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3 Un recuerdo

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Me senté en el filo de la cama con nerviosismo, el mismo que sentía cada vez que Micaela se alejaba lo suficiente de mí y me dejaba sola con el demonio que en esos momentos andaba dando vueltas por el salón de su casa. No sabía cuánto tardaría, pero deseaba con todas mis fuerzas que volviese pronto. De lo contrario, no sería capaz de conciliar el sueño en toda la noche. Cada vez que sus ojos se cruzaban conmigo, mi cuerpo temblaba de manera considerable, y no solo sentía algo que no era capaz de reconocer, sino que el pánico se apoderaba de mí a grandes escalas.

Pánico de verdad.

De auténtico miedo.

Oí el leve sonido del pomo de la puerta al intentar abrirse y me puse de pie como un vendaval, con el corazón latiendo en mi pecho a mil por hora mientras me decía mentalmente que ojalá fuese Micaela la que entrase por esa puerta.

Pero no.

Cómo me equivoqué…

Se abrió de par en par bajo la oscuridad de la noche, alumbrada únicamente por la diminuta lamparita que había en una de las mesitas del dormitorio. La imagen de Tiziano con la camisa medio abierta, dejando ver su esplendoroso pecho, junto con sus mangas remangadas en sus antebrazos, provocó que un escalofrío de verdadero terror me recorriese la espina dorsal. Contemplé su porte temerario. Llevaba el pelo recogido en una pequeña coleta sobre su cabeza, y una botella lucía presuntuosa en una de sus manos, destelleando como si quisiese llamar mi atención. Clavó sus castaños ojos hasta el fondo de mi alma. No despegó su mirada de mí, incluso cuando entró en la habitación con una tranquilidad aplastante. Cerró la puerta y cerró el pestillo con un simple gesto para que nadie pudiese entrar… ni salir.

En ese momento, comencé a temblar de verdad.

Cuando vi que avanzaba con pasos decididos en mi dirección, no conseguí controlar los espasmos que ya empezaban a recorrer mi delgado cuerpo. Retrocedí sin dejar de mirarlo, hasta que mi espalda se topó con la pared cercana a la gran cama.

—¿Qué…? ¿Qué… haces… aquí? —balbuceé con nerviosismo.

Le dio un trago a su botella con una chulería inhumana, para después lanzarla al suelo con un rápido movimiento, provocando que se rompiera en mil pedazos sobre la moqueta que lo cubría. Elevó las manos e hizo una mueca con los labios en señal de no saberlo.

—Hace unos días, mientras me cosías el vientre, no temblabas tanto —añadió con sarcasmo. Vi su mirada cargada de reproche y no supe qué contestarle—. ¿Qué ocurre, Adara? ¿Te doy miedo? —me preguntó, con una sonrisa diabólica en los labios.

Dio dos pasos más y casi ya estaba sobre mí. Pegué las manos a la pared en un intento de fundirme con ella o bien de desaparecer para que no pudiera hacerme daño. Colocó los brazos a ambos lados de mi cabeza. A muy pocos centímetros de mí, murmuró con ironía:

—Ahora no está tu ángel de la guarda para salvarte. ¿Qué vas a hacer?

Mis ojos estaban al borde del llanto, y la carcajada que salió de su garganta me heló la sangre. Sentí que uno de sus dedos subía por mi vestido hasta llegar a mi clavícula, donde delineó con brusquedad cada filo de mi piel. Tragué saliva y cerré los ojos con fuerza, sin saber cómo reaccionar o qué hacer.

Tenía tanto miedo…

—¿Por qué cierras los ojos?

Su rudo tono de voz ocasionó que los apretara con más fuerza; no los abrí en ningún momento. Entretanto, el olor a alcohol y a tabaco inundó mis fosas nasales, y creí que moriría allí mismo cuando noté su lengua pasearse por mi cuello con destreza. Apreté los dientes, presa del terror, mientras una lágrima se derramaba de mis ojos, empapando mi mejilla derecha.

—¿Estás llorando? —Volvió a reír, lo que ocasionó que el pánico fuera aún más grande del que ya sentía.

Deslizó las manos por mi cintura y llegó a mi cadera, la cual apretó contra su miembro para que sintiera su dureza contra mi vientre. Abrí los ojos, asustada, contemplando el suelo, ya que, aunque de por sí me sacaba dos cabezas, no era capaz de mirarlo.

—Déjame —le pedí en un susurro ahogado.

Escuché su risa de nuevo mientras contorneaba mi cuerpo, hasta que se detuvo sobre mi sexo. Junté mis piernas en un acto reflejo, pero él colocó una de sus rodillas entre ellas, separándolas.

—Tú eres la que ha estado provocándome todo este tiempo, bambina…

Su tono sensual hizo que sintiese cosas que no supe descifrar en ese momento, ya que nunca me habían sucedido, pero eso no quitaba que el miedo continuase sembrado en lo más hondo de mi ser. Metió una de sus manos por el bajo de la tela de mi vestido y subió hasta que tuvo mi ropa interior rozando su palma.

—Por favor… —musité, derramando más lágrimas de las que quería.

Ignoró mi ruego y tiró de la tela hasta rasgarla. Vi que metía su triunfo en uno de sus bolsillos. Con la mano que tenía libre, alzó mi mentón. Mis ojos se clavaron en él, quien, deseoso, me contemplaba con la mandíbula tensa y los labios apretados.

Mi labio inferior tembló mientras más gotas saladas recorrían mi rostro, perdiéndose en su mano o en mi cuello. Noté que uno de sus dedos pasaba por mi abertura, y me avergoncé cuando supe que mi sexo estaba húmedo sin saber por qué. Volví a escuchar esa diabólica risa que asustaba con solo oírla justo en el momento en el que agachaba su cabeza para mirar en dirección a sus dedos, que se paseaban libremente por el borde de mi sexo.

—Estás mojada… ¿De verdad quieres que me vaya? —Alzó una ceja con ironía.

Estaba histérica y no conseguía pronunciar una sola palabra.

Volvió a sonreír, esa vez fijando sus ojos gatunos en mí. Sacó los dedos de mi interior y se los metió en la boca para saborearlos. Después, repitió el proceso: los introdujo bajo mi vestido y luego en mí. Sin embargo, al sacarlos los llevó a mi boca, no a la suya, y me hizo degustar mi propio sabor. Se acercó a mi oído y, en un leve susurro ronco, murmuró:

—Me iré de aquí cuando te folle como te mereces.

Temblé.

Las sacudidas que ya tenía mi cuerpo no eran normales y no sabía de qué manera controlarlas. Lo único que provocaba ese tono bestial y rudo era que mi sexo creara más humedad si es que era posible, y yo, inocente de mí, seguía sin saber el motivo, ya que jamás en mis dieciocho años había estado con un hombre.

Sus manos tiraron de mi brazo con brusquedad para arrastrarme hasta el filo de la cama, desde donde me empujó, ocasionando que cayera sobre ella. Coloqué mis brazos a ambos lados de mi cuerpo mientras veía cómo se quitaba la camisa con urgencia. Se subió al colchón de rodillas y puso una de sus piernas en medio de las mías. La cama se tambaleó por su peso.

—Tiziano, por favor… —le supliqué sin convencimiento—, márchate.

Sujetó mi vestido por el filo con rapidez, y le dio un tirón tan fuerte hacia arriba que se quedó encajado en mi cuello y en mis brazos. Me cubrí mis pequeños pechos con las manos, con una vergüenza que ya notaba en mis mejillas, que ardían como un volcán. Las apartó y las sostuvo con fuerza a ambos lados de mi cabeza.

—No te tapes.

Negué e intenté moverme bajo el peso de su cuerpo, que ya me aplastaba, tratando de escapar de sus garras, pero me fue imposible. Noté sus dientes tirar con rudeza de uno de mis pezones, lo que ocasionó que se endureciera al instante mientras la humedad de mi sexo mojaba mi pierna. Sonrió contra mi pecho cuando una de sus manos se coló de nuevo en mí.

Sin dejar de torturar ambos pezones, presionó mi clítoris con fuerza, creando círculos en él. Un pequeño calambre me recorrió la espalda y, sin querer, un gemido ahogado salió de mi garganta, sorprendiéndome. Elevó los ojos hasta encontrar los míos llorosos y sonrió al ver el desconcierto que había en ellos.

—Eres tan inocente que no te das cuenta de que estás deseando que te toque.

Bajó la lengua por mi blanquecino vientre, y antes de que pudiera ni siquiera hacer algo, porque el miedo me impedía moverme del sitio, agarró mis piernas por detrás de mis rodillas y subió mi cadera a la altura de su rostro con un ágil movimiento. Creí que me desmayaría, dada la tensión que emanaba, y pensé que explotaría como una bomba, ya que mis mejillas ardían de manera considerable.

—Por favor… —volví a suplicarle.

Obvió de nuevo mi petición para que se alejase de mi dormitorio e introdujo su lengua directamente en mi sexo. Cerré los ojos con fuerza, pensando que si lo dejaba terminar, si le permitía que hiciese lo que quisiera conmigo, se marcharía y nunca más volvería a ponerme la mano encima. Estaba claro que sufriría mucho más de lo que intuía si me resistía. Sin embargo, para mi sorpresa, mi cuerpo estaba reaccionando de una manera que no comprendía.

Continuó con su ataque repentino hacia mi sexo durante largos segundos. Después colocó uno de sus dedos en mi botón y lo apretó con vigor. Volví a sorprenderme cuando mis piernas se aferraron a su cuello. Mi pecho se agitó con brusquedad al sentir otra corriente extraña que subía de nivel según avanzaba en sus acometidas. Lamió con destreza cada parte de mí mientras yo me moría de la vergüenza cada vez que su lengua se introducía. Poco a poco, yo misma escuché que algunos jadeos salían de mi garganta, y me odié por sentir aquello cuando en ningún momento fue mi intención.

No quería que continuara.

No quería que sucediese.

Clavó sus dedos con más brusquedad en mi trasero y comencé a tensarme sin motivo aparente. Pocos segundos después, un gran cosquilleo lleno de placer hizo eco por todo mi ser. Mi respiración se agitó y mis manos temblaron, igual que cada resquicio de mi piel. Cuando se separó, satisfecho con lo que había hecho, bajó mis piernas hasta el colchón. En ese momento, vi que su miembro ya estaba fuera de sus pantalones. Descendió una mano ante mi asustada mirada para tocarse con esmero, sin despegar la vista de mí. Desvié los ojos hacia un lado, con los labios apretados, pero no me dio tiempo a mantenerlos en aquel punto ni un segundo, ya que sus firmes dedos giraron mi barbilla para que pudiera volver a fijarme en la longitud de su erección.

—¿Ves? Esto es lo único que consigues de mí. Y eso lo provocas tú. —Casi escupió esa última palabra.

—Márchate, por favor… —le pedí al borde del llanto.

Tomó mi cuerpo con una sola mano y apartó las sábanas que se interponían entre nosotros. Me dejó colocada de tal manera que su cuerpo seguía sobre mí y mi cabeza sobre la almohada. Tragué saliva cuando sus enormes brazos se situaron en los laterales de mi rostro. Acercó el suyo hasta casi tocar mis labios, los cuales no besó en ningún momento.

—Acabas de correrte en mi boca, bambina. No voy a marcharme sin follarte.

Me dejé llevar por un recuerdo.

Un recuerdo de hacía mucho tiempo.

Un recuerdo que me dejó fuera de combate.

Antes de que fuese consciente, estaba andando, obligada por uno de los hombres a subirme a ese escenario, con los ojos fijos en la persona que acababa de encontrar entre la multitud.

No podía ser.

No podía creérmelo.

Tiziano: La decisión del Capo

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