Читать книгу Tiziano: La decisión del Capo - Angy Skay - Страница 11
2 Miedo
ОглавлениеCuando sentí un movimiento inusual, desperté en un sitio muy frío y demasiado reducido. Al abrir los párpados, me encontré a oscuras, sin ver nada. Lo único que podía escuchar eran lamentos, lloros y rezos; rezos que no servirían de nada. Le pedían a Dios que las salvase de lo que el destino pudiera depararles. Estaba muy claro que estábamos siendo víctimas de trata. Sin embargo, las preguntas que me rondaban por la cabeza eran: ¿Por qué habían venido a por mí?, ¿por qué sabían mi nombre?, ¿adónde nos llevaban?
A tientas, palpé a mi lado lo que imaginé que sería la pierna de otra persona. En ese instante, el movimiento irregular del cubículo en el que nos hallábamos se detuvo en seco y los alaridos de pánico fueron más evidentes. No hubo mucho tiempo para detenernos a pensar en dónde nos encontrábamos, ya que una puerta gigantesca se abrió delante de nosotras y varios hombres encapuchados, con trajes militares también, se aproximaron con los rifles en la mano hasta nosotras. La potente luz que atravesó aquella puerta provocó que colocase mi antebrazo para protegerme de ella.
—¡Que nadie se mueva!
Los lamentos fueron más sonoros, incluidas las diminutas vocecillas de unas niñas que localicé pegadas a una mujer en la esquina de lo que parecía un contendor. Sin que siquiera intentáramos huir, fueron colocándonos a todas unas vendas en los ojos para que no pudiésemos ver dónde estábamos. Nos ordenaron ponernos de pie y en fila, empujadas por esos monstruos que nos golpeaban con fiereza. Uno de ellos me dio tal manotazo que sentí que mi cuerpo se tambaleaba y por muy poco no caí de bruces al suelo. Sentí que me colocaban una especie de cuerda gruesa en la muñeca, y el ruido al crujir por la presión me confirmó que la siguiente, y la siguiente, también estaban siendo amarradas para evitar que nos escapásemos. Poco a poco, la fila de mujeres y niñas se movió hacia el exterior, impulsada por las prominentes voces de los tiranos que nos trataban como si fuésemos basura.
En un determinado momento, escuché un jaleo y noté un movimiento más tumultuoso en la parte trasera, pero como mi visión era nula, lo único que supe a ciencia cierta fue que alguien había conseguido soltarse del amarre y correr. Correr en un vano intento, pues las balas resonaron en medio de donde estuviésemos, y la orden de uno de los tipos para que tiraran el cuerpo al río fue suficiente para saber que la habían matado sin titubear. Una revolución se armó y me vi impulsada a agacharme, imaginé que como había hecho el resto, ya que la cuerda rasgó mi piel y noté un leve resquemor.
Por su acento, pude identificar que continuábamos en América Latina, aunque no sabía en qué parte. Suspiré y me llené de pesar, mucho más del que ya sentía, y traté de calmar la histeria que me recorría las venas. No tardamos mucho en entrar en algún sitio cerrado, pues escuché a la perfección cómo una puerta, a mi parecer pesada, se abría y nos urgían a que accediésemos. Un olor nauseabundo entró por mi nariz y retuve la gran arcada que subió por mi garganta. No quería pensar en qué sería, pero no me hizo falta echarle imaginación, ya que segundos después nos detuvimos y una por una fueron quitándonos las vendas de los ojos.
Frente a nosotros se encontraba una mujer elegantemente vestida junto con un mínimo de diez hombres que la flanqueaban. Era rubia, esbelta y de estatura un poco más alta que la mía, lo suficiente para que tuviese que alzar la barbilla si se daba el caso. Su vestimenta era cara, y no me costó adivinar que provenía de buena cuna. Todos los que la rodeaban sostenían sus rifles con un ímpetu que asustaba. Una chica se atrevió a dar un paso, y bastó un segundo para que todos la encañonaran y uno de ellos disparase al aire. Nos encogimos de puro terror. ¿Y si ahora nos mataban sin miramientos, como si estuviéramos en un campo nazi? Noté que la ansiedad descendía por mi garganta hasta casi dejarme sin respiración y que las lágrimas quemaban en mis ojos. Me obligué a tranquilizarme, pues de nada me servía ponerme histérica, gritar ni llorar. Si nos disparaban, dudaba que tuviese una mínima posibilidad de salir de allí.
La mujer alzó una copa de cristal y dio unos pequeños golpecitos en ella con un cuchillo. Todas nos callamos y mantuvimos la mirada al frente. Observé de reojo y con cautela que como mínimo había diez mujeres, contándome a mí, y tres niñas de no más de siete años.
—Señoras y señoritas. —Sonrió de manera cínica, y fue una de las pocas veces en las que las ganas de asesinar a alguien surgieron del fondo de mi estómago—. Por favor, les ruego mantengan la calma y me presten atención. —Nadie habló—. Mi nombre es Luz Marina Ramírez. A partir de ahora, madame Ramírez para ustedes.
Los sorbos de nariz, los lamentos y los hipidos debido a los llantos fue lo único que se escuchó, hasta que una chica muy joven preguntó con altanería:
—¿Por qué nos han secuestrado?
Aprecié el gesto amargo de la mujer cuando juntó los labios y luego los separó, provocando un pequeño sonido que no pasó desapercibido para nadie. Dio un paso con elegancia. Lo siguió otro y después otro, hasta que se colocó delante de la chica, que la miraba sin titubear. Un bofetón le cruzó la cara y le ocasionó una herida en el labio inferior que la hizo sangrar.
—Aquí las preguntas solo las hago yo. No quiero que a ninguna…, ¡a ninguna! —elevó la voz para que la escuchásemos bien—, se le ocurra abrir la boca, a no ser que yo le dé permiso.
Prensé los labios con fuerza, temiendo las terribles ganas que tenía de gritarle, de pedirle explicaciones, de por qué estaban haciendo aquello. Miré de soslayo a las niñas, que lloraban asustadas, aferradas a sus propias manitas como si fuesen su salvación, y pronto me percaté de que las cuatro se habían orinado encima. No era para menos. Yo estaba a punto, y no era tanto el miedo que sentía por mí, que también, sino por ellas, por pensar en qué podría ocurrirles.
—Ahora vamos a proceder a asearos. Esta noche tenemos una gala muy importante y deben estar bellas para los caballeros y las señoras que así lo deseen. —Contuve el aliento al darme cuenta del significado de esas palabras. De nuevo, mi vista se clavó en las niñas—. Si no obedecen ni se comportan…, bueno, podrán terminar como sus amigas.
Hizo un simple gesto con la mano y uno de los militares levantó de una de las esquinas del jardín un gran plástico negro. Enseguida tuvimos que taponarnos la nariz con las manos, provocando así que las cuerdas volviesen a rasgar nuestra piel. Las gotas de sangre de mis muñecas se mostraron bajo el grueso cordel que nos aprisionaba.
Un montículo de cadáveres apareció ante mis ojos. Pude apreciar que a algunos incluso les faltaban partes del cuerpo. Otros, directamente, parecían tan heridos que sería imposible reconocerlos, y los que sufrían mejor suerte estaban en estado de descomposición. Escuché rezos y plegarias para que Dios velase por sus almas, allá donde estuvieran. De nuevo, mis lágrimas se agolparon con violencia, pensando en el fatal destino que podría depararnos la vida. Durante mucho tiempo había meditado acerca de los trabajos que mi familia tenía. Era consciente de que ser los villanos de una historia no era agradable y de que cada uno elegía la vida que quería, como era el caso de mi hermano Jack. Ser un asesino a sueldo, por mucho que limpiaras las calles de basura, significaba que seguías siendo un asesino, a fin de cuentas.
Yo era la antítesis de mi familia; y a ratos me alegraba, y a ratos —como el momento que estaba viviendo— me entristecía. Pues si estabas del bando de los villanos, estas cosas no solían ocurrirte. Nadie iba a por ti y te prostituía por obligación, como pensaban hacer con nosotras. Mi nombre en la boca de aquel militar volvió a resonar con fuerza en mi cabeza. «¿Eres Adara Megalos?». Dudaba que mi padre muerto hubiese orquestado aquel secuestro.
Aparté mi vista nublada de aquel montículo de cadáveres cuando otro de los hombres roció la zona de gasolina y lanzó un mechero para que el montón ardiese como la pólvora. Ya nadie recordaría quiénes eran ni dónde las secuestraron, ni siquiera el porqué. Había tantísimos secuestros exprés en las zonas más pobres de América Latina que era imposible rescatarlos a todos, y si todo era con el fin de satisfacer a las mentes más sucias de los altos cargos y a la gente de poder, menos todavía.
Las palabras de Ramírez tronaron en mi cabeza:
—Una vez que acabe esta noche, serán deportadas a España con sus compradores, ya que casi todos sus clientes serán de allí. Será una noche inolvidable, lo sé.
Con una sonrisa maquiavélica, movió la cabeza en señal de afirmación y uno de los hombres nos instó a que nos desnudásemos. Al principio, la reacción de todas fue mirarnos entre nosotras; con miedo, con temor, con todos los sentimientos que abarcaban el pánico a sufrir. Sin embargo, yo sabía cómo iba aquello, y era plenamente consciente de que, si no obedecíamos, las balas correrían de punta a punta y llenaríamos el jardín de cuerpos sin vida. Fui la primera en elevar con cautela mis manos hasta mi pantalón.
—Muy bien. Así me gusta, que no tenga que repetirme.
Con una asquerosa sonrisa, me contempló. Contuve el dolor de mis muñecas, y cuando la ropa llegó a mis tobillos, intenté sacarme la prenda con los zapatos puestos. Las demás me imitaron al ver mi asentimiento de cabeza, incluidas las niñas, que no dejaban de llorar. Pude apreciar la cara de hastío de Ramírez al observarlas.
Me quedé desnuda de cintura para abajo, ante las miradas lascivas del pelotón de hombres que nos contemplaban con lujuria. Cerré los ojos un momento y, tras abrirlos, extendí mis manos, indicando que no podíamos deshacernos de las camisetas si no nos soltaban. Recé interiormente para que a nadie se le ocurriese un intento de fuga.
La mujer entrecerró los ojos y asintió complacida al ver mi gesto, sin abrir la boca. Movió los dedos en el aire y dos hombres llegaron hasta nosotras. Con sus enormes cuchillos, cortaron las cuerdas para que pudiéramos desvestirnos.
—Están prohibidas.
Las tajantes palabras de Luz Marina Ramírez hicieron eco en el inmenso jardín; un jardín que solo constaba de la puerta por donde habíamos entrado y de una pared blanquecina que pensé que sería la de una enorme mansión. Alrededor solo pude divisar los altos árboles de la selva y una gigantesca valla que doblaba los tres metros del muro. Nadie en su sano juicio intentaría salir de allí. Me fijé en que había varias cámaras repartidas por cada una de las esquinas y temblé por la persona que pudiese estar viéndonos.
El militar que se había atrevido a tocarle el pecho a una de las mujeres recibió un impacto de bala en la cabeza y cayó fulminado hacia la mujer, quien, llena de su sangre, no pudo reprimir el grito horrorizado que brotó de su garganta. No tuve tiempo de reacción cuando un chorro de agua helada cayó sobre mi cuerpo y me devastó. Perdí el equilibrio y caí de espaldas, dándome un buen golpe en la cabeza. Ese acto provocó que cerrase los ojos de manera momentánea mientras el agua seguía empapando mi cuerpo y los de las que estábamos en esa fila. De nuevo, temí por las niñas. Me arrastré como pude y adelanté a las dos mujeres que me separaban de ellas, en un intento por protegerlas de alguna manera, pero mi movimiento se vio interrumpido por uno de los hombres, que me propinó un buen golpe en las costillas. La respiración se me detuvo de manera instantánea, pero logré cogerle una de las manitas a la primera y sonreí.
—¡Levántate! —me gritó con vigor.
Al colocarme de pie, no pude evitar mirar hacia abajo y sentir ese miedo que te atraviesa las entrañas. El militar no dijo nada y se alejó, pues la manguera, parecida a la de los bomberos, volvía con fuerza a mi lado y a una distancia demasiado corta como para no ser dolorosa. Durante un rato pensé que nos ahogarían allí, pero minutos después un elenco de mujeres asomó a través de un lateral del jardín. Nos asearon, tal y como había especificado Luz Marina, y nos colocaron unas toallas que cubrían nuestros cuerpos como si se tratase de chubasqueros, con una única abertura de la cabeza. A continuación, nos introdujeron en una habitación juntas y nos ordenaron silencio, ya que en unos minutos llegarían aquellas mujeres de identidad desconocida para adecentarnos, o esa fue la palabra que Luz Marina pronunció en un discurso que dejaba mucho que desear si pretendía que fuese alentador para nosotras.
—Les espera una buena vida al lado del hombre que las compre…
Y hasta ahí escuché, o tal vez ahí preferí dejar de escuchar. ¿Cuántas eran las mujeres que viajaban de países extranjeros engañadas para después ser ultrajadas al antojo de su dueño? ¿Cuántas no eran secuestradas como nosotras y no tenían ni voz ni voto? Y lo peor, ¿cuánto tapaban los medios de comunicación que nunca se hacían eco de ese gran problema que vivía nuestra sociedad?
Dinero. Todo se resumía a dinero. Y grandes personajes del mundo español acudirían esa noche a la gala para manejarnos a su antojo y hacer con nosotras lo que les diera la gana. Debía pensar. Micaela me había enseñado a afrontar muchas situaciones, pero ninguna como aquella. ¿Cómo demonios sacaría a las niñas de allí?, ¿cómo las salvaría? Simplemente, no podía.
—Les hemos asignado un número a cada una en la mano. —Alcé mi dorso y vi el número trece. «Genial. El número de la suerte», pensé con ironía; una ironía que yo no tenía—. Tienen su ropa en el enorme perchero que hay allí. —Señaló la parte de la habitación que teníamos enfrente—. Vístanse y esperen aquí. En breve, todas irán a mostrarse en un espléndido escenario como si fuesen actrices.
Su tono me asqueó, más de lo que ya lo hacía de por sí. Se marchó, dejándonos solas en aquella enorme habitación. Me aproximé al perchero, seguida de las niñas, que ya no habían soltado mi mano desde que agarré a la primera.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó una desesperada, mirando hacia la puerta.
—No podemos —le contestó otra, sorbiéndose la nariz—. Estamos condenadas.
Miré a las pequeñas, que me contemplaban con pavor. Tragué saliva al ser consciente de que no tenía ninguna alternativa para esconderlas. Y aunque busqué en toda la habitación, supe que era inútil, pues los puntitos rojos de las esquinas de las paredes me indicaban la cantidad de vigilancia que poseía aquella casona. Cerré los ojos con fuerza y me reprendí por ser tan débil y por no tener una solución que nos salvase a todas.
—Deja de martirizarte. Esos tipos volverán, y si no las encuentran vestidas —me señaló a mí y a las niñas—, van a descuartizarlas para echarlas en el montón de cadáveres calcinados.
Reprendí con la mirada a la mujer que se había atrevido a hablarme de aquella manera cuando las pequeñas se apretujaron a mis piernas y reforzaron su llanto insistente.
—Son unas crías —musité, apretando los dientes.
La mujer colocó una máscara de indiferencia en su rostro y añadió tajante:
—Esta noche van a violarlas como a las demás. Da igual que sean unas niñas. Si no acatan las órdenes de esa pendeja, las matarán antes. Tú verás.
Pasó por mi lado con total desafecto y apreté a las niñas con fuerza en mis piernas. Les lancé una mirada de calma; una calma que yo no sentía ni de lejos.
—Que Dios rece por nuestras almas.
Mis ojos se posaron en la joven cantante, quien había musitado aquella frase mientras se persignaba mirando al techo. Suspiré y me coloqué delante de los números que las cuatro teníamos, pues el resto parecía querer buscar su propia supervivencia, olvidándose de que allí había tres niñas que no cumplían ni los siete años, más asustadas que nosotras o que las más jóvenes, que no llegaban a los dieciocho.
Las vestí e hice lo mismo, con un nudo en la garganta que no me dejaba respirar, esperando un final que se mostraba devastador para todas.
—¿Cuándo nos vamos a casa? —me preguntó una de ellas con una vocecilla que no salía apenas de su garganta.
Me quedé petrificada al escuchar aquella pregunta. Segundos después, las llevé a un rincón alejado de las demás y las coloqué a mi lado.
—No lo sé, mi niña. ¿Cómo os llamáis? —me atreví a preguntarles, con los ojos llenos de lágrimas que trataba de retener con todas mis fuerzas.
—Yo soy Carmen.
—Y yo María.
—Yo me llamo Juana —me respondió la última, la misma que me había preguntado.
Solté un suspiro demoledor mientras tiraba de los filos del vestido extracorto que me habían asignado. Era de color negro. Tan negro como lo estaba mi corazón. Tan oscuro como lo estaban las almas de aquellos desgraciados.
—No lo sé, Juana. Espero que pronto —le mentí. ¿Qué iba a decirle?
Un silencio se creó en torno a nosotras a la par que miraba de reojo a la mujer que había hablado con tanta rudeza delante de ellas, que no nos quitaba la vista de encima desde la distancia.
—Yo quiero volver con mi mamá… —sollozó María.
La acurruqué como pude entre mis brazos y le di un casto beso en una de las sienes, sin saber qué contestarle a eso. Tragué el nudo de emociones que se instaló en mi garganta justo en el instante en el que la puerta volvía a abrirse por una madame Ramírez, como ella había dicho que la llamásemos, impoluta y con un traje nuevo sobre su cuerpo.
—Bien, es la hora. Adelante.
Nos indicó con una mano que podíamos salir, escoltadas por los hombres que anteriormente habían estado presentes en nuestro humillante baño. Una por una, fuimos esposadas según avanzábamos hacia al enorme pasillo.
—Esperen. —Luz Marina me señaló, en vista de que llevaba a las niñas pegadas a mi espalda—. Pónganle a ella a las chiquitas con sus esposas. Seguro que son más apetecibles y dan más dinero ahí arriba.
No quise pensar en el significado de ese «ahí arriba», y mucho menos imaginarme lo que significaba aquello de «más apetecibles». La simple palabra me produjo un gesto de repulsa que mantuve en mi garganta.
Cumplieron sus órdenes y llevé a dos de ellas sujetas a mi esposa derecha y otra a la izquierda, mientras que mis manos se mantenían unidas a mi espalda. Fue una tarea ardua a medida que llegábamos a otra gigantesca estancia, donde la ostentosidad no dejó lugar a la imaginación. A lo lejos pude apreciar ese escenario que la mujer nos había anunciado al principio. A través de unos cristales que parecían opacos desde fuera, vi a la gran cantidad de personas que se arremolinaban en un inmenso jardín. Contemplé cómo los camareros, ataviados con unas pajaritas que apresaban sus cuellos, circulaban por el sitio con enormes bandejas repletas de champán. No solo había hombres, no. También había mujeres. Muchas. Elegantes, distraídas y contentas con la gran fiesta en la que estaban.
Temblé un poquito más cuando la puerta que daba al jardín se abrió y madame Ramírez subió al escenario con aires de grandeza y una amplia sonrisa que me desesperó. El nudo en mi garganta me oprimió con mucha más fuerza y las rodillas me fallaron. El cuerpo entero me cimbreó sin pedirme permiso, y toda la calma que había conseguido guardar durante las horas anteriores se esfumó como el humo de un cigarro cuando la portavoz comenzó a llamarnos a través de un micro.
La primera que subió lloró, provocando que la repugnancia por lo que iban a hacernos brincara en mi garganta, y el público se rio de ella. De manera sucesiva y para nada rápida, el alcance hacia la puerta era cada vez más corto. Pesaba más. Me ahogaba más. Les eché un breve vistazo a las niñas, quienes, tiritando de miedo, se sujetaban a mis piernas como si fuese su salvavidas; un salvavidas que quizá tenía más miedo que ellas. No quería ni imaginar la dantesca escena en las que las cuatro fuésemos sometidas a cualquier persona que pagase por nosotras.
Según dábamos más pasos, mi agonía crecía a escalas agigantadas y temí no conseguir contener las lágrimas en el límite. Estaba siendo una ardua tarea tratar de hacerlo y parecer la adulta que era, y no una chiquilla asustadiza como las tres que se enganchaban a mis extremidades.
El tiempo pasó y mis ganas de vomitar se acrecentaron cuando solo me quedaba una persona para que nos tocase a nosotras. El bullicio en el jardín me descompuso el cuerpo y pensé de manera fugaz en la cantidad de mujeres y niñas que podrían encontrarse en una situación similar o mucho peor; una situación por la que ningún ser humano debería pasar en la vida.
Alcé la barbilla con miedo cuando pronunciaron el número trece. A lo lejos, alguien captó mi atención.