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8 Mi estabilidad Adara Megalos
ОглавлениеMi estabilidad. Esa que se había perdido en un recóndito lugar. Esa que se había quedado con el miedo, la angustia y la incertidumbre de cuando te introducen en un cubículo, a oscuras, sin saber cuál será tu paradero. Tu futuro. Tu destino.
Tras la breve conversación que tuve con Tiziano en el avión, no habíamos vuelto a hablar y me preocupaba su silencio, porque no me había dado a entender que quisiese decirme solo aquello, sino que sabía —lo intuía, más bien— que algo más se había quedado en el tintero. Sin embargo, y pese a que trató de ocultarlo, mis palabras lo dejaron fuera de lugar. No comentó nada. Simplemente se levantó, abrió la puerta de la sala en la que nos encontrábamos y salió en busca de Carlo. Lo supe porque el chillido que le dio a viva voz para llamarlo fue suficiente. Después, silencio; un silencio perturbador en el que no pude escuchar ni un solo comentario más, aunque sí aprecié la mirada de Carlo cuando se cruzó con mis ojos. Mostraban preocupación extrema, y eso provocó que fuese mucho más pequeñita de lo que ya era. ¿Qué pasaría ahora con mi vida?, ¿por qué un mafioso colombiano me quería en sus garras?, ¿qué había hecho yo? Mi vida era una vida corriente. Sin altibajos, sin meterme donde no me llamaban y sin buscar problemas. ¿Por qué a mí?
Con esa pregunta retumbando en mi cabeza entré en mi apartamento en Londres. No era gran cosa y se encontraba muy cerca del Piccadilly Circus, en pleno corazón de la ciudad. Era lo que tenía disponer de algunos millones en el banco cuando mi padre murió. Aquel dinero no lo consideraba como mío, pero tampoco pensaba malgastarlo tirándolo a la basura, pues me pertenecía gracias al tirano de mi padre: Anker Megalos. Y como ese dinero estaba manchado de sucios negocios y sangre inocente, yo intentaba convertirlo en algo bueno, como en ayudar a los demás. Por ese motivo había invertido casi todos mis fondos en asociaciones que lo necesitasen, como era el caso de Gualey en los últimos meses.
Que me hubiesen apartado de allí me dolía en el alma. Pero más me dolía no poder tener contacto con Rafael y el resto de los habitantes. Un resquemor me quemaba las entrañas cuando pensaba en Juana, María y Carmen, aunque Carlo me había asegurado de manera breve que se encontraban en perfectas condiciones y con sus familias, gracias a los hermanos de Tiziano. Por lo poco que pude hablar con ellos, supe al instante que tanto Romeo como Alessandro se convertirían en grandes aliados si algún día los necesitara, pero con Valentino no correría la misma suerte. Y mejor no pensaba en lo que tuvimos que hacer para salir de la mansión, porque entonces los coloretes me subían a niveles insospechables.
Sentirme tan desubicada y fuera de lugar mientras Tiziano se devanaba los sesos por sacarme de allí me había dejado más tocada de lo que imaginaba. Y aunque el italiano siempre jugaba con la baza de que podía camuflarlo todo con su humor, a mí se me quebraba el alma siendo consciente de los problemas que podría acarrearle esa decisión. Tampoco quería meditar ni por un segundo la gran mentira que había soltado a bocajarro delante de sus hermanos. «Su prometida». Y lo había dicho con tanta normalidad que hasta yo me lo habría creído. Di gracias a la vida porque, por ser yo como era, no había soltado ninguna barbaridad delante de ellos, dejándolo en mal lugar o en una situación peor de lo que ya estaba.
Abrí la puerta, escoltada por Carlo y Tiziano, que no se habían separado de mí ni un segundo desde que llegamos. Contemplé la estancia a oscuras, y el olor a abandono me recibió con un buen bofetón. El apartamento se encontraba limpio y se notaba que mi madre se había encargado de que me tuviesen la vivienda en condiciones, por si algún día pensaba volver a Londres. Solo tenía un pequeño salón junto a una cocina, dos habitaciones, un baño y un cuarto que usaba para guardar trastos. La diminuta terraza que daba a las abarrotadas calles de la ciudad se encontraba en el gran ventanal del comedor, y todo estaba impoluto. Tomé una gran bocanada de aire y me adentré, quitándome mientras caminaba las deportivas que Tiziano se había encargado de comprarme en el aeropuerto, pues mis sandalias todavía estaban en Cali, en el jardín de aquella maldita mansión.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando recordé el momento en el que me subieron al escenario como si fuese un cuadro que compraría el mejor postor. Cuánto asco y cuánto odio acababa de cogerle a ese momento de mi vida. Pero también pánico. Mucho pánico.
—¿Quieres que reserve una habitación en el hotel de enfrente?
La pregunta estaba haciéndosela Carlo a Tiziano, pero no escuché respuesta por su parte, ya que, segundos después, oí cómo alguien corría escaleras arriba. Y parecía no ser solo una persona. Con el semblante serio, me giré y me encontré de bruces con mi alocada Micaela. Se detuvo en seco, justo en el inicio de la escalera, y sus enormes ojos azules impactaron con los míos. No supe por qué ni cómo, pero no me derrumbé ni comencé a llorar como una niña desconsolada, por muy extraño que pareciese.
No lo dudó y ni siquiera habló cuando ya estaba sobre mí, cobijándome entre sus brazos y apretándome con una fuerza inhumana. A ese abrazo le siguió otro por encima de ella, y sentí los brazos de mi hermano Jack. Fue suficiente para que tragase el nudo que crecía en mi garganta a pasos agigantados.
—Estás aquí. Ya estás aquí… —Fue lo que pude escuchar, pues mi mente parecía no querer estar allí.
Micaela me separó de ella y comenzó a tocarme y a hacerme muchas preguntas rápido y sin orden, hasta que la mano de Jack se colocó en su antebrazo y la detuvo. Ella lo miró espantada y después puso su atención en mí de nuevo.
—Estoy bien.
Fue lo único que pronuncié, mirándolos a los dos. De reojo, aprecié una mueca de disgusto en el rostro de Tiziano. Imaginé que intuía que no lo estaba. A ellos se sumó mi adorado Ryan, que había viajado desde Estados Unidos, y Riley y Arcadiy, el hermano de Micaela, quien había llegado de Grecia con Micaela y Jack.
Sin apenas abrir la boca nada más que para contestar de manera muy breve, terminamos todos en el salón mientras Arcadiy repartía bebidas y colocaba algo de comida. Me había percatado de las bolsas que habían traído los últimos en llegar. Y menos mal que lo hicieron, porque allí no tenía ni una triste botella de agua.
—¿Y dices que preguntaron por ti al cogerte? —se interesó Arcadiy.
Contemplé al fortachón, mucho más guapo de lo que lo recordaba, y eso que lo veía constantemente en la pantalla del teléfono cuando me llamaba por videollamada. Era muy alto, tanto como mi hermano, y el parecido con Micaela era asombroso, solo que ella era morena y Arcadiy era rubio. Sin embargo, los genes de aquellos océanos azules eran idénticos. Sonreí con timidez cuando me estrechó entre sus brazos y besó mi cabello, gesto que desaprobé con un chasquido de lengua, pues necesitaba una ducha urgente que ni siquiera me habían dejado darme.
Tras contestar con un simple «Sí», Micaela se puso como una moto y atropelló a Tiziano con preguntas que ni él mismo sabía contestar. Jack estaba que se lo llevaban los demonios. Como la relación con él había mejorado de manera muy considerable, entendía su enfado, aunque el de su mujer lo superase con creces. Riley, por su parte, seguía las órdenes de un tajante Ryan, que continuaba siendo el madurito más atractivo del mercado, como yo lo llamaba. Mantenía esa cabeza rapada, ese gesto fiero bajo aquellos dos metros de altura y esos ojos vivaces y oscuros como la noche. Sus enormes brazos musculados se movían en señal de desaprobación cuando Riley daba en alguna tecla que él no buscaba. El informático, amigo mío del alma, levantó la cabeza y se colocó las gafitas de pasta que tanta gracia me hacían, con ese gesto jovial y esa chulería innata que tenía, y todo eso contando con que estábamos rodeados de la crème de la crème. Los únicos que nos salvábamos de aquel escuadrón de villanos éramos Riley y yo.
Aunque tenía un miedo horripilante por lo que podría suponer mi vida de ahora en adelante, estaba feliz porque todos ellos, mi familia, habían viajado kilómetros y kilómetros para estar conmigo. La única que faltaba era mi madre, que llegaría al día siguiente. Ella había sido lista y sabía que necesitaría un tiempo de adaptación, aunque solo fuesen unas horas para poder estar tranquila, o por lo menos para adaptarme al qué pasaría a continuación. También influía mucho que se hubiese quedado con mis sobrinos, los hijos de Micaela y Jack, que deberían partir esa misma noche hacia Santorini para poder hacer el intercambio.
—Ese es un tema del que tenemos que hablar. —La voz del italiano ocasionó que toda mi atención se centrara en él.
—Pues estoy ansiosa por que me lo cuentes —espetó Micaela con mal humor.
No sabía por qué estaba contemplando a Tiziano con tan mala cara, pero pronto lo descubrí:
—Lo mejor es que se venga conmigo. A Italia. Por lo menos durante un tiempo, hasta que consiga averiguar el motivo de su captura y qué quieren de ella.
Un silencio momentáneo se hizo en la sala, pero Ryan lo rompió al instante:
—No. Lo mejor es que regreses conmigo a Estados Unidos y fin del asunto. Ya buscaremos un buen trabajo en algún hospital de allí y no tendrás que preocuparte de nada. Yo te protegeré.
Lo cierto era que había estado una temporada viviendo con Ryan en Estados Unidos después de aquella barbacoa tras la que todos comenzamos una etapa nueva en nuestras vidas. Pero el amor, como de costumbre, ocasionó que me trasladase a Londres con Eliot, cuando conseguí el trabajo en el Saint Thomas. A Ryan no le gustó la idea, pues, aunque no lo verbalizase, Eliot le parecía un remilgado idiota.
—Ryan, tú debes volver a la CIA y no podrás tenerla vigilada —apuntó Jack—. Y Micaela, Arcadiy y yo tenemos trabajo con Aarón, lo cual quiere decir que no podemos exponerla a más peligro si la llevamos con nosotros a misiones suicidas.
El rostro de Micaela se contrajo y yo le lancé una breve sonrisa que no iluminó mis ojos, tratando de que apreciase ese gesto y de que no se sintiera peor de lo que ya lo hacía por lo que había ocurrido, aun sabiendo que no habría podido evitarlo a tantos kilómetros de distancia. Ryan resopló y se pasó una mano por la frente.
—Yo no soy una buena opción, pero siempre puedo esconderte en el baño de mi casa —espetó Riley, y tuve que sonreír.
—Pero si tu coges una pistola y te tiemblan hasta las pestañas, friki. —La voz de Tiziano no tardó en aparecer, y todos soltaron una carcajada. Riley colocó una máscara de indiferencia en su rostro y les hizo burla de manera disimulada.
—Estaré bien sola —añadí, pero nadie me escuchó.
—Agneta tampoco es una opción. No podemos poner en peligro la vida de los niños, que pasan más tiempo con su abuela que con nosotros —aseveró Micaela ofuscada.
—Conmigo estará bien —insistió Tiziano—. Y cuando todo haya pasado, podrá hacer su vida normal como si nada de esto hubiese ocurrido.
Carlo cabeceó, dándole la razón, y yo hablé un poquito más alto para que todos me escuchasen:
—He dicho que estaré bien aquí.
Las miradas se volvieron hacia el sonido de mi apenas existente voz, pero ninguno me dio la razón. No me enfadé, pues si de verdad el tal Santiago me quería, no podría hacer nada sola para detenerlo. Micaela negó con la cabeza y la voz de Tiziano se escuchó de nuevo:
—¿Algo más que objetar?
Nadie le contestó, pero yo sí lo hice:
—Necesito volver a Gualey, a por mis pertenencias, a despedirme, a…
Los nervios me pasaron factura y comencé a decir tonterías. Dichas tonterías fueron cortadas de raíz por Ryan, al que no le hacía demasiada gracia que tuviese que marcharme con el italiano:
—Eso puede esperar, Adara. Lo importante es tu seguridad y no lo que hayas perdido en Gualey.
—Pero…
—Ni peros ni peras. Aquí se zanja el tema y no hay más que hablar. Además, venirte a Italia puede servirte como una experiencia nueva en la vida. Un erasmus.
La broma de Tiziano no le hizo gracia a nadie y las miradas fulminantes pasearon por el salón. Él continuó con el movimiento de su navaja de un lado a otro, pero de lo que sí me di cuenta fue de que había evitado decirles a todos el pequeño comentario que les había hecho a sus hermanos sobre que yo era su prometida, e intuía que tanta insistencia en que me marchase con él tenía algo que ver con eso. ¿El qué? Ni idea. Esperaba poder preguntárselo en otro momento, pero aquel no era. Necesitaba con mucha urgencia descansar y estar sola, pese a la alegría que sentía porque todos estábamos juntos durante ese corto periodo de tiempo y aunque los motivos hubiesen sido los menos apropiados.
—Adara, me ha llamado…
Micaela no pudo terminar la frase porque varios golpes insistentes sonaron en la puerta. De repente, mi salón se convirtió en un campo de batalla cuando todos sacaron sus armas y se levantaron para ver quién se atrevía a colarse en mi apartamento. Carlo, que estaba de pie y justo al lado, hizo un movimiento con la mano para que guardasen las armas, pero fue tarde, porque cuando la puerta se abrió, un Eliot arrebatado entró con los ojos desencajados y al trote.
Yo permanecía en el sofá cuando se tiró a mi cuello y me levantó como si fuese una pluma. Me abrazó, cogió mi rostro con ambas manos y me dio un millón de besos repartidos por mis mejillas y mis labios. No correspondí a esos besos, pues estaba en trance y no conseguía asimilar la euforia desmedida, o que yo continuaba sin estar receptiva con los demás.
—Estás viva. Estás viva. ¡Dios, qué miedo he pasado, Adara! Por favor, pensaba que te perdía. —Se detuvo y me contempló con ojos lánguidos, sujetándome de los brazos, para después estrujarme entre los suyos de nuevo.
No me pasó desapercibido el comentario de Tiziano:
—¿Qué hace el tonto este aquí?
—El tonto este es su novio, Tiziano —le respondió Micaela de malas maneras, y escuché un breve quejido por parte del italiano cuando ella lo golpeó en la cabeza.
Eliot ni siquiera se había percatado de ese comentario, porque sus ojos azules estaban fijos en mí e intentaba a toda costa apartarme de los demás. Ellos se dieron cuenta de ese gesto y se levantaron para marcharse a la cocina. Era muy absurdo, pues nos separaban diez pasos como mucho. El italiano ni se movió del sitio, a pesar de que Micaela le hizo un gesto para que se levantase del sofá. Él hizo una mueca con los labios en plan «Me da igual» y siguió inspeccionando a Eliot con ojos asesinos y la navaja dando vueltas en su mano derecha, pese a las amenazas de mi amiga para que la guardase.
Eliot Stone era comercial de fármacos en Londres y no tenía nada que ver con el mundo oscuro en el que se encontraban los demás visitantes que abarrotaban mi apartamento. Era otra persona corriente, como yo. Eliot me llevó hasta el sofá de dos plazas y me sentó en él, sin apartar sus manos de las mías; manos que comenzaban a molestarme, ya que necesitaba una profunda soledad con urgencia.
Me hizo muchas preguntas y tan seguidas que no reaccioné:
—¿Dónde has estado?, ¿qué te han hecho? ¡Dios, lo que podría haberte ocurrido! ¡Has salido en todos los telediarios! Estaba muy asustado, cariño mío. —Se llevó la mano a la frente y volvió a apresar la mía—. Encima, como casi nunca tenías tiempo para contestarme a las llamadas o a los mensajes, me tenías muy preocupado, Adara. No entiendo…
—Ha estado de vacaciones. ¿No te das cuenta de lo morena que viene?
La interrupción de Tiziano nos alarmó a todos. Eliot desvió los ojos hacia el italiano y los demás dejaron de respirar. Mi novio amusgó la mirada y creyó que ponerle esa cara a Tiziano lo amedrentaría, pero lo que no sabía era que si se colaba un poquito…
—Cuidado —lo advirtió el italiano, señalándolo con la navaja—. Los retos me encantan, y tu frente es una diana perfecta.
—Tiziano, ¡ven aquí! —lo llamó Micaela con voz firme.
Escuché la risilla incontrolable de Riley, y quise morirme al fijarme en que Arcadiy y Jack se giraban para que no viese que estaban divirtiéndose de lo lindo. Ryan y Carlo negaron con la cabeza, como siameses. El italiano se levantó con una parsimonia aplastante del sofá, sin apartar sus amenazantes ojos de los de Eliot. Silbando con chulería, pasó por su lado en dirección a la mujer que lo esperaba con gesto huraño.
Eliot retomó el aire y se volvió en mi dirección, con el entrecejo fruncido.
—¿Este tío es el que te ha salvado? —me preguntó con enfado.
—Este tío tiene nombre —le contestó Tiziano con muy mal tono desde la barra de la cocina.
Estaba apoyado en ella, con los brazos cruzados a la altura del pecho, y volvió a señalar de nuevo a Eliot con su navaja. La levantó en el aire, como si estuviese indicándole que solo le quedaba una oportunidad para no acabar degollándolo. Tragué saliva porque la situación estaba yéndose de madre, así que decidí cortarla de raíz:
—Necesito descansar. Darme una ducha y descansar —añadí de carrerilla—. ¿Podemos vernos mañana? —casi le supliqué.
Eliot me miró con mala cara y pude apreciar que apretaba los dientes; y mis manos también, para qué negarlo. Me solté con cierto esfuerzo de ellas y mis ojos se desviaron hacia los de Tiziano, que se había dado cuenta de ese gesto, pues levantó una de sus cejas de manera intimidante cuando las retiré.
—Sí. Lleva razón. Estamos todos aturullándola, y lo que menos necesita ahora es que estemos aquí —soltó Ryan, en mi ayuda.
Se lo agradecí con una caída de ojos.
Poco a poco, fuimos despidiéndonos. En el caso de Arcadiy, Riley, Micaela y Jack, lo hice con más cariño porque sabía que no volvería a verlos hasta que no se dejaran caer por Italia. A Ryan lo vería al día siguiente, y me había prometido pasar a buscarme para desayunar juntos. Carlo también decidió marcharse al hotel que había reservado justo enfrente, pero un poco más tarde, y Eliot se quedó para el final, junto con Tiziano, al que preferí no preguntarle cuáles eran sus planes, porque me temblaban hasta las pestañas con solo pensarlo.
—Me quedaré contigo —sentenció Eliot.
Negué con la cabeza.
—No hace falta. Mañana te llamaré, de verdad —le dije en la puerta, que casi cerraba.
Me encontré con Tiziano en el lado izquierdo, pegado a la pared y poniendo caritas a modo «Qué puto pesado», además de que lo leí en sus labios. Eliot insistió un poco más, hasta que se dio por vencido. Sin embargo, lo que no esperaba era que me hiciese la pregunta del millón:
—Dime que ese loco de los cuchillos no se quedará contigo —me suplicó con tono hosco.
Tiziano fue a dar un paso, pero yo interpuse el pie y mi mano, la cual coloqué en su duro pecho para que no avanzara más. No quise mirarlo para que Eliot no se diese cuenta de que estaba allí.
—Tiziano me ha salvado la vida. Y no es ningún loco —le dije molesta y con el entrecejo fruncido.
—No me gusta —adjudicó con enfado, y pude apreciar que con celos también.
—A mí tampoco me gustas, si te sirve de consuelo.
Creí que me desmayaría cuando el italiano soltó aquello, sin importarle cómo eso pudiese afectar a mi relación con Eliot. Asomó la cabeza pese a mi estupor y elevó la mano a modo de despedida.
—Buenas noches. Mañana te llamará… Si quiere.
Y tras ese comentario, Tiziano le cerró la puerta en las narices, dejando a Eliot con cara de espanto y una estupefacción que ni él mismo podía creerse. Escuché la llamada de advertencia que le hizo Carlo y me crucé de brazos mirando al italiano, que me sonreía divertido.
—¿Qué? ¡Es un pesado!
Apreté los labios, convirtiéndolos en una fina línea, y caminé a todo lo que me daban los pies en dirección al baño. Vi de reojo cómo Carlo cabeceaba dándome la razón porque Tiziano no había actuado bien.
—¡Adara! ¡Oh, vamos! —se quejó, yendo tras de mí—. ¡Estabas deseando que todo el mundo se fuese! Lo he visto en tus ojos. Y ese tío, aparte de que es un gilipollas —apostilló, y yo resoplé—, ¡es muy cansino!
Me giré hecha un basilisco en la puerta del baño. A escasos centímetros de que llegara a mi altura, se la cerré en las narices, escuchando un «Y me cierra…» que provocó que una pequeña sonrisa tonta asomara en mis labios. Oí cómo se alejaba mientras Carlo lo reprendía como si fuese su padre y el italiano lo rebatía diciendo palabras muy feas sobre Eliot. Después cambió de tema y argumentó que tenían que ponerse a hacer la cena, que estaba hambriento y no sé qué más, ya que dejé de escucharlo cuando mis ojos se toparon con mi reflejo en el espejo. Me contemplé detenidamente. Todavía tenía el labio un poco hinchado del golpe que recibí, pero lo que más me picaba no era el dolor, sino los besos que Tiziano me había dado en esa zona; besos que no podía borrar de mi cabeza y que rememoraba a todas horas de manera inconsciente.
Me desabroché como pude el vestido negro que había llevado en la mansión, porque era el único que tenía y con el que seguía pareciendo una fulana de tres al cuarto, y lo lancé con rabia lejos de mí. Ejecuté la misma operación con la ropa interior y lo metí todo en la pequeña papelera del baño, dejándola a rebosar. Dirigí las manos a mis costillas, delineando los enormes cardenales que se habían quedado clavados allí. Después agaché la cabeza y vi los diminutos cortes que se esparcían por mis delicados pies. Tragué saliva, y aquello fue el detonante para que las emociones que había estado ocultando frente a las personas que más quería se derramaran. Aquellas que había guardado para no derrumbarme y ser la muchacha asustadiza de siempre, a la que todo le atemorizaba y la que tenía casi pánico a respirar.
Y yo era así: simple, sin valentía ni poseedora de alguna virtud que me integrara en la pandilla alocada que tenía por familia, y con la que me sentía en demasiadas ocasiones fuera de lugar, por mucho que Ryan se empeñase en que era la cordura del grupo.
Noté que una lágrima traicionera descendía presuntuosa por mi mejilla, empapando mi labio inferior, y sentí el miedo de todas y cada una de las personas que fuimos transportadas en aquel cubo. Los llantos, los rezos, las súplicas. Todo. Todo volvió a mi cabeza como si estuviese reviviéndolo.
Entré en la ducha como una autómata, sin saber lo que hacía en realidad. Abrí el grifo y el agua comenzó a caer helada sobre mi cabeza, para después empapar mi cuerpo sin delicadeza. Con la mano todavía sujeta a la llave, me deslicé hasta quedar de rodillas en el plato de ducha y terminé dejando las dos manos laxas a ambos lados de mis costados, con la cabeza gacha y la mirada perdida en las baldosas, que se me antojaban igual de siniestras que mi mente por aquel entonces. Sentí que me vaciaba por dentro cuando solté el aire contenido y comencé a llorar. Lloré como no lo había hecho hasta ese momento, notando que el cuerpo entero me temblaba y que no conseguía mantenerme ni siquiera de rodillas. Me apoyé lo justo en la fría pared y las escenas fueron sucediéndose una tras otra, atormentándome.
Nadie debería pasar por ese sufrimiento. Mujer, hombre o niño. Nadie se lo merecía. Nadie se merecía que existiesen seres tan despreciables en el mundo. Con ese pensamiento, mi cabeza viajó a miles de kilómetros y rememoré el pánico al recordar los gritos en Gualey, cómo se destrozaba la aldea que con tanto sufrimiento habíamos intentado reconstruir unas pocas personas, dispuestas a dar nuestras vidas en ello. A la vista estaba. Quién iba a imaginar el desenlace de una noche tan bonita frente a una hoguera.
Ni siquiera fui consciente de en qué momento la puerta del baño se había abierto. Alguien había entrado y unos pies firmes se habían adentrado en el reducido plato de ducha para arroparme con sus enormes brazos. Los sentí calientes, duros y reconfortantes, y mis pequeñas manos viajaron hacia ese cruce para tocarlos y meter mi cabeza entre ellos, a la vez que sorbía mi nariz y los hipidos se hacían constantes en mi pecho.
—Por qué sabía que te encontraría así…
No fue una pregunta, sino un susurro que hizo más para él que para mí. Mis lágrimas no me dejaron verlo cuando me giró y quedé de cara a él, cobijada bajo su pecho desnudo. Escuché los latidos de su corazón, apresurados y a la vez tan calmados que me insuflaron una tranquilidad imposible en el estado en el que me encontraba.
No dije nada, aunque sí lo escuché a él:
—Siempre terminas de esta guisa entre mis brazos y en la ducha. Voy a empezar a pensar que tenemos un problema.
Alcé mi mirada vidriosa y sonreí sin ganas pero con sinceridad. Él me imitó, aunque apenas pude apreciar lo que sus ojos me decían en silencio, pero sí atisbé esa sonrisa arrebatadora que no podía olvidar. Me acomodé entre sus piernas, quedando encajada en ellas y con mi espalda pegada a su torso. Mientras trataba de alejar mis pensamientos, me entretuve en su pierna derecha, que estaba tatuada desde la ingle hasta el empeine; tatuaje que no llevaba cuando lo conocí y del que me percaté en la mansión cuando se desnudó. Recordar la escena en sí todavía escocía en mi sexo.
Me atreví a desviar una de mis manos y tocar la tinta por encima, cautivada por la majestuosidad y la belleza de la imagen. Eran arcángeles, rodeados de alas, lanzas, espadas y grandes columnas desenvainadas hacia el cielo, terminando aquel dibujo tan espeluznante y precioso a la vez en la Tierra tal y como la conocíamos. El arcángel Miguel era el que ocupaba la mayor parte de su extensión y el más prominente en aquella maravilla.
Sus palabras me dejaron traspuesta, más de lo que estaba, pues no las esperaba:
—Ellos y yo te protegeremos siempre, bambina.
Tras aquella extraña ducha en la que desahogué mi agonía, Tiziano me propuso cenar, pero decliné la oferta con una simple negación y como un alma en pena. Ese era el estado de ánimo que tenía por aquel entonces. Me recosté en la cama, ayudada por él y sus fuertes brazos, y acurruqué mi cuerpo en posición fetal, tratando de colocar una barrera invisible que me protegiese de mi propia mente.
Supuse que se quedaría en la habitación contigua; aunque, conociéndolo, era capaz de montar una guardia en el salón hasta que amaneciese y Carlo hiciese su aparición. Sin embargo, cuando sus manos se despegaron de mi cuerpo, sentí un terrible vacío que me aterró. Sostuve una de ellas antes de que se alejase lo suficiente como para no poder alcanzarla.
—No te vayas —le pedí.
No contestó. Simplemente entró con un bóxer como única prenda en su cuerpo y se acomodó en la cama, de manera que quedé encajada de nuevo entre sus demoledores brazos, de espaldas a él.