exclama, poniendo sus manos en el aire.
Inclino la cabeza hacia delante. ¿Todo el mundo va a estar llamándome guiri constantemente?
—Disculpa…
Vuelve a interrumpirme:
—¡Ni disculpa ni hostias! ¡A ver si miras más por dónde vas y te dejas el teléfono metido en los pantalones! —vocifera furiosa—. ¡Casi me matas!
—Estoy intentando disculparme.
—Mejor que no te diga yo por dónde me paso tus disculpas. —Hace un gesto con sus ojos para darle más énfasis.
Entrecierro los míos y vuelvo a repasarla de arriba abajo.
—Si por lo menos me dejaras pedirte perdón, esta conversación tan absurda habría terminado hace cinco minutos —reniego.
—Y si tú —me señala con el dedo— dejaras de repasarme con tus ojos de arriba abajo, también habríamos acabado ya —me rebate ofendida.
Me niego a seguir su juego. Doy un paso hacia ella, lo que ocasiona que me contemple aterrada. Le toco el hombro y da un respingo; el simple roce me quema. Los dos nos miramos al instante.
—¿Se puede saber quién te ha dado esa confianza? —me pregunta molesta.
—Solo iba a preguntarte si estabas bien.
—Sí, lo estoy —me dice, incómoda.
Asiento varias veces. Me mira a través de sus pestañas, y por muy extraño que parezca, no soy capaz de apartar mis ojos de ella. Noto cómo el ambiente empieza a tensarse. Al darse cuenta, se incorpora a la carretera para irse. Doy una zancada y alcanzo su codo. Gira su rostro hacia mí de forma brusca.
—¿Cómo te llamas? —me intereso.
Mira mi agarre y después mi rostro. Al ver que no la suelto, vuelve a posar su mirada sobre mi mano, que aún sujeta su codo.
—Devuélveme mi brazo —me ordena con fuerza.
Hago lo que me pide sin rechistar. Se sacude un poco, como si quisiera borrar mi tacto de su piel. Aparta la mirada de mí. La noto algo… ¿atemorizada?
—¿Vas a decirme cómo te llamas?
Alza su cabeza, y ese conato de timidez se esfuma de golpe.
—¿Y se puede saber por qué tengo que decirte mi nombre? —me pregunta borde.
Hago un signo de indiferencia con mis hombros. ¿De dónde ha salido ese envalentonamiento?
—¿Y se puede saber por qué no puedes decírmelo? —contrataco.
—Estás dándole la vuelta a la pregunta.
—Lo sé —contesto sensual.
Una pizca de brillo nace en mis ojos. Lo noto cuando veo que me observa como si quisiera traspasar mi alma. Sin esperarlo, me sonríe y, ¡oh, joder!, ¡qué sonrisa! Me comería esos labios sin pensármelo dos veces. Mi mirada se pierde entre sus ojos y su boca. Se gira y se encamina hacia su destino, dejándome plantado en mitad de la calle, contemplándola con ojos hambrientos de… algo. Llamémoslo así.