Читать книгу Incítame - Angy Skay - Страница 13

Meg

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Llamo a Carlos como unas cincuenta veces.

Nada. No me contesta.

Aburrida por su actitud, cojo a José y a Pablo y me dirijo hacia la cafetería. ¡Dios, hoy hace un frío que pela en la calle!

—Está bien, abrigaos. —Los ayudo a ponerse la bufanda y los guantes, que están un poco desgastados. Pablo tirita de frío. El viejo chaquetón está algo destrozado y apenas le abriga nada. Me quito mi chaqueta y se me hiela hasta la sangre—. Ten, ponte mi chaqueta.

—Pero me está grande… —se queja con su vocecilla.

—Pablo, hazme caso y póntela. Da igual que te quede grande. Por lo menos, te quitará el frío. Si no, vas a ponerte malo.

—Hazle caso, Pablo —le regaña José.

Le lanzo una sonrisa y le doy las gracias con la mirada. Para la edad que tiene, es demasiado maduro.

—Tengo hambre.

—Pablo, ahora intentaré daros algo de la cafetería. Venga, vámonos, que llego tarde.

Entro en el local y Fernando me clava la mirada. Tuerce el gesto, así que me espero lo peor.

—¿No pensarás dejar a los niños aquí? —me pregunta alarmado.

—Es que… yo…

—No, no y no. Ni se te ocurra. Este no es un lugar para ellos. Además, tienes que trabajar.

—Pero…

—¡Ni peros ni nada! Y vamos, que está haciéndosete tarde. Así que, si no quieres que te lo descuente del sueldo, ¡aligera!

Lo observo durante un instante. Este hombre no tiene corazón. Cada día me lo demuestra más.

—Fernando —musito—, no tengo a nadie con quien dejarlos, y en la calle hace mucho frío. No molestarán, lo prometo —intento persuadirlo apresuradamente.

Se gira y clava sus ojos saltones en mí.

—¿Qué parte es la que no has entendido? —Señala la puerta de la calle—. Fuera.

Mis ojos se inundan de lágrimas. ¿Cómo voy a dejarlos en la calle? ¡Van a pillar una pulmonía!

—Espero —comienza, dando un paso hacia mí— no tener que repetírtelo…, o estarás despedida de inmediato.

Me reta con la mirada a que le conteste. Estoy paralizada. Por una parte, no puedo perder el trabajo por nada del mundo y, por otra…, ¿qué hago con los niños?

Trago con dificultad el nudo que tengo en la garganta.

—Está bien, les diré que esperen fuera hasta que salga. —Los miro apenada. En sus ojos solo hay tristeza—. Fernando… —titubeo antes de continuar. Me mira con cara de asco. Yo me retuerzo las manos unas cuantas veces—. Verás…, no sé si… Bueno…, como cobramos mañana, no sé si… podrías adelantarme, aunque sea, cincuenta euros hoy.

—Pues mira, va a ser que no. Además, no puedo pagarte hasta dentro de dos semanas, así que mucho menos voy a poder adelantarte nada.

La tierra se abre paso bajo mis pies. No sé qué voy a hacer.

—Pero, Fernando, necesito el dinero —le suplico desesperada.

—Y yo te he dicho, por si estás sorda, que hasta dentro de dos semanas no podré pagarte. Ahora, ¡ponte a trabajar! Voy a descontarte los veinte minutos que acabas de perder.

Salgo a la calle con los niños. Me limpio las lágrimas que caen por mi rostro sin que ellos se den cuenta y me agacho para estar a su altura.

—A ver, hombrecillos…, tenéis que quedaros aquí. No os mováis de ese banco hasta que yo salga de trabajar, por favor. —Señalo el banco que hay justo enfrente—. Intentaré salir lo antes posible —les aseguro con tristeza.

—Pero en la calle hace mucho frío —me dice Pablo.

—Tengo mucha hambre —comenta José.

—Lo sé, lo sé. Haré lo posible por sacaros algo de comer.

Antes de entrar, miro de nuevo a los dos. Se me parte el corazón dejándolos ahí, solos.

Comienzo a trabajar sin parar de servir mesas y de estar en la cocina. Digamos que sirvo para todo en esta cafetería. De vez en cuando, me asomo por la ventana de la cocina y los observo. A las dos horas, cojo un trozo de pan y me dispongo a salir, pero Fernando me intercepta en el camino:

—¿Adónde vas con eso? —Arquea una ceja mientras me pregunta.

—Yo…

—¡¿No estarás robando?! —me chilla más de la cuenta y la cafetería al completo nos mira.

—No, solo iba a… Es que…

—¡Vuelve a tu trabajo! —me ordena, quitándome de malas formas el pan de la mano—. Y que no vuelva a verte robar nada de la cocina. —Me señala con un dedo.

Corro hacia la cocina y, sin poder evitarlo, lloro de rabia y por la pena que me invade a cada segundo. Me asomo de nuevo por la ventana y los veo abrazados, tiritando de frío.

Un hombre aparece al lado de ellos y se queda mirándolos. Cuando me doy cuenta de que es el señor Collins, salgo como una bala al exterior.

—¿Y vuestros padres? —les pregunta, acercándose a ellos.

—No hablamos con extraños, señor —le contesta Pablo.

Ese es mi chico.

—¡Pablo, José! —los llamo.

Los dos corren a abrazarme. Me pongo de cuclillas para intentar que entren en calor; están helados. El hombre con el que me acosté me mira sin entender nada. Me sobresalto cuando escucho que me llaman a voces:

—¡Meg! ¡Meg! ¿Qué demonios haces aquí? Te dije que dejaras a tus bastardos en la calle y que te pusieras a trabajar. En cuanto termines este turno…

No lo dejo terminar:

—No, no, no —le suplico—, lo siento. Es que estaban tiritando y…

—Tengo hambre —Pablo comienza a llorar.

Lo junto más a mi cuerpo y trato de consolarlo. José me ayuda, pero nada calma su llanto.

—¡Entra ya! —me grita mi jefe.

—Pero…

—¡Ni peros ni hostias! Estás despedida —sentencia.

Me levanto y lo agarro del brazo antes de que se marche.

—Fernando, no puedes despedirme. Necesito este trabajo, por favor, te lo suplico. Haré lo que quieras. Echaré más horas, aunque me pagues menos —me apresuro a decir.

Sé me había olvidado de que unos ojos almendrados me miran con curiosidad. Ahora están completamente asombrados. Fernando dirige su mirada a él al ver que me he quedado paralizada mirándolo.

—¿Este quién es? ¿Tu chulo?

Vaya, encima tengo que aguantar que me llame puta delante de los niños.

—¿Disculpa? —se ofende.

Me giro y doy dos pasos hasta llegar a él cuando veo que comienza a avanzar hacia mi jefe.

—Señor Collins, por favor, déjelo. Me las apañaré sola.

—Me llamo Max —me interrumpe, mirándome a los ojos. Está… ¿enfadado?—. ¿Cómo permites que te humille de esta manera? —me pregunta sin comprenderlo.

Abro los ojos con desmesura, suplicándole con la mirada que no diga nada más. Pero mi jefe parece tener ganas de guerra:

—Llévate a tu puta y a sus niños fuera de aquí. No quiero volver a verlos más.

Max se dirige a pasos agigantados hacia él y, cuando llega, le planta un puñetazo en toda la boca que ocasiona que caiga de espaldas.

—¡No se te ocurra volver a insultarla! —brama.

Ahora sí que me he quedado sin trabajo. Joder…

Fernando entra en la cafetería sin decir nada más y yo me quedo mirando cómo se marcha. Cuando voy a dar un paso para ir detrás de él y pedirle perdón, incluso arrodillarme si hace falta para suplicarle que no me despida, Max me sujeta del brazo.

—Ni se te ocurra ir detrás de ese energúmeno —me ordena.

Su tono no admite réplica. Observo a los niños, que están asustados, abrazados y mirándome con cara de pena.

—Me he quedado sin trabajo… —musito—. Me he quedado sin trabajo…

Me llevo las manos a la cara e intento hacer desaparecer las lágrimas que brotan de mis ojos. Max me mira y gira mi cuerpo de manera que quedo frente a él.

—Acabo de quedarme sin trabajo por tu culpa… ¿Por qué te has metido? —Intento parecer enfadada, y realmente lo estoy, pero las fuerzas me fallan.

—¿Hoy no podremos comer nada? —murmura Pablo, a punto de echarse a llorar otra vez.

Me giro y me acuclillo de nuevo. Lo abrazo.

—No te preocupes, ya se me ocurrirá algo. —Beso su cabecita.

—Meg… —me llama Max.

Me giro para mirarlo. Está paralizado. Sus ojos van de los niños a mí, consecutivamente. Da un paso hacia ellos, se agacha y coge la mano de Pablo.

—Pablo, ¿verdad?

El niño me mira a mí primero y yo asiento, dándole mi consentimiento para que hable con él.

—Sí —le responde con su vocecilla.

—¿Tienes hambre?

—Mucha…, y frío…

Max desvía sus ojos y los fija en los míos. Agacho la cabeza, avergonzada por la situación. Con su mano, sujeta mi barbilla y la eleva para que vuelva a mirarlo.

—Vamos dentro. Coge tus pertenencias y nos marchamos.

Abro los ojos como platos. Pero ¿qué dice?

—Creo… —digo, mirándome las manos— que no deberías meterte en esto… Yo puedo…

—¿Apañártelas sola? —termina por mí.

Asiento. Él niega con la cabeza, se levanta y entra. Lo observo detenidamente. Es perfecto, demasiado perfecto. Veo cómo le pide a Fernando mis pertenencias, quien se las da sin rechistar y con la cabeza agachada. Sale de nuevo a la calle y extiende su mano para que la coja.

—Vamos —me ordena.

—¿Adónde? —le pregunto descolocada.

—Levántate y vámonos —me ordena de nuevo, pero esta vez, lentamente.

Su tono no admite réplica. Me reincorporo y nos dirigimos hacia su coche.

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