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6 El pago

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Mi boca impactó con la suya de manera desesperada y asustada. Asustada porque ella me respondió con tanta ansia que pensé que era una broma. Mi desconcierto tuvo que notarlo por cojones, pero me centré en dejarme llevar por aquel beso que buscaba devorarla con ese simple acto. Mi lengua se coló en su interior, batallando con la suya y surcando cada resquicio. No supe en qué momento mi mano sujetó su nuca con fervor, y tampoco cuándo sus manos subieron a mis mejillas y las apretaron con fuerza. Sumido en un estado que pensé que podría parecerse al famoso nirvana, no escuché las voces que Riley y Carlo daban al otro lado del pinganillo, aunque lo que sí sentí fue una invasión que provocó un gruñido mío y un gemido perdido de Adara en mi boca.

La había atravesado hasta el fondo, sin ser consciente de que estaba enterrado en lo más hondo de su ser. Y lo peor no era eso. Lo peor era que notaba cómo su sexo me absorbía y cómo sus caderas se revolvían pidiéndome la fricción que no podía darle. Apreté su labio inferior con mis dientes mientras ella continuaba con un beso desenfrenado que me vi obligado a detener al escuchar las prominentes voces de Riley y Carlo, seguidas de unos toques en la puerta que fueron solo eso, unos toques, porque la puerta se abrió, dejando paso a Andrés Felipe.

Di gracias a que Adara había tenido dos dedos de luces y me había soltado las mejillas mucho antes de que esa puerta se abriese. De lo contrario, habría mostrado una confianza que no debía. Desvié mis ojos fieros hacia la puerta, esa vez como si fuesen los del propio diablo. Alcé una ceja sin apartarle mi furibunda mirada al capo colombiano, quien, titubeante, pensaba en si entrar o no. Miró a la muchacha, que se cubrió con sus brazos a toda prisa.

—¿Ocurre algo para semejante interrupción? —le pregunté como una bestia malhumorada. Joder, si es que todavía seguía dentro de ella. Se revolvió un poco y tuve que contenerme para no cerrar los ojos y follármela como un desquiciado, dado el placer que me había provocado ese diminuto movimiento.

—Tiziano… Yo…

Me aparté de ella. Era lo más sensato, dadas las circunstancias. Andrés Felipe desvió sus ojos de mi enorme erección durante unos segundos, los justos que necesité para colocarme el bóxer y poner mis brazos en jarra, sin dejar de mirarlo de manera inquisidora. Resoplé como un toro al pensar en el gran bulto que tenía entre las piernas. Necesitaba calmar esa desazón que bullía en mi interior, o iba a clavarle al primero que pasase por mi lado la navaja en el ojo.

—¿Y bien? —añadí sarcástico.

—Por favor, déjennos solos. —Paulo, su hombre de confianza, negó—. Está bien, los demás, salgan. —Miró a Adara con gesto condescendiente y le dijo—: Niña, ve al baño.

Ella no me miró ni de reojo. Simplemente, se envolvió en la sábana y salió de allí sin hacer ruido, algo que siempre la había caracterizado. Escuché el cierre lento de la puerta del baño y volví mi atención a Andrés Felipe, pero la puerta de la habitación volvió a abrirse y por ella entró un Carlo imperturbable y con cara de muy pocos amigos. Paulo y Andrés Felipe lo contemplaron sin saber qué hacía allí. Yo alcé una ceja, lo suficiente para que Carlo negase de manera imperceptible, se colocase detrás de mí y pareciese que no estaba allí, aunque en el fondo sí lo estaba y muy preparado para lo que pudiese ocurrir.

—Verás, Tiziano, discúlpame por interrumpirte de esta manera, pero… es que… —Se calló, y yo esperé sin paciencia a que terminase de hablar. Mi gesto hosco fue acentuándose—. Mi hijo Santiago me ha llamado. Ya sabes cómo es. —Movió las manos en el aire y pareció enfadarse él mismo por lo que iba a comunicarme—: Me llamó y me dijo que tenía que quedarse con la niña que tienes ahora. Con esa tal Adara. Que él la mandó buscar y…

Solté una risa irónica que fue in crescendo según negaba con la cabeza. Andrés Felipe se detuvo en su explicación. Yo reía, pero eso era una táctica de distracción para pensar. Uno: me había dicho que su hijo la quería. Dos: que había mandado él a esos militares para que la buscasen, o sea, que sabía cuál era su paradero. Y tres: aparentemente, había una clara relación entre su secuestro y yo. ¿Cuál? No lo sabía. El campo calcinado no podía ser, pues de ser así habría perjudicado a su padre. La cuestión era que tenía que llevarme a Adara de allí, y sabía cómo hacerlo. Un buen jugador siempre tenía sus cartas escondidas debajo de la manga, y yo ya era consciente de que habérmela encontrado allí no había sido casualidad.

—¿Estás diciéndome que interrumpes mi polvo y me dejas así —me señalé la entrepierna— por un capricho de tu hijo?

El capo no era una persona fácil de perturbar, pero yo era incluso más temible que él, si hablábamos de atrocidades, de miradas perdidas y de semblante hosco. Me consideraba una persona feliz, siempre entusiasta, incluso arrancando dedos, pero siempre entusiasta, aunque algunas veces tuviese que hacer uso del carácter frío de mi padre.

Andrés Felipe resopló y dio un paso. Noté más cerca a Carlo, quien, en efecto, se colocó a mi lado y extendió su mano con uno de mis cuchillos militares. Los de caza también eran de mis favoritos, y ya no hablábamos de la colección de navajas que tenía en mi casa.

—¡Oh! —solté con entusiasmo y añadí como si nada, absorto en el arma—: Qué necesidad.

—Tiziano, eso no será necesario. —Andrés Felipe le hizo un gesto a Paulo para que bajara su mano, que ya se echaba a la cinturilla de su pantalón para coger su pistola, al igual que Carlo, que lo imitó. El colombiano arrugó el entrecejo—. Vamos, Tiziano, nos conocemos desde hace demasiados años como para que tengamos que discutir por una fulana.

«Fulana». Me cagaba yo en sus muertos. Fulana se le llamaba a alguien que lo hacía por voluntad propia. Y, oye, que era un trabajo también. Pero no podíamos llamar fulana a una persona que había sido arrancada de su casa por obligación y a la que habían vendido como a una cabra en un escenario.

—No. No me malinterpretes, pero esto me da paz. —Sonreí de manera cínica y comencé a mover el cuchillo entre mis dedos, bajo la mirada estupefacta de Andrés Felipe.

Paulo me contempló con desconfianza, como siempre hacía. Ese grandullón, de tez morena y cabello en demasía tan oscuro como sus ojos, siempre me había escudriñado con mala cara y poca admiración.

—Tiziano… Puedo cambiarte a la muchacha y a las tres niñas por todas las mujeres. Pero, ya sabes —añadió con desagrado y una mueca—, no quiero tener problemas con el cabrón de mi hijo cuando llegue.

Pasé el filo de mi lengua por mi labio inferior; supe que desesperándolo. Alcé el mentón de manera lenta hasta que me fijé en él, quien, impaciente, ansiaba una respuesta. Carlo continuaba con los brazos cruzados delante de su vientre, aunque era más rápido que una gacela si la situación lo requería.

—He pagado veinticinco millones —le solté con mal tono.

—Te los devolveré de inmediato.

Cabeceó, y otro tipo apareció detrás con una gran pantalla. El sonido del móvil de Carlo sonó, y este lo sacó del bolsillo para indicarme que la devolución había sido efectuada. Sin embargo, no podía dejarla allí, y también debía contar con que las niñas ya estaban subidas en el avión.

—Tiziano, no puedes hacer… —La voz de Valentino fue la que escuché al otro lado del auricular, todavía en mi oreja. A los demás no los oía ni respirar.

—¿Tu hijo sabe cuántos metros de plantación había a punto de recoger? —no contestó, pero sus ojos fijos en mí sí lo hicieron—, ¿la cantidad de dinero que acabamos de perder y que vamos a tardar en recuperar? En vuestro territorio, por supuesto —apunté con saña, haciendo que el viejo se lo pensase bien. Incliné mi cuerpo lo justo para darle más énfasis al asunto—. ¿Cómo vamos a arreglar eso?

—Tiziano…

Lo interrumpí:

—Me invitas a tu casa. A tu fiesta. Pago veinticinco millones por acostarme con una de las chicas que traes, sin contar a las niñas. —Hice un gesto despectivo, y por Dios que lamenté decirlo como si no me enervara. El simple hecho me repelía—. Ahora me devuelves el dinero y pretendes que me marche de aquí sin coca, y sin ellas. —Sonreí con ironía y Andrés Felipe me aguantó la mirada como pudo. A continuación, apostillé con más saña; si es que era un cabrón nato, ya lo decía mi padre—: Y todo por un capricho del ragazzo.

El colombiano pareció abatido y se prensó la nariz mientras Paulo le pasaba un puro que se encendió mientras meditaba mis palabras. Vi que se mordía la lengua, y supe que estaba conteniéndose para no preguntarme el motivo por el cual tampoco quería soltar a Adara. Era un tipo muy listo. Demasiado. Me traspasó con sus grisáceos ojos y asintió de manera lenta.

—Está bien, Tiziano. Te llevas a la muchacha y a las niñas. Sin pagarme nada. —Amusgué los ojos porque sabía que no podía ser tan fácil—. Pero el tema del campo de la coca lo olvidamos. Te ayudaré a encontrar a los culpables, eso tenlo por seguro —añadió con rapidez al ver mi escrutinio—. Pero no me pidas responsabilidades ante algo tan grande.

Me mantuve firme, sin ánimo de intimidarlo, pero sí pensando; pensando con claridad, tal y como siempre me habían inculcado. Escuchaba las voces de Valentino por el pinganillo perforándome los tímpanos mientras me decía que ni se me ocurriese aceptar tal trato, que mi padre nos mataría y que mi cabeza sería la primera que rodaría por el salón de su casa. También escuché a Romeo pedirme sensatez ante un asunto así. Alessandro no se pronunció, pues al ser el más pequeño de los hermanos, siempre se había apoyado en mí de manera incondicional.

Tomé una fuerte exhalación de aire y cabeceé de manera casi imperceptible, viendo los destellantes ojos de Andrés Felipe, que desapareció de la habitación cuando confirmó que ya había aceptado. Algo no me olía bien, y pensaba averiguarlo. Conté hasta cinco para decirle a mi guardaespaldas en tono solemne:

—Recoge la mercancía, Carlo. Nos vamos. Se me han quitado las ganas de follar.

Los chillidos de Valentino y sus amenazas resonaron con más fuerza a través del pinganillo. Carlo estaba serio, más de lo normal, pero pude apreciar un breve «Gracias» de sus labios que no entendí. Tampoco había tenido relación en exceso con Adara, aunque tenía entendido por algunos detalles que me había contado —dentro de lo que era Carlo para airear su vida— que con Agneta, la madre de Adara, sí hablaba a menudo.

Me quité el pinganillo y se lo lancé para que lo guardase. No dijo nada. Me agaché para recoger tanto la ropa de Adara como la mía y encaminé mis pasos hacia el cuarto de baño. Al abrir la puerta, ella dio un bote y se soltó las rodillas, que al parecer había mantenido sujetas por sus delgados brazos. Me observó con terror y entreabrió los labios; labios que me dieron ganas de comérmelos a bocados.

—Bambina, vístete. Nos vamos —le urgí.

No tardó ni dos segundos en levantarse y colocarse la ropa lo más rápido que pudo. Hice lo mismo, evitando mirarla y acordarme de los últimos segundos que había estado junto a su piel, en el sentido literal de la palabra. Recordarlo solo me ponía de mala leche, aunque por aquel momento la decisión que había tomado me retumbase con mucha fuerza en la cabeza y que ese pálpito que siempre me hablaba me dijese que aquel acto iba a provocarme muchos quebraderos de cabeza. Por aquel entonces, no tenía ni idea de cómo repercutiría en mi vida la decisión de haber salvado a Adara.

Ni idea.

Fui a abrir la puerta del baño, pero Adara me lo impidió, bajo ese silencio que entendía a la perfección. No me dio tiempo a preguntarle si le ocurría algo cuando se lanzó a mis brazos y enterró la cabeza en mi pecho. Apretó con fuerza mi espalda, y yo sentí que todos los músculos se me convertían en uno. Contraído, alcé la mano y mesé su cabello hecho una maraña. Sus penetrantes ojos me observaron con mucho brillo cuando se despegó de mi piel.

—Gracias —musitó con un hilo de voz. Supe que estaba batallando en su interior por no poder llevarse a nadie más.

Asentí con los labios sellados, sin ser capaz de decirle una maldita palabra. Algo no iba bien. Lo intuía, lo sabía, y los problemas no tardaron en llegar.

Salimos del baño al galope y el teléfono de Carlo sonó. Descolgó y nos urgió a que aligerásemos el paso, pues los cuarenta minutos habían comenzado hacía cinco minutos y se nos acababa el tiempo para salir de allí a toda mecha. Cuando las cámaras volviesen, recuperarían una imagen de la habitación vacía y Andrés Felipe daría por sentado que me habría marchado enfadado.

Adara terminó de atarse aquellas infernales sandalias y comenzamos con paso ligero nuestra huida de la mansión. Había mucha gente en el exterior y podríamos pasar perfectamente desapercibidos. Sostuve su mano con firmeza y le hice un gesto con la cabeza para que me siguiese. Entretanto, Carlo se encargaba de pasarme la pistola y mis cuchillitos, que fui guardando según avanzábamos pasillo adelante. Doblamos la esquina y conseguimos llegar a la escalera, no sin ser vistos por algunos de los hombres de Andrés Felipe, quien pronto apareció.

Elevó una mano entre el gentío y me llamó. Apreté los dientes con muy poca paciencia.

—Tiziano, perdóname, de verdad… ¿Te marchas? —me preguntó al ver que tenía sujeta a Adara.

—Sí. Están esperándome. —Soné tajante.

—Verás, es que mi hijo dice que está a media hora de aquí y que le gustaría hablar contigo sobre…

Lo mataba. Juraba que lo mataba. Noté el temblor de Adara y la poca paciencia de Carlo. Prensé mi lengua con los dientes y asentí, bajo la expectación de mis dos acompañantes.

—Está bien. Esperaré. Si no te importa, lo haré en el jardín. Estoy hasta los cojones de tanto barullo.

—Discúlpame, Tiziano, de verdad. No quiero que esto interfiera en nuestra relación. No entiendo a este hijo mío. No sé qué quiere. Pero dice que nos explicará ahora cuando llegue.

Asentí, aunque también sabía que no se quedaría ahí. Si Santiago quería negociar conmigo, eso solo significaba que Adara era de suma importancia para el colombiano benjamín, así que miré a Carlo mientras llegábamos al jardín y este me advirtió:

—Tiene a veinte hombres en el jardín y a quince en el terrado. Acaba de confirmármelo Valentino.

—Van a matarnos en cuanto vean que salimos de la mansión —aseveré.

—Romeo y Valentino vienen hacia aquí. Alessandro se ha quedado con las niñas en el avión. A lo sumo —hizo una pausa, escuchando por el pinganillo—, tardarán cinco minutos en aparecer.

Extendí una mano y Carlo me ofreció otro auricular.

—Riley. ¿Sigues ahí?

No tardó ni medio minuto en responder:

—En dos minutos bloquearé todo el sistema de seguridad de la casa. Dirígete hacia la izquierda.

—Hay siete hombres en ese flanco. Van a coserlos a balazos —añadió Alessandro, y escuché a Micaela a lo lejos preguntar quién era ese tío. Sonreí por su carácter.

—Dos minutos y Romeo y Valentino entrarán —añadió Riley.

Comenzamos a andar desinteresadamente en esa dirección. Aun así, nos faltaba un plan.

—¿Cómo coño nos movemos de aquí sin levantar sospechas? —cuestioné a todos y a nadie.

El único que habló fue mi hermano pequeño:

—Si os marcháis, vamos a tener un problema muy grande cuando Andrés Felipe no os vea. Y más aún cuando Santiago aparezca —me advirtió Alessandro. Miré a la mujer, que sostenía con firmeza mi mano. Suspiré. Porque no me quedaba otra, suspiré.

Adara parecía un fantasma, ya que ni se pronunciaba, hasta que nos encendió la bombilla que parecía que teníamos apagada cuando despegó sus labios:

—Montando un espectáculo.

Moví la cabeza de un lado a otro, mostrando cierto desconcierto, pero supe que tenía razón. La advertí con los ojos que no se pasara en el teatrillo, pues mi intención no era hacerle daño. Al instante, se soltó de mi mano con brusquedad y me empujó en el pecho con un brío que me dejó casi petrificado y me puso caliente a partes iguales. Sonreí con picardía cuando se dio la vuelta para marcharse, soltando un pequeño grito, y Carlo se colocó delante de ella apuntándole con la pistola, tal y como habían hecho los hombres del colombiano, que se acercaban para no montar un circo en medio del festín.

—Disculpad —hablé con cierta desgana y humor—, pero ya controlo yo a esta fierecilla. Le ha venido la inspiración a última hora para hacerse la dura.

Mientras decía aquello, sostenía a Adara del cabello y ella gritaba, supuestamente de dolor, a la vez que la arrastraba jardín afuera, hasta que vi unas luces que me resultaron conocidas. Allí estaban mis hermanos.

—Cámaras desactivadas —anunció Riley—. ¡Corred!

El trecho que nos quedaba para llegar hasta ellos no era muy grande, pero teníamos que contar con todos los hombres del colombiano, quienes no nos dejarían salir de allí con tanta facilidad. Atisbé el destello de una afilada hoja y vi que Valentino acababa con uno de ellos mientras Romeo se afanaba en partirle el cuello a dos tipos que había en la entrada. A uno lo retuvo dándole una patada que consiguió apartarlo al mismo tiempo que exterminaba al primero. Valentino fue más rápido y aplacó con un certero puñetazo a otro que se interponía entre nosotros cuando ya llegábamos a la pequeña arboleda.

—Vamos, Adara —la apremié en cuanto trastabilló con los tacones.

Se detuvo dos segundos para quitarse los zapatos y los lanzó muy lejos de donde nos encontrábamos, quedándose descalza. No objeté nada porque no me dio tiempo cuando escuché una potente voz a mi espalda:

—¿Adónde van, Tiziano?

Puse morros. Cerré los ojos y después pensé que estábamos muertos. Llegados a ese punto, ya no nos quedaba más remedio que buscarnos un buen problema. Uno muy grande. Miré de soslayo a Adara, que me contemplaba de la misma forma, y aproveché ese momento para introducir mi mano en la chaqueta y sacar mi arma. Carlo se había internado en mitad del bosque, pero poco tardó en aparecer con mis hermanos a la espalda.

—Estaba dando una vueltecita. —Me volví, cuchillo en mano, y todos los hombres del colombiano me apuntaron. Seis, para ser exactos—. ¡Oh! Tranquilidad, que no voy a matar a nadie —añadí con una seguridad implacable, aunque no creíble para Andrés Felipe.

—Habíamos quedado en que esperarías a Santiago, Tiziano —añadió con cansancio el anfitrión.

Tomé una gran bocanada de aire. Al otro lado del pinganillo solo se escuchó un «Nos han pillado. Estamos jodidos».

—Y voy a esperarme —le aseguré, frunciendo mucho el ceño.

—Entonces, ¿por qué has desactivado mis cámaras ahora mismo y también las has modificado en la habitación?

Oh, Jesús, que estábamos perdidos de verdad. Podéis leerlo con tonito, porque yo lo imaginaba igual.

—¿Yo? —me hice el sorprendido, pero solo era una estrategia para salir del lío que se liaría más en un minuto.

El capo miró los pies de Adara y vio que estaba descalza. Volvió sus ojos a mí, y ya no me quedó más remedio que actuar. Con paso firme, avancé hasta plantarme delante de Andrés Felipe. Sin que se lo esperase, tiré de su camiseta y lo coloqué de cara a sus hombres, que nos apuntaban a todos. Mis hermanos y Carlo ya estaban con las armas encañonando a sus adversarios; Adara, colocada detrás de Romeo.

—Muy bien, querido amigo mío —añadí con la voz de un demente, con el cuchillo fijo en su pescuezo—. Siento mucho decirte que me llevo a la chica, que ya veremos cómo arreglamos lo del campo y que no deseo matarte ni que esto cree una brecha entre nosotros. Que lo hará —le aseguré, peleándome con mi propio soliloquio.

—Tiziano, ¿qué estás haciendo? —me preguntó entre dientes cuando caminábamos de espaldas y pendientes de que ningún balazo interfiriera en nuestro camino, pues su ejército se había aproximado a nuestro paradero y teníamos un problema.

—Diles a tus hombres que bajen las armas, Andrés Felipe. No deseo hacerte daño —le pedí.

—¿Qué empecinamiento tienes con esa puta? ¿De verdad estás dispuesto a crear una enemistad entre nosotros por esa furcia?

Que la insultara de tantas maneras distintas solo ocasionó que yo apretara el cuchillo con más fuerza sobre su cuello y que eso provocase un pequeño hilo de sangre. Conté de nuevo mentalmente, tratando de no sacarle las entrañas. Escuché la puerta de nuestro vehículo abrirse y cómo los demás se montaban en él.

—Colombiano, recuerda que te tengo un aprecio. No compliques nada. Volveremos a vernos —le rogué, aunque yo sabía que, pese a que él lo intentara, el hijo no dejaría que aquello quedase en tablas.

Cuando todos estaban en el coche, me metí en él y solté al capo con fuerza para que cayese a la carretera. Era evidente que en cuanto Carlo pisó la marcha atrás, las balas comenzaron a resonar por todo el paraje y acribillaron el coche en todo su esplendor. Al coger la carretera, puse mi cabeza en el respaldo del asiento y resoplé, cuchillo en mano todavía con la sangre de una de las personas con la que más confianza había tenido durante varios años; persona con la que tendría muchos problemas.

En el asiento del copiloto, vi cómo la mano de Valentino temblaba y cómo su ceño se fruncía. Se avecinaba tormenta, y sabía que estaba esperando el momento preciso para desatarla. Carlo conducía a una velocidad prohibida, así que no tardamos en entrar en la pista de aterrizaje, donde mi guardaespaldas metió el coche mientras Alessandro lo apremiaba, pues tras nosotros venían cinco vehículos más; cinco que nos coserían a tiros si nos alcanzaban.

Tutto bene4, piccolo?

Mi no contestación a Romeo fue suficiente. Desmonté cuando la puerta del avión militar se cerró, dando por concluida aquella persecución que gracias a Dios no llegó a ser efectiva. Adara desmontó, y las tres niñas que nos habíamos llevado salieron con lágrimas en los ojos en su dirección. Ella se agachó para abrazarlas mientras lloraban con desconsuelo.

—Ya está. Estáis a salvo. Estáis a salvo… —les repitió como un mantra.

Valentino fue el primero que dio un tremendo portazo, y después me taladró con los ojos. Cuando pasamos a la primera sala, donde estaban los asientos, no tuve tiempo ni de verlo venir. Su puño se estampó en mi mejilla derecha y me tambaleé hacia atrás. Entrecerré los ojos al darme cuenta de que volvía con fuerza para arremeter contra el otro pómulo, pero lo esquivé. Esa distancia que marqué fue la necesaria para poder cargar con vigor hacia su costado y conseguir doblarlo en dos. Levanté la rodilla, y el golpetazo que se dio con el asiento a su espalda lo dejó despatarrado. Me acerqué con gesto temerario y lo sujeté de la pechera, aunque Valentino fue más ligero y me empujó, alzando un dedo para señalarme:

—¡¿Qué cojones has hecho?! —me gritó encolerizado—. ¡Has sentenciado a tu padre! ¡¡A nuestra familia!! —Se dejó los pulmones, y yo sentí que la rabia me subía a escalas gigantescas por las mejillas—. ¡¡Y todo por una jodida puta!!

De reojo, pude apreciar que la aludida se encontraba en cuclillas, abrazando a unas niñas asustadas que no dejaban de temblar y llorar. Carlo no intervino, pues lo tenía prohibido cuando se trataba de asuntos familiares.

—¡Tú qué merda sabrás, capullo! —le solté, viendo que se abalanzaba de nuevo hacia a mí.

—¡Te mato!

Su puño se alzó de nuevo, pero coloqué mi mano de manera estratégica para que quedara encajado en mi palma. Apreté con fuerza y Valentino arremetió contra mis costillas con más ahínco, sin cejar en sus empellones, que cada vez me provocaban más dolor.

—¡Solo piensas con la polla! —vociferó, forzando mi mano.

—¡Eh! ¡Parad los dos! —Esa vez fue Alessandro quien intervino.

El avión ascendió y los dos nos desestabilizamos, consiguiendo que la victoria fuera de Valentino. Me apresó el cuello al arrinconarme en una de las esquinas de la estancia y presionó mi garganta con saña.

—No tienes explicación. ¡No sé por qué coño has querido salvar a una fulana! ¡¡¿A ti qué hostias te importa?!! ¡Nosotros nunca nos metemos en la trata! ¡Nunca!

Cuando noté que el aire me faltaba y que mis golpes en sus costillas no eran suficientes para que se separase de mí, fui consciente de que no me quedaría más remedio que amenazarlo o matarlo. Así que me armé de valor mientras veía cómo Romeo corría en mi dirección, saqué mi pistola y se la coloqué en una de las sienes.

Valentino no reaccionó. Yo sonreí.

—Piccolo… —me tanteó Romeo, con las palmas hacia mí.

—Suéltame, Valentino —le ordené con tono duro y una mirada muy desquiciante.

El aludido no dejó de ejercer presión, pero sí que dijo:

—No serás capaz.

Me contempló con una súplica que ni él mismo sabía que estaba mostrando. Inspiré por la nariz, solté el aire contenido y le quité el seguro a la pistola. Alessandro y Carlo se colocaron cada uno al lado de mi hermano.

—Tiziano, por favor, baja el arma y vamos a hablar. Eso es lo que hacemos siempre, ¿verdad? —Alessandro me miró con pánico. Sus ojos se fijaron después en Valentino, que no pestañeaba—. ¿Tiziano? La familia…

—A la familia la ha traicionado ya —escupió Valentino, y yo apreté más el arma contra su sien.

—Piccolo, por favor. No cometas una locura. Sea lo que sea lo entenderemos, lo hablaremos, y no culparemos a nadie a la ligera. Pero, por la nostra mamma5, baja el arma.

Valentino me desafió. El muy hijo de la gran puta me desafió. Podía ver que sus ojos me hablaban, retándome a que disparase si tenía cojones. Y lo que más me repateaba de todo ese asunto era que llevaba razón, que le había fallado a mi familia. ¡A la familia, joder, que era sagrada!

Y estaba dispuesto a hacerlo de nuevo. A mentirles de nuevo.

—Esa puta, esa fulana —siseé, y la señalé con la cabeza sin mirarla—, es mi prometida.

Tiziano: La decisión del Capo

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