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4 Una destrucción inadmisible Tiziano Sabello

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Con los labios sellados, contemplé el gran campo arrasado por el fuego, sin ser capaz de gestionar los sentimientos que comenzaba a tener. Ya no sabía si lo peor que llevaba era la rabia, el cabreo monumental por no saber quién cojones había organizado aquel desastre o que nadie tenía ni puta idea de qué había ocurrido.

—¿Tiziano?...

La voz de Andrés Felipe, el hombre de confianza que tenía en Colombia, provocó que me girase con una lentitud aplastante para mirarlo. Lo inspeccioné de arriba abajo, sin intención de intimidarlo. Era un hombre mayor, respetable en su país, uno tal vez de los más temidos. A sus setenta y ocho años todavía manejaba todo el cotarro de la droga junto con su hijo: Santiago Rodriguez.

—¿Qué se supone que debo decirte? —Alcé una ceja de forma insinuante.

Carlo me acompañaba, como de costumbre, y también lo hacía mi hermano Valentino. Escuché su resoplido y aprecié que sus manos seguían unidas entre sí, cerca de su vientre. Andrés Felipe miró a Valentino, conocido por su poco temple en tales circunstancias, y Carlo no dijo ni una simple palabra ni desvió los ojos del horizonte, los cuales tapaba con unas gafas de sol.

Andrés Felipe no era un hombre que tuviese miedo de mí, ni mucho menos. Pero encontrarte con un campo de innumerables hectáreas en pleno corazón de El Naya, justo en el Valle del Cauca, con una plantación de cocaína a punto de recoger calcinada de punta a punta, no era plato de buen gusto para nadie.

Mucho menos para mí, que tenía pendiente una entrega un par de meses después.

Una entrega demasiado importante como para fallar.

Tragó saliva, fijando sus oscuros ojos en el terreno churruscado. No vi los rostros del resto de los hombres que permanecían detrás de nosotros. Veinte, para ser exactos, y todos trabajaban para Andrés Felipe, aunque supe por el silencio en el ambiente que la situación no estaba para abrir la bocaza.

Una voz se escuchó muy cerca de mí, aunque no era a mí a quien le hablaba, sino a él:

—Señor, tengo a quince hombres investigando quién ha podido ser el culpable. Creemos que los tipos han salido del país.

Chasqueé la lengua bajo la atención de Andrés Felipe. Había dicho «los», así que algo sospechaban. Todavía no sabía con exactitud si el carácter de tomarme los asuntos de aquella forma venía de mi madre o de mi padre. Otro en mis circunstancias se habría puesto a gritar como loco, tal vez a liarse a tiros con los que estaban a mi espalda, pero yo preferí mantener la compostura. Y lo hice porque en mi endiablada mente sabía que cuando encontrase al responsable, hacerme un abrigo con su piel iba a ser lo menos.

—Dame nombres, Paulo, ¡eso no me sirve! —le vociferó, perdiendo los nervios.

Claro que la parte que no tenía paciencia ninguna en la familia era mi hermano, el segundo de los ocho que éramos y el mismo que me acompañaba: Valentino.

Vi de soslayo que se mordió el labio inferior y se encendió un cigarrillo. Soltó el humo y dio un paso para colocarse a mi lado. Teníamos más o menos la misma estatura, quizá era dos dedos más bajo que yo. Observé su cabellera rubia y corta, con uno de los laterales rapados. Desde el inicio de su camiseta se le veían todos los tatuajes que cubrían su piel hasta ambas muñecas. Sus ojos verdes, tan claros como los de mi padre, me contemplaron en silencio, hasta que aquella condenada bocaza se abrió; mucho había tardado:

—¿Piensas quedarte mirando…, no sé —movió los hombros y continuó con una contundente ironía—: dos horas más el campo abrasado?

Andrés Felipe me observaba con atención; supuse que tratando de evaluar mi comportamiento y las palabras que acababa de soltar mi hermano. Si mi familia no había conseguido descubrirlo en todos los años de mi vida, dudaba que él fuese a ser capaz. Centró su atención en mí cuando suspiré. Me di la vuelta para encaminar mis pasos hacia el coche. Carlo continuaba impasible, detrás de mí.

—Tiziano…, ¿adónde vas? —me preguntó el colombiano. Escuché el sonido de su garganta descender.

Valentino lo adelantó y se colocó delante de mí, con gesto desafiante y cara de malas pulgas. Enarqué una ceja cuando lo escuché hablar con ese mal tono que le hacía perder las formas:

—¿Qué mierda te pasa, Tiziano? ¿Piensas dejar pasar esto como si no hubiese ocurrido nada? —Señaló el campo—. ¿Es que no ves el gran problema que tendrás si…?

Ese «si» se quedó en el aire, porque saqué mi pistola con detalles grabados en oro en los laterales y disparé muy cerca de su oreja. Ensanché los labios en una impresionante sonrisa mientras mi hermano se tapaba la oreja y abría la boca de manera desmesurada; imaginé que debido al gran sonido del impacto de bala, la cual se incrustó justo en el árbol que había detrás de él. Los hombres de Andrés Felipe no tardaron ni un segundo en encañonarme, el mismo segundo que necesitaron para bajar las armas cuando su jefe alzó una mano.

Un paso por parte de Valentino fue suficiente para que me taladrase con la mirada. Yo continuaba sonriendo, y Carlo, imperturbable, como de costumbre.

—¡¡Me has disparado!! —me gritó furioso.

Me acerqué hasta estar muy cerca de su oído y, modificando aquella sonrisa de diablo que poseía, le dije con seriedad:

—La próxima vez que quieras cuestionar mis actos, la bala te entrará por aquí.

Me apunté con mi pistola en la garganta, y un breve movimiento de ojos fue más que suficiente para que zanjásemos el tema de conversación y Valentino apretase los dientes. Avanzó por mi lado, golpeándome el hombro con un empujón, y se montó en el todoterreno dando un fuerte portazo.

Suspiré y miré a Andrés Felipe.

—Estos adolescentes… Nunca aprenden a controlar el genio —añadí como si nada.

Aprecié la sonrisa de Carlo al ser conocedor de que mi hermano era mayor que yo; para ser exactos, tres años más grande. Continué con mi paso, echando un brazo por encima de los hombros del capo colombiano, y sin titubear y bajo una extensa sonrisa por su parte, le dije:

—Vamos a esa fiesta en tu casa. Necesito una copa y follar. Creo que al toro que está en el coche también le vendría bien. —Señalé a Valentino, que se encontraba cabreado como una mona en el asiento trasero.

Andrés Felipe me contempló estupefacto.

—¿Y qué hacemos con…?

Moví en el aire la mano con la que todavía sostenía la pistola, dándole a entender que ya hablaríamos de eso en otro momento; otro momento en el que, si lo meditaba mucho, estaría jodido y a base de bien.

—¿Te importa que acuda alguien más a tu superfiesta? —Arrastré mucho la última palabra.

—No. —Negó con rapidez—. De hecho, viene gente con mucho poder, y tal vez pueda presentarte a personas que te convengan en el mercado español.

—¡No se hable más! —Lancé unas palmadas en el aire y llamé a mi hombre con tono cantarín—: ¡Carlo!

Al montarme en el vehículo escuché el gran resoplido de Valentino, pero lo ignoré. Les mandé un mensaje rápido a Romeo y a Alessandro, que casualmente se encontraban en Candelaria, muy cerca de donde nosotros estaríamos en una hora y poco. Mis hermanos habían viajado por negocios también, solo que ellos no tenían la gran responsabilidad que yo llevaba a mis espaldas.

Nos dirigimos en silencio a Cali, una ciudad situada al sudoeste del Valle de Cauca, en la región de Bogotá. Allí, Andrés Felipe poseía un casoplón que ni en los mejores sueños. Y digo ni los mejores sueños porque la mansión en sí abarcaba más de dos mil metros; una burrada para alguien que solo tenía a su mujer y muchas putas.

La voz de Valentino me provocó una subida de tensión, ya que era muy pesado cuando quería:

—Me has disparado…

—Sí. Te he disparado. Cansino —lo interrumpí—. Duérmete un poco, venga, como los bebés.

Carlo parecía un muñeco rígido atado al volante. Ni pestañeaba.

—Te han quemado un campo de…

—Me cago en tu puta madre, Valentino. —Me desabroché el cinturón y me giré en el asiento—. ¡Que ya lo sé, hostia! ¿Sabes quién ha sido? —Negó con la cabeza—. ¡Pues cállate la puta bocaza! ¿Qué quieres?, ¿que nos pongamos a dispararnos como locos? —No lo dejé hablar cuando quiso intentarlo—: ¿Tú has visto con los ojos de la cara, y no con el del culo, que Andrés Felipe tenía a un puto ejército detrás?

No me contestó y alcé las cejas, instándolo a que lo hiciera. No abrió la boca. Miré a Carlo y le pregunté con sarcasmo:

—¿Usted lo ha visto, señor conductor?

—Sí.

Tajante. Qué hombre.

Me volví de nuevo hacia mi enfurruscado hermano.

—No es una película de wéstern, ¿sabes? Si la cagas, lo solucionas. Si la cagan, lo solucionamos también. Pero con la cabeza. —Me señalé la sien, pistola en mano todavía—. ¡Con la cabeza, Valentino! —Exageré mucho su nombre, marcando en exceso el tono italiano.

Tras un silencio en el que respiré paz y armonía, Valentino volvió a interrumpir mis pensamientos y mis suposiciones sobre quién o quiénes podrían ser los mamonazos causantes de semejante aberración.

—A la mamma no se la toca. Y te has cagado en tu puta…

—Si hablas otra vez, te juro que te mato.

Mi interrupción, junto con mis dedos colocados de manera estratégica en el puente de mi nariz, fue suficiente para que mi hermano no abriese la bocaza hasta que llegamos a la puerta de la mansión extravagante de Andrés Felipe.

Al detenernos en la entrada, tuve que asentir con los labios sellados y una muestra de satisfacción en la cara. Estaban entrándome ganas de silbar, pero al señoritingo que llevábamos detrás seguro que le molestaba también. Cuando la enorme puerta se abrió, miré hacia mi derecha, movido por el hilo familiar, como yo lo llamaba. Sonreí al ver que Alessandro ensanchaba los labios con exageración. Llevaba una camiseta blanca con flores estrafalarias y el pelo alborotado de más. Iba sujetando el volante con una mano, de manera chulesca. Romeo asomó la cabeza a su lado, moviendo la mano en señal de saludo y con otra sonrisa igual de grande que la mía, pero no contestó porque estaba hablando por teléfono.

—¿Todo bien? —les pregunté en italiano.

Tutto apposto, fratello2 —me contestó el conductor con tono cantarín.

Si algo caracterizaba a los ocho hermanos que componían mi familia, era el humor que gastábamos habitualmente. Bueno, todos menos los gruñones de Valentino y Piero. Piero, por ser el séptimo, era igual o menos serio que el que llevaba montado en el coche. Sin embargo, Claudio, Enzo, Romeo, Dante, yo y Alessandro —en ese orden habíamos nacido, saltándonos a los gruñones— teníamos un carácter alegre y muy italiano.

Apreté la mano de los dos cuando desmontamos y les propiné un pequeño golpe en la espalda a ambos, a modo de saludo.

—Vais muy caribeños —añadí con sorna.

—Y tú muy enchaquetado, piccolo.

Reí por el comentario de Romeo y avanzamos hacia el interior escuchando a Alessandro contar la anécdota que había tenido de camino al cierre de un acuerdo muy significativo en las lindes de Bogotá. No había que ser adivino para saber que mi familia al completo se dedicaba al narcotráfico desde años inmemorables. Hablábamos de trastatarabuelos y de sus ancestros casi. No todos habían salido impunes, pues muchos familiares habían sido cazados por la poli y metidos entre rejas, pero también estábamos los que teníamos una estrella en el culo y sabíamos salir del carril equivocado. Todo era estrategia, aunque la estrategia también te jugaba malas pasadas si confiabas en quien no debías.

—¿Has hablado con papà3? —me preguntó Romeo, alternando su teléfono móvil entre las manos, como yo hacía con mi navaja.

—No. Que Dios lo salvaguarde cuando lo haga.

Taladré con los ojos a Valentino, quien estaba ganándose una semana de hospital a base de bien, tras esa contestación. Suspiré, y a lo lejos vi que Andrés Felipe llegaba con los brazos abiertos y una gran sonrisa.

—¡Los hermanos Sabello! Qué gran honor poder tener a cuatro de ustedes en mi casa. Entren, por favor. No se queden en la puerta.

Avanzamos con paso decidido al interior de los dos mil metros. Tuve que reírme por el pensamiento y el tonito con el que salió en mi mente. Todos se giraron para mirarme, pero le quité importancia con un movimiento de mano mientras Andrés Felipe se partía los cuernos por intentar complacerme y que no se me fuese la poca capacidad para meditar que tenía. Más que meditar, se llamaba paciencia.

La pregunta de mi hermano me estalló como una bomba repentina. Mi padre. Claudio Sabello, el capo de la mafia siciliana. El que no me pedía explicaciones aunque él mandase, pero con el que tenía el negocio de los campos de cocaína de El Naya a medias. En resumen, ¡claro que le debía una puta explicación que no tenía!

—¿Has averiguado algo? —le pregunté a Andrés Felipe mientras subíamos las escaleras.

Mis hermanos iban delante de mí, alabando la ostentosa decoración de la mansión al mismo tiempo que halagaban como verdaderos picarones a cada señorita del servicio que pasaba delante de nosotros. Elevé los ojos al techo, suspirando, cuando escuché a mi acompañante de escalera. Carlo iba detrás. Siempre decía que si yo veía delante, él se encargaría de que no me tiroteasen por la espalda. Muy sabio por su parte.

—Mis hombres no tienen ni una pequeña pista, Tiziano. —Prensé los labios con fuerza—. Prometo que haré todo lo que esté en mi mano para solucionarlo.

Sus ojos mostraban pavor. Evidentemente, sabía que devolver aquellas enormes cantidades de material en tan poco tiempo era casi imposible. Casi.

Tomé aire por la nariz y lo solté cuando llegamos a un gigantesco pasillo adornado con una moqueta horrible de color azul y verde. Creo que la combinación nos espantó a todos, porque nos miramos de reojo y reprimimos una risilla que Romeo no aguantó. El colombiano nos observó de reojo y rio también, sin saber dónde estaba la gracia.

—Aquí les dejo las cinco habitaciones correlativas para que puedan pasar la noche. En una hora comenzará el cóctel de bienvenida. Los espero abajo.

Le di las gracias y apreté los labios con más fuerza, acordándome todavía de la moqueta. Al entrar, todos lo hicieron conmigo, bajo el asombro del anfitrión. Solté la carcajada reprimida y los demás me siguieron, menos Carlo, que permanecía imperturbable en la entrada, con los brazos colocados delante de su vientre y entrelazados.

Le di un golpe en el hombro y sonreí.

—Sácate el palo del culo ya, que ahora ya no estás de servicio, capitán. —Elevé el tono en esa última palabra y Carlo negó con la cabeza.

Valentino se tiró a la cama como un bestia y yo lo imité. Lancé mis zapatos a la otra punta de la habitación y me remangué las mangas de la camisa. Cogí mi particular navaja y comencé a moverla con mis dedos mientras escuchaba la voz intranquila de Romeo, que se servía una copa de una de las barras. La habitación era enorme también.

—¿Está el peñazo del hijo aquí? —preguntó Valentino.

—No.

—Piccolo, sabes que ese no te traga, ¿verdad? —añadió Romeo.

—Lo sé.

Alessandro se quedó en pelotas y se plantó delante de mí. Alcé los ojos y suspiré al ver su mirada inquisidora. Para ser el más pequeño, parecía el más inteligente.

Ese día tenía algo en el pecho que me revolvía las entrañas, pero todavía no había sido capaz de discernir qué era. Siempre me había guiado por los pálpitos, y hasta ahora no me había ido nada mal. Y ese día tenía uno muy malo. En realidad, lo tuve desde que pisé suelo colombiano; uno que pondría mi vida patas arriba.

—Estoy bien —le aseguré—. Quita ese rabo de mi cara, cabrón.

Me levanté y escuché la risa de Valentino y Romeo, pero Alessandro no rio. Al igual que tampoco lo hizo Carlo, que me contemplaba con el rictus serio. Salí a la pequeña terraza, desde donde podía apreciarse un enorme escenario, muchas mesas de pie alto, flores y algunas diminutas luces mientras sonaba de fondo Adagio for Strings. Me apasionaba la música clásica, y noté que mi alma se oprimía escuchando la composición, pues más o menos tenía el sonido de que se acercaba una gran turbulencia, y yo sabía que era cierto. Saqué un cigarro de mi cajetilla y lo coloqué en mis labios. Con rapidez lo encendí, y con la misma rapidez escuché que mis hermanos se metían todos a tropel en la ducha mientras yo contemplaba cómo los del servicio iban de allá para acá, colocando y preparando una superfiesta. Yo quería irme a mi casa, porque no me gustaban esas fiestas y tampoco era muy común verme en ellas, a no ser que fuese por pura necesidad. Necesitaba pensar y comenzar a tirar de los hilos hasta descubrir la verdad.

Una presencia se colocó a mi lado. No me hizo falta girarme para saber quién era, ni tampoco que me preguntara para ponerme a hablar sobre lo que pensaba.

—Yo nunca he comprado la lealtad. Siempre me ha salido de aquí. —Me toqué el corazón y lo miré. Carlo continuaba con la vista al frente—. ¿Crees que la lealtad se compra?

Sus ojos color turquesa se amusgaron en mi dirección. Eso y el sonido de aquella melodía clásica me tensó. Como todo, la música también tenía sus momentos, y desde luego no era la propicia para mi estado de ánimo, que todo lo disimulaba con una sonrisa, una broma o una salida fuera de contexto con tal de desviar el tema de lo verdaderamente importante.

—La lealtad se gana, Tiziano. Pero también se vende.

Su contestación acrecentó mi desasosiego. Pensé durante unos minutos, los justos para darle una calada a mi cigarro y soltar el humo. Llegué a la conclusión de que los únicos enemigos que tenía eran los típicos niñatos que querían hacerse con el cotarro de la droga en mis puntos. De lo demás no tenía que preocuparme porque mi padre se encargaba de mantenerlos a todos a raya. O eso pensaba.

—Necesito encontrar al culpable. Me devano los sesos y no me viene ninguna cara.

—La dará. Es imposible que alguien se esconda. Y ya sabes que el mundo es muy pequeño. Ahora lo importante es solucionar el tema que tenemos con Eduardo.

Asentí y reí interiormente al ver la facilidad que tenía para tratarme con familiaridad cuando no había nadie, y lo pronto que cambiaba a los formalismos delante de los demás. No lo entendería en la vida, pero es que Carlo era hermético.

Eduardo Cantón era un político español que movía más droga en Andalucía y Extremadura de lo que nadie pudiese imaginar. Era uno de los grandes en el país, y en poco tiempo debíamos hacerle una entrega billonaria. Tanto como un puto campo entero. Millones y millones iban en esa plantación, a punto de recoger y de empaquetar para mandarla fuera del país. Todo estaba milimetrado, con plazos, con entregas, con la policía portuaria untada para media vida… A fin de cuentas, todo. La droga movía montañas, y no hacía falta ser ingeniero para darse cuenta de ese detalle.

—Buscaremos una solución. Siempre lo hacemos. Y cuando encontremos al culpable, haremos una barbacoa con su carne —sentencié con firmeza y temeridad—. Ve a darte una ducha. Tenemos que asistir a una fiesta.

Mi tono jovial no provocó que Carlo se moviese del sitio. Me encaminé hacia el cuarto de baño, quitándome la ropa por el camino y lanzándola al suelo. Escuché las risas y los comentarios de mis hermanos en el interior y me sumé a la ducha comunitaria con la primera botella que encontré a mi paso.

Una hora después estábamos plantados en el exuberante jardín de la casona, rodeados de gente que desconocíamos, llamando la atención de las féminas y encontrando las malas caras de los hombres. Reí.

—Tiziano, amigo. Siempre con una sonrisa en la boca. —Andrés Felipe llegó a mi lado con unas banderillas que llevaban un número en la mano—. ¿Quieren participar?

Alcé las cejas de forma interrogante. Valentino no tardó ni un segundo en arrebatarle una de las manos, sin saber ni siquiera para qué eran.

—Yo sí. Sea lo que sea.

Lo reprendí con la mirada por su efusividad cuando no debía.

—¿Para qué son? —le preguntó Romeo.

Mis ojos se desviaron al escenario según apreciaba que la gente se colocaba mirando hacia ese punto. Una mujer muy elegante se subió a él y caminó hacia el micro con rapidez. Le di un sorbo a mi copa, ocultando lo que ya me imaginaba.

—Trata —anuncié con rapidez, y mi foco de atención se centró en Andrés Felipe, que sonreía como un gañán.

Reprimí el suspiro que me llenó por dentro. Yo no era políticamente correcto con respecto a mi trabajo, pero la trata era una de las cosas que más odiaba. Mi madre la había sufrido.

—Eh… Sí. Bueno, esta gente ha venido para eso. Si quieres… —El colombiano titubeó al escuchar mi dura contestación. Mis hermanos enmudecieron.

—No. —Decliné la oferta con mi mano—. Prefiero buscar la diversión con alguien que lo haga sin coacción. Gracias, Andrés Felipe.

Me giré para zanjar la conversación, aun sabiendo que todos me contemplaban desde la distancia, estupefactos por mi reacción. A Valentino pareció quemarle la banderilla en la mano, pero lo ocultó dándole un sorbo a su copa. Andrés Felipe desapareció de allí, escuché que disculpándose con un breve «Tengo una reunión importante», y me quedé junto al resto de gente.

—¡Bienvenidos! Damas —la portavoz, micrófono en mano, hizo una inclinación de cabeza y después imitó el gesto al pronunciar su siguiente palabra—, caballeros. Es un verdadero placer contar con ustedes esta noche, y más me complace decirles que tenemos trece candidatas para degustar. —Sonrió y yo apreté los dientes—. A continuación, tan solo tendrán que elevar su bandera, indicando la cantidad que quieran pujar por ellas, y serán enviadas a sus habitaciones. —Movió las cejas de manera insinuante y muy lasciva, para después continuar con un efusivo—: ¡Que comience la fiesta!

Me bebí la copa de un trago y cogí otra justo cuando el camarero pasaba por mi lado.

Adolescentes y mujeres fueron pasando por el escenario, temblando como hojas, esperando con horror a ver quién sería el comprador que las sometería esa noche. Y sabía que allí no terminaba el asunto, pues hasta donde había visto, ninguna pasaría de los treinta años, aunque también había unas cuantas que no contarían con más de quince. Era consciente, como en todo tipo de eventos de ese calibre, que todavía faltaba lo mejor, lo más sucio y rastrero por lo que el tipo de personas que tenía delante se dejaban millones y millones.

—Y, ahora, ¡la última! ¡La número trece! Verán qué sorpresa —murmuró con coquetería la portavoz.

Reprimí un instinto asesino y me giré para marcharme de allí. No lo aguantaba.

—Vámonos. Esta fiesta es una mierda.

Solté la copa con brusquedad sobre la mesa de pie y vi que mis tres hermanos y Carlo estaban obnubilados, mirando hacia el escenario.

—Madre mía… —murmuró Romeo con pesar.

—¿Estáis sordos? —gruñí—. Si queréis quedaros, hacedlo. Yo me voy.

Pero no me dio tiempo a dar un paso cuando Carlo, mi Carlo, el que nunca perdía las formas ante nada y ante nadie, me sostuvo del brazo como si fuésemos colegas de toda la vida. Tuve que descender los ojos hacia donde me tocaba para comprobar que eso era cierto. Enfoqué su rostro, y lo que vi no me gustó. Continuaba observando el escenario como si se hubiese quedado en shock.

Me giré al ver que ninguno apartaba la mirada. La escena que se presentó ante mis ojos me provocó un infarto. Los abrí en su máxima extensión sin ser consciente, y después reparé en esa cabellera platina, esos ojos verdes que tanto recordaba, esa mirada angelical y llena de pureza. Atada a ella había tres niñas que no llegarían a los diez años.

Sus ojos impactaron con los míos y pude ver que una lágrima rodaba por su mejilla hasta llegar a su barbilla, perdiéndose.

En ese momento, la rubia del micrófono exclamó:

—¡Que comience la última puja!

Tiziano: La decisión del Capo

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