Читать книгу Tiziano: La decisión del Capo - Angy Skay - Страница 10
1 La realidad Adara Megalos
ОглавлениеGualey, República Dominicana
Suspiré y alcé la vista al techo de chapa, con las manos entrelazadas y escuchando el constante revuelo del exterior de una aldea del barrio de Gualey a tan temprana hora. Miré mi reloj de muñeca y bostecé. Me incorporé en el menesteroso colchón que llevaba clavándome los muelles hasta la médula desde que llegué. Sonreí al pensar en la definición de colchón, pero esa sonrisa irónica se me borró al momento, en cuanto sentí que era feliz allí.
Me levanté, coloqué el hervidor de agua en una hornilla extremadamente pequeña y me asomé por la minicortina que tapaba la única ventana de mi diminuta chabola. En veinte metros, tenía una cocina de medidas tan minúsculas como una columna de baño, una cama donde dormía, una mesita que entre todos los dominicanos me habían conseguido para colocar los cuatro objetos necesarios para seguir estudiando y trabajando, y un aseo que tapaba un váter con unas minicortinillas por donde se te veían las rodillas cuando te sentabas. La ducha la tenía en la parte trasera de la chabola, en un bidón que los habitantes de la zona habían colocado allí de manera estratégica para todos los voluntarios que habíamos llegado de distintas partes del mundo a Gualey.
Observé el exterior y vi a cuatro niños correteando detrás de una gallina mientras su madre los reprendía. Mis labios se curvaron con tristeza. Gualey estaba convirtiéndose en un barrio popular entre los turistas, y eso que era uno de los más peligrosos de la República Dominicana. Pero lo que la gente desconocía era que se trataba de uno de los lugares donde la pobreza era más que extrema, sobre todo en la zona en la que me encontraba. Donde las mujeres y las niñas no tenían decisión antes de que pudieran ser casadas con edades tan tempranas que asustaba decirlo en voz alta. Donde desde los diez años podían convertirse en esclavas de hombres con edades que triplicaban la de las pequeñas, para que después ejercieran la violencia sexual sobre ellas, dejándolas embarazadas siendo unas crías y anulándoles por completo el derecho a decidir sobre su vida. La República Dominicana era el segundo país, con un 37% de matrimonios infantiles forzados. La segunda tasa más alta de América Latina. Para rematar aquella aberración, mejor no contábamos la cantidad de niños que morían al año por violencia doméstica, siendo maltratados y agredidos sexualmente en sus hogares.
Y allí estábamos un equipo de treinta personas de diferentes países, ayudando y mejorando la calidad de vida de todas aquellas personas que realmente lo necesitaban. Yo había estudiado Medicina para ayudar a la gente, y el día que colocaron las vacantes para marcharse a Gualey, no lo medité, pese a los reniegos de Ryan, uno de mis mejores amigos, junto con los de Riley, que también lo había apoyado.
Suspiré al recordarlos. Los echaba excesivamente de menos.
Me serví una taza de té y aparté la cortina que tapaba la entrada a la vivienda, que tenía al lado una madera torcida como puerta. En realidad, ese objeto no servía para nada, aunque tampoco me había atrevido a moverlo de allí. No me molestaba. Asomé la cabeza y sonreí al encontrarme al señor Rafael.
—Buenos días, señor. Está hecho todo un madrugador. —Lo sorprendí con una sonrisa que iluminó mis pómulos mientras despedía a Santa, una de sus tres nietas.
Él me correspondió y se sentó en un viejo y destartalado asiento de conductor, seguramente de uno de los coches que habrían despiezado tiempo atrás, pues desde que llegué allí estaba en la entrada de la pequeña vivienda que me habían cedido. Rafael vivía pared con pared, junto a mí. Le tendí mi taza de té y él la aceptó, mostrándome una sonrisa en la que solo pude apreciar encías y una única paleta en la zona superior de la boca. Un «Gracias» muy flojito salió de su garganta. Lo sopló y di media vuelta para servirme otra taza.
—¿Consiguieron la gallina? —escuché que les decía la mujer a los niños que anteriormente habían corrido tras ella. Los pequeños asintieron, con uno de ellos llevándola en sus manos—. Bien, pues llévenla a la cocina para el caldo.
Hice de tripas corazón, aunque la mujer me miró con una sonrisa tímida que le devolví. También había tenido que acostumbrarme a aquello: a dejar de llorar cada vez que mataban a los animales que ellos mismos criaban para comer, para sobrevivir. Siempre me había considerado una defensora férrea de todo animal, y matar un simple escarabajo me producía pavor moralmente, aunque también entendía que era el ciclo de la vida; o, mejor dicho, lo había entendido durante los nueve meses que llevaba allí. Concretamente, me marché a la República Dominicana unos meses después de la última barbacoa que tuvimos en Santorini con mi familia.
Arrastré una caja de plástico y me senté al lado de Rafael, soplé mi té e hice un brindis que no llegó a chocar las tazas con aquel hombre que tenía demasiados años como para continuar trabajando, llevando a turistas de un lado a otro del río Ozama en las destartaladas barcas que poseían.
—¿Cuántas excursiones prevé que se harán hoy? —me interesé, mirándolo a través de mis largas pestañas.
—No lo sé, muchacha. Pero las suficientes para ganarme unos cuantos pesos.
Fruncí el ceño con cierto dolor al quemarme la lengua. El hombre sonrió con cariño cuando le pregunté:
—¿Cree que podría enseñarme a llevar los remos para hacerlo yo?
—Con esos delgaduchos brazos que tienes, no podrás. —Enarqué las cejas con sorpresa, pues él estaba literalmente en los huesos—. Muchacha, aquí ya te conocen y el barrio te ama, pero esos turistas no tienen empatía con nadie. Mucho menos con una niña tan bella como tú.
—¿Está diciéndome… que no me ha enseñado durante todo este tiempo a usar los remos por el simple hecho de que los turistas puedan hacerme algo? —me ofusqué.
Él volvió a mostrar esa sonrisa que lo caracterizaba.
—Tú nos proteges a nosotros, niña. El barrio te protege a ti.
Puse morritos y el astuto viejo palmeó con cariño mi pierna. Atisbé su oscura mano posarse sobre mi pantalón. Mi reloj sonó, indicándome que había llegado la hora de ponerme manos a la obra. Aprecié lo oscurita que comenzaba a ponérseme la piel, si contábamos con que normalmente era una muñeca de porcelana.
—¿Qué aventura te inventaste para hoy?
Sonreí, levantándome de mi asiento.
—¡Voy a ponerlos a colorear! —le dije eufórica—. He pensado darles el día de fiesta hoy, y vamos a dibujar lo más bonito de Gualey. Lo que no se conoce.
Rafael pareció recordar algo y se llevó las manos a su pantalón, sacó una especie de papel desgastado y me lo tendió.
—Se me olvidaba, muchacha. Ayer, cuando jugabas como una experta con el balón, se te cayó esto del bolsillo.
Tragué saliva y me quedé estática al no darme cuenta de que lo había perdido. El día anterior había llegado tan agotada que ni siquiera me dio tiempo a suspirar antes de caer rendida. Mis ojos se iluminaron, y aunque había llorado los primeros meses lo que no estaba escrito, era imposible que no me acongojara al ver aquella fotografía que siempre siempre llevaba conmigo.
—Si llego a saber que esos ojos verdes como nuestra selva se entristecen, la habría escondido.
Su voz me sacó de mis pensamientos y recogí una lágrima traicionera que escapó de mis ojos. Rafael palmeó la caja de plástico, indicándome que me sentase y que sabía de sobra que todavía tenía unos minutos para poder relajarme y contarle el porqué de mi tristeza. Con ese hombre no me hacía falta hablar, pues ambos nos entendimos desde el primer día que llegué a Gualey. Era como mi padre dominicano.
Sonreí y prensé los labios en una mueca. Después me los mojé, notando el sabor salado de la gota que había caído allí mismo. Sentía mi corazón estrujado por una mano invisible. Le señalé a las personas de la fotografía mientras le explicaba quién era quién:
—Esta es mi madre: Agneta. Vive en Atenas, en Grecia. Esta de aquí es Micaela, mi amiga y la mujer de mi hermano Jack. —Los señalé a los dos y sonreí con más amplitud, dejando que otra lágrima cayese de mis brillantes ojos—. Y estos que están aquí son sus hijos: mis sobrinos Atenea, Alheska y Vadím1.
—Debes quererlos mucho, muchacha.
Los brazos del hombre se posaron en mi hombro, donde noté un fuerte apretón. Ya dejé las lágrimas correr libres; total, me servía para desahogarme porque los echaba mucho de menos. Muy pronto sentí que se acercaban algunas mujeres, hombres y niños del barrio, los más cercanos, entre ellos la mujer de la gallina, que me adoraba.
—Estos son Ryan, Riley y Arcadiy, amigos míos. Este último —especifiqué, señalando al rubio— es hermano de mi amiga Micaela. Tienen una historia muy interesante y larga. Deberían escribir un libro juntos.
Me reí de mi propio comentario. Al momento, un revuelo se armó a mi espalda al escuchar la palabra «libro», pues era una pesada con ese tema. De hecho, en las cinco maletas que me llevé a Gualey, lo que más llamaba la atención eran los libros y los materiales para los más pequeños.
Descendí mi mano a la foto para guardarla, pero una anciana habló a mi espalda:
—Te dejaste a un hombre, mi niña. Se enfadaría si supiera que te olvidaste de él.
Las risas irrumpieron de manera tímida a mi alrededor y yo sentí un pellizco en el corazón. Traté de disimularlo y elevé la fotografía de nuevo.
Tiziano.
Ese era el que faltaba.
Permanecí unos segundos observándolo con los ojos muy abiertos, como si me hubiese quedado en otro mundo y no allí. Rafael presionó mi hombro con mimo y lo miré, con los ojos secos y más iluminados que antes, cuando lo escuché decir:
—¿Ese es tu esposo? Tú nos dijiste que no eras casada. Solo que tenías un novio inglés. Y se llamaba Eliot, no Tiziano —comentó como si nada.
—¡No! No, no, no. Es… Él es… Bueno… Un amigo de mi familia —añadí de carrerilla y atascándome como una tonta.
Rafael sonrió.
—Pero lo llevas en imagen.
—No se quitó de la foto —le contesté, arrugando el entrecejo.
—Podrías recortarlo —apostilló la mujer de mi derecha—. ¿No guardas una imagen de tu novio?
Me quedé paralizada observando la fotografía. ¿De Eliot? No. No la tenía. Y de Tiziano, sí. Ahí estábamos todos, sentados alrededor de la mesa, con unas enormes sonrisas y unas ganas de vivir impresionantes. Con la palabra «libertad» en nuestro pensamiento. Celebrando con aquella barbacoa que éramos libres del mayor tirano que había existido en la historia. Y, sin embargo, aunque las risas lo acaparaban todo, la más deslumbrante era la de aquel italiano loco. El italiano loco con el que soñaba muchas noches.
—Creo que si no te marchas ya, los niños van a pensar que les diste una buena plancha hoy.
Me volví hacia la voz cansada de Rafael y le agradecí con la mirada que soltase aquella frase, como que los niños pensarían que los había dejado colgados en su clase. Me di cuenta de que había mostrado, tal vez, mucho más de lo que pretendía, aunque tampoco fuese mi intención y no entendiera por qué no podía apartar a ese demente de mi cabeza.
Me levanté y avancé con paso decidido a la orilla del río Ozama, dejando atrás las pocas viviendas destartaladas que continuaban en pie, a las afueras del barrio principal. Allí me esperaban diez pequeños que comenzaron a hacer palmas en el aire apenas me vieron, y eso provocó que una alegría muy conocida últimamente hinchara mi corazón.
No solo había ido allí en condición de médica, sino que también me dejaba la cabeza para que la calidad de vida de aquellas personas mejorase todo lo que se pudiese y más. Atisbé el teleférico que sobrevolaba nuestras cabezas y pensé en lo hipócritas que podían ser las personas de poder cuando se trataba de explotar un país en el que la pobreza excesiva se encontraba en una gran parte del territorio. Pronto nos olvidábamos de quiénes sí necesitaban ayuda de verdad, para convertir otros puntos del país más llamativos entre los más buscados por turistas del Caribe.
Me afané en colocar unas mesas con cajas de plástico y pequeñas alfombras en la maleza llana, donde los pequeños se sentaron y comenzaron con la tarea que ese día había propuesto. La intención era continuar con una asociación que había creado con la ayuda de Riley, y que estaba dando sus frutos poquito a poco gracias a la ayuda de Jack y sus contactos. Cuando hacíamos dibujos, los subastábamos, al igual que manteníamos un estrecho contacto con todas las personas que quisieran apadrinar o colaborar de la manera que pudiesen.
El día transcurrió a toda velocidad y me encontré sentada en torno a una hoguera improvisada, donde las personas que la rodeaban contaban cómo habían sido valientes. Qué equivocado estaba el resto del mundo al juzgar aquel sitio como el más peligroso, pues allí había gente que brillaba, que valía oro y que era digna de admirar por su fuerza, su tesón y el carisma que albergaban para todo el mundo. Y yo lo decía con la boca bien grande, pues jamás me había faltado de nada con ellos y todo habían sido muestras de cariño y agradecimiento.
—… Y se convirtió en cantante —apuntó una de las mujeres que se encontraba a mi derecha.
Sonreí al ver que la chica que se levantaba, de unos quince años, carraspeaba y dejaba que la dulce melodía de su garganta prorrumpiera en la noche mágica y llena de estrellas. Apreté las rodillas a mi pecho, enfocando durante un segundo a Rafael, que se disponía a retirarse a dormir. Le lancé un beso con mi mano y él sonrió, despidiéndose del resto con un gesto para no interrumpir a la muchacha que, entusiasmada, cantaba una dulce canción.
Pero la noche se rompió.
Y, con ella, todo lo que me había hecho feliz durante casi un año.
A lo lejos, el ruido de unos coches a mucha velocidad se escuchó, seguido de gritos, disparos y voces que no comprendí. Todos nos levantamos de un salto, provocando que, entre la histeria, algunas de las personas más cercanas a la hoguera tropezasen con ella y, en consecuencia, sus cuerpos ardiesen, ocasionando que la carrera terminase cuando llegaban a la maleza y esta prendiese con vigorosidad, arrasando con lo que se encontraba a su paso. El barrio acogedor y risueño se convirtió en segundos en un lugar destructivo, avivado aún más por los lamentos y la desesperación de sus gentes.
Sujeté de la mano a la anciana que se desesperaba a mi izquierda y tiré del brazo de una niña pequeña, sin saber quién o qué era lo que se aproximaba a grandes ruedas hasta la orilla del río Ozama.
—¡No salgáis de aquí! —les pedí apresurada, cerrando la vieja puerta de una de las viviendas que me encontré a mi paso.
Corrí calle arriba, dejando atrás el río, cuando me di cuenta de que unos hombres que parecían una guerrilla militar saltaban de sus Hummer militares y arrasaban la zona a disparos, dejando demasiados muertos en un instante. Abrí los ojos en su máxima extensión y retomé la carrera cuando alguien a mi lado me urgió a que lo hiciera. Ni siquiera me percaté de quién era, pues estaba ensimismada contemplando cómo uno de mis compañeros del equipo médico era abatido con un disparo en el pecho. Grité y me llevé la mano a la boca, pero mis pies se pusieron enseguida en funcionamiento.
El fuego ya recorría gran parte de las viviendas, y antes de que pudiese buscar un lugar donde esconderme, escuché un grito que me alarmó. Giré el rostro a la izquierda y me encontré a Rafael en el suelo, con sus delgados brazos alzados mientras un militar le apuntaba con un arma y le propinaba una patada, diciéndole algo que no conseguí escuchar.
Corrí. Corrí como nunca en mi vida y recordé, sin poder evitarlo, la aprensión que sentí en el pecho cuando tuve que huir del piso en Atenas, perseguida por el tirano de mi padre; el dolor incesante al saltar de un helicóptero; el disparo en mi pierna, que me había dejado una marca de por vida; la angustia; el temor a que me cogiesen.
—¡¡Rafael!!
El tipo cambió la dirección de su arma. Como si pudiese protegerme y mis brazos fueran hierros, me cubrí el rostro y clavé los pies en el suelo, a la espera de un final fatal. Yo había ido allí para ayudar, e iban a quitarme la vida de un plumazo. «Esos lugares son peligrosos. No se suele mirar cuando hay que acabar con la vida de alguien si la guerra o los intereses se meten por medio». Recordé las palabras que, apenada, me comentó Micaela cuando le hablé de mi intención de inscribirme en las listas de los voluntarios. Yo, que tenía un trabajo digno de admirar en el hospital más reconocido de Londres. Saint Thomas se alzaba sobre el río Támesis en el distrito de Lambeth, el centro de la ciudad. Había logrado, no sin mis esfuerzos en los estudios, un gran puesto como doctora, y pensándolo en ese efímero momento, me di cuenta de que lo había tirado todo por la borda por ser buena persona. Había abandonado mi vida con Eliot, me había mudado de país sin billete de vuelta, y a pesar de todo eso, la vida no me devolvería la alegría de poder levantarme un día más.
Porque yo no quería morir.
Necesitaba vivir.
Los disparos resonaron en el aire y pensé que, si no me habían matado ya, era de puro milagro. Sin embargo, no fue un milagro ni Dios quien me salvó. Fue un hombre de unos cincuenta años que le tendió la mano a Rafael para que se levantase. Aparté los brazos de mi rostro y corrí en busca de mi amado Rafael. Lo estreché con fuerza mientras cabeceaba hacia aquel buen hombre que le había salvado la vida, permitiendo que una pequeña sonrisa se instalara en mi boca mientras las lágrimas caían de mis ojos debido al miedo que sentía.
—¡Corran! ¡Que no los alcancen!
Me separé de Rafael, y con un movimiento de cabeza lo urgí a que continuase caminando. Trataríamos de meternos por los laterales de la aldea hasta conseguir llegar al centro de Gualey, rezando para que alguien hubiese acudido a ayudarnos.
—Están llevándose a las niñas…
Alcé el rostro hacia el anciano al no comprender qué había dicho, justo en el momento en el que me disponía a salir a toda prisa de allí con él agarrado de mi mano.
—Señor Rafael, no hay tiempo. Si nos quedamos…
Pero mi súplica se vio interrumpida por un susurro que salió de su garganta:
—Santa…
El mundo se me vino abajo cuando comprobé que subían a mujeres y a niñas de no más de quince años, entre ellas la que minutos antes nos cantaba frente a la hoguera, en un camión a oscuras y a la fuerza. El nudo que se creó en mi garganta fue asfixiante y el pecho se me oprimió. ¡Por Dios bendito! ¿Qué debería hacer?
Deseé que en ese momento Jack o Micaela estuviesen allí, porque ellos no se lo habrían pensado y habrían arremetido contra aquellos malnacidos. Atisbé que la pequeña Santa se revolvía entre sus brazos, y no me di cuenta de la desesperación de Rafael hasta que noté sus dedos clavarse en mi piel. Con una ansiedad terrible, lo miré. Sujeté su mano con delicadeza.
—Corra. Escóndase. A usted no le harán daño si no lo ven. Solo quieren llevarse a las niñas y a las mujeres.
Asentí sin ningún convencimiento, para qué engañarnos. Yo era miedosa por naturaleza. No era impulsiva para ese tipo de enfrentamientos, donde sabía que tenía todas las de perder, y tampoco me gustaban los problemas.
Rafael apretó mi mano con más ahínco y negó con la cabeza.
—Van a matarla…
—Corra —me reafirmé en mi decisión.
Solté su mano con un dolor punzante en el pecho mientras corría como una kamikaze en dirección al hombre que se llevaba a Santa al interior del camión. Levanté las manos al aire al escuchar los atronadores disparos muy cerca de mi cuerpo; de hecho, algo rozó mi abdomen de pasada, pero no me fijé, sino que continué con la carrera en dirección a la muerte. No sabía ni qué era lo que debía hacer, pero intentaría arrebatársela de las manos aunque me fuera la vida en ello.
Conseguí alcanzarlo con un sobresfuerzo y me lancé a su espalda. El tipo se revolvió, tratando de que me soltara de él, y apuntó con su arma hacia atrás. Alcé una pierna y le propiné una patada. Dejó caer su rifle al suelo, junto a la niña, pues el condenado estaba más preocupado en deshacerse de la garrapata que se había instalado en su parte trasera que de velar por que su arma estuviera a buen recaudo.
—¡¡Corre, Santa!! —le urgí a la niña a viva voz.
La pequeña obedeció y dio largas zancadas hasta desaparecer de mi campo de visión. El militar me estampó contra el Hummer que había a la izquierda y me quedé sin respiración de manera momentánea, perdiendo la capacidad de visión durante unos segundos debido al impacto. El tipo sujetó mi cabeza y la elevó hacia arriba. Solo pude apreciar un enorme sable que casi rozaba mi garganta, y también cómo la pequeña llegaba a los brazos de Rafael. Con una diminuta sonrisa que no iluminó mis ojos llorosos, le murmuré un simple «Rápido» muy marcado para que no se quedasen viendo cómo aquel desalmado me rebanaba el cuello.
Cerré los ojos, augurándome un fatídico final a mis veintiún años. Qué joven era para morir y cuánto se me quedaría en el tintero por hacer. Sin embargo, el destino era muy caprichoso, sí. Y lo que me deparaba era aún peor.
—¡Eh, tú! ¡Detente! —Alguien se acercó a nosotros. El filo del sable se sentía muy prieto en mi cuello—. ¿Es ella? —le preguntó el mismo hombre.
Me estremecí al escuchar esa pregunta. El militar que me tenía sujeta me lanzó contra el suelo, estrellando mi mejilla en el barro. Consiguieron darme la vuelta de una patada en las costillas; patada que me dejó sin respiración.
—¿Eres Adara Megalos? —escupió de malas maneras.
Medité mi respuesta. No sabía si sería bueno decir que sí o que no. Al final, terminé asintiendo, muerta de miedo. La acción de los militares no tardó en hacerse efectiva: me agarraron del cabello con muy malas formas y me llevaron a rastras por la maleza hasta introducirme en el oscuro cubículo. Pataleé, aunque de nada me sirvió, y cuando alcé la vista, vi los ojos de Rafael clavados en mí con una tristeza aplastante, pero al menos estaban a salvo. Suspiré al saber que habían sido capaces de esconderse en el terrado de una de las casas.
Aquello fue lo último que vi, porque me empujaron hacia dentro y un enorme golpe en la cabeza me sumió en un sueño del que no pude despertar.