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7 Reproches familiares
ОглавлениеEl silencio que reinó durante unos segundos, con todos petrificados en la misma posición, fue escalofriante. Nadie respiró. Los ojos de varios de los presentes se abrieron en su máxima extensión, incluidos los de Adara, que lo disimuló escondiendo la cabeza entre los cabellos de las niñas cuando todos la enfocaron a ella.
—¿De qué estás… hablando? —murmuró estupefacto Romeo.
Carlo permaneció sereno ante la gran mentira que acababa de soltar casi sin pensar. Y digo casi porque tenía muy claro que debería rendirle cuentas al gran capo de la mafia siciliana; o sea, a mi padre. Y la única vía de escape que podía tener para que las aguas se tranquilizasen era lo que acababa de decir.
—¿Cómo que es tu prometida? —cuestionó Alessandro, todavía asombrado.
Valentino soltó una carcajada que le erizaría la piel a cualquiera; y, ojo, que mi pistola todavía seguía en su sien y su mano en mi garganta, solo que sin ejercer esa presión desmedida que casi me había partido la tráquea.
Todos lo miramos.
—¿No os dais cuenta de que está mintiéndonos? —Sus ojos se enfurecieron.
Cuando fue a apresar con saña mi pescuezo, lo empujé, y esa vez cayó al suelo. Guardé la pistola antes de que se me fuera la mano, pero me aseguré de que no se levantase. Me agaché, y antes de que pudiera evitarlo, le clavé el cuchillo en el filo de la camiseta, al lado del hombro. Valentino se revolvió justo cuando una exclamación por parte de un Alessandro atónito salía de su boca:
—¡Tiziano, eso no es posible!...
Alcé ambas cejas para darle realismo a mi gran patraña. Desde hacía muchos años, en mi familia había una guerra con otra de las familias que ansiaba quedarse con el título del dichoso capo siciliano; hombre que estaba enamorado de mi madre, quien, al final, se marchó con mi padre, al igual que también consiguió ser el capo de Sicilia. Sin embargo, el asunto no quedó ahí. Según nos contaron nuestros abuelos, la madre de Luciano Rinaldi, que así se llamaba el contrincante de mi padre, maldijo a toda mi familia y a toda su descendencia. Entre esa maldición cabía destacar que mi madre nunca engendraría a ninguna mujer y que ninguno de sus hijos encontraría la descendencia, muriéndose el apellido Sabello cuando todos mis hermanos y yo falleciésemos. Evidentemente, era algo muy místico que no todos creíamos —o no creímos—, hasta que mi madre se quedó embarazada de su noveno hijo, y esta resultó ser una niña. Una niña que nació muerta.
Durante ese periodo de tiempo en el que mi madre cayó en depresión, comenzamos a pensar que podría ser cierto lo que aquella maldita bruja habría conjurado de alguna manera. No lo vimos tan claro hasta que los años fueron sucediéndose, uno tras otro, y comprobamos con nuestros propios ojos que ninguno nos habíamos casado. Ninguno tenía mujer ni cosa que se le pareciera. Y ninguno había tenido un solo hijo. Contábamos ya con la edad del más mayor, Claudio, que rondaba los cuarenta y cuatro años. No éramos creyentes acerca de lo místico, pero a las pruebas podíamos remitirnos.
—No es posible porque lo dijese una puta loca —espeté con arrogancia.
—Tiziano, deja de jugar con nosotros y de mentir. ¡Eres un gilipollas que…!
—Haz el favor de callarte la boca, Valentino —añadió Romeo tajante.
Valentino apretó los dientes, se levantó y se arrancó parte de la camiseta, dejando a la vista aquella hilera de tinta que cubría su piel. Me contempló desafiante y después posó los ojos en Adara.
—¿En serio crees que vamos a creernos que esa niña es tu prometida? —espetó con arrogancia.
—No puede ser… —murmuró sin creérselo Alessandro, con un cierto brillo en los ojos—. ¿Sabéis lo que significa eso?
Ay, Dios. Me entristeció que sintiese tanta alegría por nada. Veríamos cuando consiguiese desentramar el lío que estaba orquestando.
—No es una niña —le rebatí con furor.
—¡Ah, ¿no?! Veamos, ¿cuántos años tiene? ¿Veinte? —me preguntó Valentino, el tocapelotas, cruzando los brazos en su pecho.
—Veintiuno.
Adara me observó sin saber qué hacer, y di gracias a que ninguno de los allí presentes le preguntó nada, porque estaba seguro de que no sabría ni qué decir. Por los clavos de Cristo, en la que estaba metiéndome, porque sabía que en cuanto mis hermanos pusiesen un pie en Sicilia, la voz de alarma correría como la pólvora en la casa de los Sabello.
—¿Por qué no nos lo habías contado antes? —inquirió Romeo, sin salir de su sorpresa.
—¡Eso! —añadió con sarcasmo el tocapelotas—. Cuéntanos por qué no nos dijiste esta patraña antes. ¡Que casi nos cuesta la vida!
Me llevé las manos al puente de la nariz e inspiré más de una vez, porque si soltaba ese pinzamiento, juraba por lo más sagrado que lo mataba.
—No quise contaros nada hasta que no tuviera la fecha de la boda. No quería que nada se estropease y pensé que era lo mejor para todos —concluí con normalidad, y cambié de tema con rapidez—: Ahora, haced el favor de comportaros.
Ese último comentario fue directo a Valentino, que continuaba negando con la cabeza, sabiendo que estaba mintiéndoles. El resquemor que sentí por dentro me abrasó las entrañas, pero ya nada podía hacer. Cuando mis hermanos enfocaron la vista en Adara, Romeo fue el primero en dar el paso para presentarse ante la mujer, que no sabía ni adónde mirar.
Carlo me contempló de reojo, indicándome que menuda en la que me había metido, y yo cerré los ojos de manera momentánea para no pensar más en el asunto. No hasta que tuviese soluciones; soluciones como de dónde demonios sacábamos la entrega, cómo íbamos a defendernos de Andrés Felipe cuando viniese a por mí y cómo acababa con la gran mentira de que Adara era mi prometida. Demasiados problemas en tan pocas horas.
—Discúlpeme, señorita. Soy Romeo.
Ella se levantó, con las niñas sujetas a sus piernas, y asintió como si le hubiera comido la lengua el gato. Sus ojos se cruzaron momentáneamente con los míos, pidiéndome ayuda urgente. Me aproximé a ella cuando se presentaba Alessandro. Para mi sorpresa, Valentino también se acercó, la miró con mala cara y le dijo de malos modales:
—¿Y tu anillo? ¡Ah!, no me digas… —se llevó las manos a la cabeza—, ¡te lo han robado, claro! ¡Venga ya!
Valentino no se percató de que estaba a su lado. Lo aparté y sostuve a Adara por la cintura al intuir que estaba a punto de perder la conciencia. Analicé a Valentino y añadí con voz tajante:
—No te paso ni una más, Valentino. Ni una más.
Él, cabreado como una mona, se dio la vuelta y salió de la estancia rumbo a la cabina del piloto, cerrando después de un portazo. Miré a mis dos hermanos, ambos con una especie de alegría que entendía y me dolía a partes iguales. Me parecía una tontería creer en aquellas maldiciones, pero es que… No había mucho que imaginarse para ver que era una jodida realidad.
—Adara necesita descansar. Vosotros llevaréis a las niñas a su hogar y yo me marcharé con ella a Londres. Después de eso volaré lo antes posible a Sicilia y veremos cómo resolvemos el resto.
Adara no se pronunció, aunque pude ver un temor extraño en sus ojos al decir que volveríamos a Londres. Mis hermanos asintieron y nos pusimos manos a la obra en dirección a Gualey para que las pequeñas pudieran volver a su casa.
Me senté junto a ella y me contempló con terror.
—¿Vas a dirigirme la palabra?
Asintió. Abrió los labios y volvió a cerrarlos.
—Puedo… Puedo llevarlas a sus casas, o…
—No es conveniente que te vean. No de momento. Pero, si quieres, dentro de poco volveremos para que recojas tus pertenencias y te despidas de ellos. Si vuelven a buscarte, será allí.
Tragó saliva y selló los labios sin objetar nada más, con un semblante cargado de tristeza. Pensé que quizá estaba conmovida por lo que le había ocurrido, que dejar allí tantos meses sin ni siquiera poder despedirse sería doloroso, pero no imaginé en ningún momento que volver a Londres tal vez no le apetecía ni un poquito.
Tras poco más de cinco horas, aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de las Américas. Fue una despedida más que emotiva en la que Juana, María y Carmen, las pequeñas que me habían concedido el honor de dirigirme la palabra durante el vuelo, se abrazaron a Adara y, para mi sorpresa, se atrevieron a darme un beso en la mejilla cada una. Valentino, Romeo y Alessandro abandonaron el avión; el primero lanzándome una mirada cargada de reproche, pues había optado por no hablarme desde la pelea. Mejor dicho, ni siquiera se había dignado a aparecer por mi lado, igual que el resto, a petición mía. Tenía que hablar con Adara a solas sobre lo que les había dicho y ver cómo lo solucionaba de verdad.
Once interminables horas nos esperaban para llegar a Londres. Once. Y Adara parecía en trance todavía, así que preferí dejarla descansar cuando cerró los ojos, aunque imaginé que estaba ignorándome un poco. Me encerré con Carlo en la sala anterior a la del copiloto y me encendí un cigarro, no sin notar que la histeria me subía por las venas hasta la cabeza.
—Estoy ansioso por que me digas algo, ¡Carlo! —Exageré al pronunciar su nombre a la par que echaba un trago en un vaso que había al lado de la licorera.
Carlo se quitó la chaqueta, se sentó en un sillón y me contempló con la mirada desafiante.
—¿Y qué se supone que quieres que te diga? Tú has actuado como debías, bajo tu criterio. No soy quién para contradecirte.
Puse los ojos en blanco y resoplé. Dejé el vaso sobre la mesa con un fuerte golpe y me coloqué las manos en la cintura.
—¿Quieres hacer el favor de dejarte de soplapolleces y hablarme como una persona normal?
—Está bien. —Se recostó en el sillón y me contempló con sobriedad—. Te han calcinado un campo, por ende, acabas de perder una millonada y tienes un gran dilema con Eduardo y, por supuesto, con tu padre. Has perdido veinticinco millones en una subasta de trata, cuando sabes que eso en tu familia está más que vetado. Los has recuperado. —Asintió complacido por esto último. Lo demás era una puta mierda, pero llevaba razón—. Sin embargo, esa recuperación supondrá uno de los mayores problemas que ahora tendrás que enfrentar, ya que has amenazado a uno de los capos más importantes con los que trabajas con un cuchillo en el cuello. Has matado a sus hombres también, y encima has salido de su casa con el rabo entre las piernas —enumeró. El muy cabrón no se dejó nada en el tintero—. Y ahora, como colofón, porque no tenías bastante —se incorporó en el sillón para darle más énfasis a sus palabras—, llegas aquí y le sueltas a tus hermanos que la señorita Adara es tu prometida, cuando sabes que en tu familia eso puede provocar un alertamiento inhumano por la mierda de la maldición esa que decís que tenéis.
Hice una mueca de disgusto. Sujeté el vaso y me lo bebí de una tacada, tratando de concentrarme en cómo el líquido descendía por mi garganta, porque si les daba rienda suelta a mis pensamientos, la situación se tornaría muy fea. Muy muy fea.
—¿Sigo? —me preguntó, a la espera de mi respuesta. Se levantó para llenarse un vaso como el mío. Lo hizo, y ya de paso me rellenó el que tenía entre las manos, sin líquido.
—Pues me parece que no. Ya te has explayado de lo lindo, hijo de tu madre. —Me toqué la muela con la lengua—. ¿Tendría que haberme dado la vuelta?, ¿habría sido ético?
Elevé los ojos hasta mirarlo. Él permaneció quieto, meditando, supuse, su respuesta.
—¿Desde cuándo la ética ha sido importante para ti, Tiziano?
Su tono mesurado y aquellas perlas añiles me traspasaron, y sentí un breve resquemor que me secó la garganta. Empiné el vaso y lo dejé vacío. Apartándolo de mi foco de atención y contemplando un punto fijo de la sala, le contesté entre dientes:
—Es la amiga de Micaela. Su cuñada. La hermana de Jack. La hija de Agneta…
—Y la muchacha que tienes en el pensamiento desde hace muchos años —sentenció con tono firme. Ese comentario provocó que elevase el mentón y lo observase taciturno. Dio dos pasos y se colocó delante de mí—. Y si tú no la hubieses salvado, yo habría puesto mi vida en bandeja para hacerlo.
Aquello no me descolocó. Sabía que le tenía un cariño muy especial a Adara. Apreté la mandíbula, obviando el primer comentario que había soltado a bocajarro, sin saber qué decir. Él no se quedó callado, pues Carlo, cuando decidía abrir la bocaza, lo hacía a lo grande:
—Y ahora vamos a resolver el problema. Juntos. Como siempre.
—Santiago vendrá a vengarse del asalto a su padre. —Hice una pausa y me jodió mucho más tener que verbalizar lo siguiente—: Y vendrá a por ella.
—Eres consciente de que las casualidades no existen, ¿verdad?
—Soy consciente de que ella estaba allí. Y yo también. —Lo miré detenidamente—. La cuestión es descubrir el porqué.
Retrocedió sobre sus pasos y se sentó de nuevo. Extendió la mano para coger su teléfono y continuó:
—He hablado con Riley y volará hasta Londres. Necesitamos todo el apoyo necesario para averiguar quiénes han entrado en el país en los últimos quince días; este dato ya lo tiene tu friki. Además, he hablado con tu hermano Enzo y está investigando a las personas que han estado en el Valle del Cauca durante un mes más o menos. Tenemos a todos los trabajadores de la zona buscando al causante del desastre. Y, por supuesto, nuestro contacto con la policía ya está haciendo las investigaciones pertinentes.
—No podemos contar con los hombres de Andrés Felipe.
—Lo sé —añadió, muy seguro de sí mismo—. Por eso me he encargado de sobornar a cuatro de sus hombres para que sean nuestros ojos en Cali y nos cuenten hasta cuántas veces va su señor a cagar.
—Y hasta que no consigamos algo más, es imposible descuartizar al listillo de turno —terminé por él.
Asintió varias veces con la cabeza, convencido de que esa irremediable tortura llegaría.
—Ahora el problema lo tenemos con ella. —Señaló hacia la puerta—. Tendrás que hablar con Adara, y deberá venir a Italia con nosotros. En Londres, ni podremos protegerla, ni podremos averiguar si buscan algo de ella.
—En el caso de que no quiera venir, que será lo más probable, tendremos que hablar con Micaela para que trate de convencerla. Si no, deberemos hacerlo por las malas —advertí, viendo el gesto de disgusto en sus ojos.
—Micaela y Jack ya están al día de la situación. —No me asombré por aquello. Carlo era una persona eficiente de más—. El siguiente problema lo tenemos con Claudio Sabello.
El silencio se extendió como un torrente por la sala tras decir aquel nombre. Mi padre. A ver qué coño le decía yo a mi padre. Decírselo era fácil, ya que podríamos inventar la misma excusa que había usado con mis hermanos. El problema era que lo creyese o no.
—Es un hueso duro de roer —añadió, adivinando mis pensamientos.
Hice un gesto con la mano para que pensase que no tenía tanta importancia, pero en el fondo no era el paripé que pudiese llevar a cabo lo que me preocupaba. En el fondo, en mi enrevesada ética, esa que a veces tenía y me hablaba, sabía que le había fallado a mi familia y que eso estaba carcomiéndome por dentro. Jamás habíamos tenido secretos, y mucho menos habíamos implantado mentiras, pero aquello… Aquello no podría explicarlo sin que mi cabeza rodase.
—Evitaremos que mi padre me borre su apellido montando una mentira.
—Las mentiras tienen las patas muy cortas —aseveró Carlo, con mirada penetrante.
—Pues tendremos que hacer que sea creíble, y alargarle esas patas a la mentira durante lo que haga falta.
Los dos desviamos nuestra atención hacia la puerta, sabiendo lo que eso significaba. Tenía que hablar con Adara y exponerle la situación tal y como estaba. Rezaba y suplicaba que lo entendiese y no me pusiese más trabas en el camino, aunque conociendo a su familia, sabía que la idea no le agradaría a nadie.
Unas horas después, la puerta se abría lo justo para que unos tímidos ojos asomaran dentro. Carlo se había marchado a descansar a los asientos del otro extremo, donde se encontraba Adara minutos antes. Elevé la mirada sin perder detalle de la torre de naipes que estaba haciendo, con la base de un buen cuchillo que sostenía las primeras cartas. Era un entretenimiento que me ayudaba a pensar, y siempre era positivo. Cada uno tenía su manera de sobrellevar sus problemas y buscar sus soluciones; la mía era concentrarme en mis cuchillos y en mis cartas. Porque las cartas tienes que saber jugarlas bien si quieres ser el vencedor de la partida, y yo no estaba dispuesto a perderla.
—¿Puedo pasar? —me preguntó con un hilo de voz.
Debía estar hambrienta, pues había dormido durante seis horas seguidas, más las que ya llevaría en el sillón pensando en si entrar en mi guarida o no. Podía leerlo en sus ojos.
—A no ser que quieras darte una vueltecita por las nubes, yo creo que sí. —Me reí de mi propio comentario. Ella continuó con semblante temeroso y empujó la puerta para acceder con pasos cortos.
El silencio era muy perturbador, tanto que provocó que me desconcentrara cuando solo me quedaba una carta para llegar a la cúspide de aquella torreta. Me cagué en mis muertos en voz alta y puse cara de hastío. Adara continuaba plantada en el mismo sitio. Elevé las dos cejas hasta el techo y abrí los labios muy despacio, acomodándome en el sillón, con los brazos cruzados a la altura de mi pecho y una mirada inquisidora. Ella pareció más pequeñita, y yo sonreí porque se ponía como una fresa sin darse cuenta.
Y a mí, esa fresa me entraban ganas de comérmela de un mordisco.
Le di un puñetazo a ese pensamiento y hablé, en vista de que de su boca no saldría ni una sola palabra:
—Bambina, la vergüenza ya la perdimos hace… —lo medité para hacerme el interesante, pero lo recordaba perfectamente— dos años mínimo, cuando saltaste como una kamikaze del helicóptero del psicópata de tu padre. —Escuché su suspiro y sonreí. Después palmeé el asiento a mi lado—. Vamos, siéntate.
Recordar aquella parte de nuestra vida me removió algo extraño; recordar el dolor en sus ojos al ser conocedora de que su padre podría haberla matado sin remordimientos, de que si no llega a ser por Ryan y por mí, con seguridad no hubiese estado respirando ni aproximándose a mí.
Anker Megalos había pasado a la historia, pero era cierto que, incluso muerto, continuaba dejando restos de su maléfica vida en la memoria de muchos de nosotros. Como era evidente, en la de su hija debía encontrarse de manera permanente, aunque nunca la hubiese querido. Sonreí interiormente al saber que Adara y yo teníamos un antes y un después.
—Bien, cuéntame qué has hecho desde hace un año que no te veo, aparte de permitir que te secuestrasen y de que haya tenido que comprarte como a una vaca —añadí con gracia. Ella me miró torciendo el morro. Y qué morro…—. Puedes saltarte todas las partes en las que aparezcas con el tonto ese. ¿Cómo se llamaba?… ¿Lion?, ¿Olet?
El sillón se hundió cuando se sentó a mi lado y su aroma me embriagó. Llevaba mucho tiempo sin sentirla tan cerca, y parecía un subnormal cada vez que la tenía a tan poca distancia.
—Eliot, Tiziano. Se llamaba y se llama Eliot.
—¿Noto cierto enfado en ese tono? No te recordaba tan renegona —apunté con tono indiferente. Me levanté, marcando una distancia que comenzaba a necesitar.
—No estoy enfadada —musitó. Me giré antes de llegar a la pequeña nevera que teníamos en la sala. Le señalé la botella de whisky, pero negó con la cabeza. Sonreí y saqué una botella de agua. Asintió e imité el gesto.
—Sabía que eras más de agua.
Aprecié una breve negación risueña en su rostro y mis labios se ensancharon. Dejé sobre la mesita del salón la botella y coloqué un vasito de aquel líquido ambarino a su lado. Retrocedí sobre mis pasos y saqué un par de bocadillos que había preparado un rato antes, sabiendo que no le quedaría mucho para despertarse.
—Toma. Vamos a comer algo, que tengo las tripas pegadas.
—Qué bruto eres a veces.
—Y feliz. No lo olvides —canturreé, y le di un mordisco a mi bocadillo—. ¿Vas a contarme algo interesante?
Suspiró muy despacio, desvió los ojos con timidez y me observó muy pocos segundos. Cogió su bocadillo y se lo comió en silencio. Sin embargo, yo parecía obnubilado por esa cabellera platina que me tenía tan hechizado. Estaba guapa. Mucho más guapa de lo que la recordaba. Continuaba siendo esa muchacha, ya hecha toda una mujer, temerosa, cauta y sencilla. Un tipo de mujer que jamás había aparecido en mi camino hasta que ella lo hizo y me rompió un poco los esquemas de la vida. Los perfectos esquemas de mi imperfecta vida.
Noté que se tensaba, y supe que era debido a mi escrutinio. No podía apartar la mirada de sus movimientos, de su perfilado y blanquecino rostro, surcado por un tono más moreno. Más dominicano. Sonreí y ella frunció el ceño.
—¿Por qué te ríes? —me preguntó antes de darle un sorbo a su botella de agua.
—Porque sabes que estoy analizándote y estás… —enarqué una ceja con socarronería— poniéndote colorada.
Mi tono cantarín la puso más enrojecida de lo que ya estaba. Reí abiertamente y le di un pequeño margen para que comenzase a hablar. Para mi sorpresa, lo hizo:
—¿Por qué estabas en esa fiesta? —murmuró la pregunta como si no hubiese pretendido hacerla, pero también como si temiera mi respuesta.
La corregí de inmediato:
—No pienses algo que no es. Yo estaba en El Naya, no en Cali. Pero el dueño de la mansión en la que estabas es…, era —rectifiqué—, mi contacto en Colombia. De ahí que el destino me pusiese en esa fiesta.
Pronuncié esa palabra, «destino», pero no creía en él ni de lejos. Mucho menos en esa suerte de encontrarnos en el mismo lugar y en esas circunstancias.
—Era, por mi culpa —musitó, y agachó la mirada para que no viese sus ojos.
Me terminé el bocadillo y estiré la mano para alzarle con dos de mis dedos el mentón. Me contempló con los ojos brillantes y entreabrió la boca; boca que no pude dejar de mirar. Me peleé mentalmente con mi yo interior para ordenarle a mi mirada que ascendiese y dejara de provocar la tensión que sentía en la jodida entrepierna.
—Te salvé porque me dio la reverenda gana. ¿Te queda claro? —Asintió de manera imperceptible. Tras usar aquel tono más duro de lo que pretendía, solté—: Ahora vayamos al meollo del asunto: tú.
—¿Yo?... ¿Yo qué? —me preguntó apesadumbrada.
—¿Te has metido en algún problema?, ¿han sucedido muchos secuestros desde que llegaste a Gualey?... No sé, ¡algo! —La analicé suspicaz y ella se encogió.
—¿Meterme en algún problema, dices? No suelo meterme en problemas, Tiziano —refunfuñó—. Desde que puse un pie en Gualey, nunca había ocurrido algo así.
«Nueve meses, para ser exactos», pero me callé. Porque iba a ser un poco extraño que le contase que Riley había estado poniéndome al día de todos sus pasos en la República Dominicana. Había forjado una relación de amistad con el friki que jamás pensé. Con decir que se tiraba más tiempo en Italia que en Grecia, era suficiente. Y ya no hablábamos de otras fuentes de información más… cercanas.
Riley continuaba como hacker con la policía, pero era cierto que Jack ganaba a la poli por partida doble, pues los trabajos que comenzaron a sumarse a la lista de Jack Williams eran impresionantes desde que pactaron colaborar con Aarón Barranco, su archienemigo policía en otros momentos y ahora jefe de una brigada de espías afincada en Francia.
—No lo sé. Con los antecedentes familiares que tienes, cualquiera se fía —apostillé, haciendo referencia a que su hermano Jack era un asesino a sueldo, y Micaela, una proxeneta retirada. Ella pareció enfurecerse.
—Yo nunca he hecho nada ilegal.
Soltó el bocadillo sobre la mesa y fijó su mirada en mí. Presionó los labios de una manera tan provocativa que volví a tensarme de pies a cabeza. ¡Qué mujer! Lo peor era que lo hacía de manera inconsciente y a mí me hervía la sangre, que ya de por sí la tenía muy caliente constantemente.
—El caso es que —carraspeé—, por algún motivo que desconozco todavía, el hijo del colombiano se ha fijado en ti con demasiado entusiasmo. ¿Lo conoces?
Mis ojos se convirtieron en dos rendijas que continuaban analizándola. Ella negó con la cabeza de manera insistente, y lo que me comunicó a continuación me dejó perplejo:
—No sé quién es, pero cuando me capturaron en Gualey, me llamaron por mi nombre.