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5 Puja

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Abrí la boca y volví a cerrarla. Miré con confusión a mi guardaespaldas y después a mis hermanos. Aquello tenía que ser una puta broma mal gastada. Una puta broma que no tenía gracia. Sin embargo, solo necesité un segundo y medio de reacción cuando escuché a Carlo decir con firmeza y en un susurro desgarrador:

—Es la señorita Adara…

Me fijé con más ahínco, amusgando los ojos. ¡Joder, que sí era ella! Pero ¿qué coño hacía allí? Saqué el teléfono del bolsillo de mi pantalón y me permití el lujo de llamarla; tontamente, pensando que era un espejismo. Su no respuesta, junto con esos ojos que me pedían auxilio desde la distancia, provocó que saliera del trance y le arrancara con furia la banderilla a Valentino de las manos, actitud que me hizo ganarme una lánguida mirada de Carlo y tres de confusión por parte de mis hermanos.

—¡Dame la puta bandera! —le había dicho de malas maneras, seguido de un manotazo.

—Piccolo —titubeó Romeo a continuación.

—¡Cuatro millones para el señor cuatro! —anunció la despampanante portavoz.

—¿Adónde vas, Tiziano? —me preguntó Valentino, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.

Contemplé a Carlo, que con una mirada entendió lo que tenía que hacer: preparar su pistola por si era necesario. Mi guardaespaldas se llevó las manos a la parte trasera de su pantalón y mis hermanos lo imitaron sin saber muy bien por qué lo hacían.

Anduve con pasos galantes y firmes como los de un felino, apareciendo en el pasillo que separaba ambas partes de la puja. La portavoz me observó con impudicia cuando me coloqué la chaqueta del traje negro y levanté la banderilla con decisión.

—Seis millones.

Andrés Felipe había llegado y me percaté de que teníamos un problema. Se acercó a mí y me preguntó al oído:

—¿No me habías dicho…?

No lo dejé continuar cuando escuché que un hombre corpulento a mi derecha sumaba dos millones más y me miraba con muy mala cara. A mí sí que me daba asco siquiera contemplarlo de refilón, porque adivinaba sus intenciones y escuchaba sus pensamientos lascivos, como si yo fuera el demonio que llevaba en su mente.

—He cambiado de idea —le contesté con rapidez, sin apartar los ojos de Adara y encaminando mis pasos a trompicones hasta llegar a mi contrincante. Elevé la banderilla al lado de él y anuncié a viva voz—: ¡Diez millones!

El tipo me contempló con peor cara.

No sé si lo sabréis, pero yo no era persona de tener mucha paciencia con lo que no me interesaba, y evidentemente ese hombre me estorbaba bastante, tanto que ya estaba tocándome las pelotas.

—Señores, la puja se pone seria. Parece que alguien quiere pasar una noche inolvidable en compañía de la dama y sus cachorras.

Ese comentario me asqueó, pero las risas de los presentes lo hicieron más. Estaba muy acostumbrado a ese tipo de eventos, aunque siempre los evitaba o me marchaba a otros puntos donde no tuviera visión de quiénes aparecían para ser subastadas. La cuestión no era hacerse el ciego. La cuestión era que uno solo no podía detener los millones y millones que movía la trata. A la vista estaba.

—Veinte millones.

Suspiré con cansancio al fijar mis ojos con más ahínco en el hombre. Con parsimonia, incliné el rostro hacia delante, porque todo el mundo me contemplaba a la espera. Chasqueé la lengua y, con una sutileza que nadie vio, apunté al tipo en el costado con mi pistola.

—Veinticinco millones. —Miré de soslayo al tiparraco y añadí entre dientes—: Escúchame, gordo de mierda. Si no te retiras de la puja ahora mismo, te coso a balas. Aquí, allí o donde sea, pero tú dejas de respirar y te tragas toda la baba grasienta de tu cuerpo. ¿Me has entendido bien?

La fila se movió un poco y al siguiente que encontré al lado del hombre fue a Romeo. No dijo nada, no sabía de qué trataba el asunto, pero estaba apuntándole el otro costado también. Aprecié la saliva del hombretón deslizándose por su garganta, y mientras la chirriante voz de la rubia del escenario preguntaba si alguien más pujaría, el amenazado negó con la cabeza y bajó su banderilla.

Otra cosa no, pero en mi familia lo importante era mantenernos unidos, aun sin saber qué coño estaba haciendo el otro. Primero se actuaba, se respaldaba a tu familia. Después ya vendrían las preguntas, los arrepentimientos o los entendimientos, pero desde pequeños nuestros padres nos habían inculcado que nadie podía romper la familia.

La familia era sagrada.

—¡Vendidas a ese guapetón por veinticinco millones!

El revuelo fue descomunal. Salí al pasillo con andares de chulería y exhalé un fuerte suspiro cuando pasé por al lado de Andrés Felipe, que me contemplaba con una sonrisa de oreja a oreja, sabiendo el porcentaje que se llevaría de aquella puja, mientras mi hermano Valentino le decía:

—Es un caprichoso. Si es que no sabe ni lo que quiere. Ahora sí. Después no. Ese es mi hermano.

¿Os dais cuenta? A eso me refería con proteger a la familia pese a no tener ni idea de qué estaba ocurriendo, porque minutos antes le había asegurado a Andrés Felipe que no pujaría. Algunas veces pensaba que más que llamarse Valentino, mi madre tendría que haberle puesto León, porque siempre estaba gruñendo. Pero luego veía lo embaucador que era y me recordaba a un encantador de serpientes, por lo que el nombre le venía que ni pintado. Era un perfecto san Valentino.

Me aproximé por la derecha del grupo de personas, seguido de Carlo y de Alessandro. No sabía cómo descifrar los sentimientos que se entremezclaban en mi estómago. Eran una jodida bomba de relojería según me acercaba a ella. La había visto en dos años dos veces, y una de ellas era en esa ocasión. Estaba deslumbrante, cambiada, y tan triste que sus ojos carecían de la alegría que la caracterizaba. Sabía que había estado en la República Dominicana, pero no tenía ni idea de cómo había llegado a Colombia, asunto que pensaba resolver en cuanto nos encontrásemos a solas.

Sus ojos se toparon con los míos cuando me detuve en seco, a escasos centímetros, pero fui frenado por la rubia, que colocó una mano sobre mi torso con galantería.

—Señor Sabello, le llevaremos su compra a su habitación. No es necesario que venga a recogerla aquí.

«Su compra», como si estuviésemos hablando de alcachofas.

Apreté los dientes. Con el pulgar y el índice, me deshice de los dedos que me sobeteaban con delicadeza. Solté su mano morena y la contemplé desafiante.

—Me parece que por veinticinco millones puedo hacer lo que me dé la real gana, señora. Y, por favor, no vuelva a ponerme una mano encima si no es con mi permiso.

Sonreí, y ella se atemorizó, seguramente ante esa sonrisa diabólica que mostraba cuando quería: la sonrisa de un demente. Sin pronunciar ni una palabra más, llegué hasta Adara, que me contemplaba con fijeza y una muestra de terror desmedida. Miró de reojo a las niñas y vi cómo lloraban, sujetas a las piernas de ella. Una se sobrepuso encima de otra para intentar no despegarse de Adara. Suspiré con mucha fuerza, momento en el que los ojos de la que era mi bambina se colocaron en Carlo y sonrió de manera tímida, aunque en el fondo sabía que si no se tiraba a mis brazos y a los suyos, era porque la rubia impertinente seguía delante de nosotros con mirada furibunda.

Avancé por al lado de la detestable mujer que había vendido a las chicas como si fuesen ganado y apresé la muñeca de Adara con cuidado. Un quejido ahogado ocasionó que mirase hacia abajo y viera las quemaduras en su piel. ¿Qué coño le habían hecho? Busqué su mirada de manera inquisidora, pero había entendido a la perfección que no podía respirar cerca de mí si pretendía que la ayudase a ojos de los demás.

—No me mires, bambina —le susurré cuando entramos en el vestíbulo y llegamos al inicio de las escaleras. Ella agachó la mirada hasta posarla en el suelo.

Para mi sorpresa, no pude dirigirme con ellas a la habitación en la que había estado anteriormente, ya que un hombre se metió en mi camino antes de que subiese y me indicó que debía ir a otro sitio.

—Señor Sabello, lamento molestarlo, pero le indicaré por dónde tienen que venir.

Asentí quedo.

—Deme un momento, por favor. Me gustaría disfrutar de la señorita primero, si no es molestia.

Hice un gesto lascivo con las cejas y escuché los lamentos de las pequeñas. El hombre que había delante de nosotros me ofreció unas llaves, supuse que serían las de las esposas que Adara llevaba a la espalda. Me giré y las abrí. Haciéndole un gesto de cabeza a Alessandro, le ordené:

—Llévatelas a nuestra habitación.

No hizo falta decir nada más, puesto que me entendió a la perfección. Se suponía que teníamos una telepatía extraña que nunca fallaba, y en esa ocasión no iba a ser menos. Romeo y Valentino aparecieron por el vestíbulo y le lancé una mirada al primero para que se marchase con Carlo.

—Carlo, prepárate —musité para que el hombre que me esperaba no sospechara—. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Deposité las llaves de las esposas en la mano de Carlo, quien, con habilidad y grandes dotes de ocultación, me intercambió un microchip que enseguida me coloqué en la oreja de manera disimulada. Uno ya llevaba muchos años en el negocio y toda precaución era poca.

Las chiquillas comenzaron a llorar cuando vieron que me llevaba a su ángel de la guarda, pero ella les pidió silencio con lágrimas en los ojos. No me pasó inadvertida la mirada aniquiladora que les lanzó a mis hermanos, como tampoco la socorrida que posó sobre Carlo. Él asintió de manera imperceptible. Supe que lo había entendido.

—¿Vamos? —le pregunté al hombre.

Este extendió su mano con una sonrisa ladina y nos internó en la otra cara de la vivienda, con muchos más lujos que la anterior, que ya era decir. En este caso, los colores oro y blanco predominaban, y estaba compuesta por un sinfín de puertas blanquecinas que no tenían fin. Vi que una de las muchachas que se metía en una de las estancias contemplaba a Adara con pánico en los ojos y una súplica permanente.

—No —sentencié en un murmuro al sentir que la mano de Adara tiraba en otra dirección. De reojo, pude atisbar su miedo—. No podemos salvarlas a todas, bambina —le dije con pesar y una mirada severa. El mundo de la trata no íbamos a resolverlo nosotros ni rescatando a todas las personas que estaban allí.

Apreté mis pasos para alcanzar al tipo del que nos habíamos quedado rezagados y este se detuvo en casi la última puerta del interminable pasillo. La abrió con una llave muy distinta a las normales y me invitó a entrar. Asentí, dándole las gracias, y un breve «Que la disfrute» salió de su boca.

Al entrar, lo primero que hice fue inspeccionar la habitación. Había una enorme cama, un espacio con una inmensa alfombra donde podrían bailar una veintena de personas y, al final, una puerta que supuse que daba al cuarto de baño de la suite. La coloqué en el centro, de cara a la ventana, y puse mi mano en la cremallera de su vestido, notando cómo temblaba y sabiendo que las lágrimas caían como ríos descontrolados de sus ojos. Aparté su cabello hacia la izquierda e hice como que besaba su lóbulo.

—Tranquila. No voy a hacerte daño. Te doy mi palabra. —Continué con mi descenso, deshaciéndome del vestido negro con el que iba ataviada, hasta que se quedó abierto de par en par, dejándome ver un conjunto de lencería extremadamente sensual. Suspiré de manera inevitable. A continuación, le pregunté con tono solemne y de urgencia al hombre que mandaba en el pinganillo en mi oreja—: Carlo, ¿cómo vas?

Adara se tensó al escucharme murmurar. Yo continué con mi recorrido hasta llevar el vestido hacia sus brazos, todavía situado a su espalda, para que cayese al suelo. Coloqué mi boca en su hombro derecho y deslicé los labios hasta la parte trasera de su columna vertebral, apreciando que su piel se erizaba con una rapidez que desató una pequeña histeria en mi entrepierna.

—Está siendo complicado —lo escuché renegar.

—Hay dos cámaras. Una a mi derecha, encima de la puerta del baño, y la otra justo detrás de mí, en la izquierda —añadí, sin detener el reguero que dibujaba mi boca columna abajo.

Llegué a sus tobillos, deslizando mis labios con tanta lentitud que me asusté. Me daba la jodida sensación de que estaba recreándome, aun sabiendo que cimbreaba en mis manos. «Lo haces y te encanta», murmuró mi demonio interior, y tuve que sonreír, con la boca pegada a su piel. Ella lo notó, y sentí que se tensaba más a la vez que su piel se erizaba. Cuando llegué a la parte posterior de su tobillo, me entretuve en desatar las sandalias que apresaban sus pies. Se bajó de los grandes andamios y colocó sus pequeños pies sobre la alfombra, dando lugar a que esa diferencia de estatura fuera muy evidente. Había cogido algunos kilos, pero no los suficientes como para que dejase de ser aquella muchacha excesivamente delgada. Su piel estaba más morena de lo que la recordaba, y eso solo podía significar que el sol de la República Dominicana había hecho su trabajo.

Con las manos, delineé su figura hasta llegar a ponerme de pie, y sujeté su brazo para girarla de cara a mí. Sus ojos brillaban, ya no sabía si de miedo, de excitación o de un conjunto de todas las emociones por las que había pasado. Vi que dos enormes gotas salían de ellos y coloqué mi frente sobre la suya.

—Ahora no, bambina. Ahora tienes que ser fuerte si quieres que te saque de aquí.

Mi susurro llegó en el momento preciso para que ella asintiera y se sorbiera la nariz. Coloqué uno de mis pulgares en sus labios y limpié una de las lágrimas que los bañaba.

—Tengo a Riley al otro lado —me anunció Carlo.

Sonreí, contemplando a la mujer más bonita que había visto en mi jodida vida.

—Tiziano —me llamó el nuevo añadido—. El volumen de las cámaras ya está desactivado. No mováis en exceso los labios para que no se den cuenta de ello. Te otorgo un paripé de cuarenta minutos y tendrás que salir. Si lo hacéis antes, sospecharán que algo no va bien, porque al minuto cuarenta la cámara fallará y se duplicará la imagen durante diez minutos, como si fuese una repetición. Así que procurad fingir bien.

—Romeo tiene listo el avión. Las niñas están con ellos y nadie se ha percatado de la salida —me informó Carlo.

Adara pudo escuchar la conversación. Más lágrimas cayeron de sus ojos. Las besé, mientras decía sin mirar a la cámara en ningún momento:

—Bien.

Descendí de nuevo por su cuerpo, paseando mi lengua por el contorno de sus pechos, y continué hasta quedarme con una rodilla hincada en el suelo, de cara a su coño, cubierto aún por la ropa interior. El temblor en las piernas de Adara se hizo evidente. La sujeté con una mano por detrás mientras hundía mi nariz en la tela e inspiraba. Por recrearme un pelín, tampoco pasaba nada.

—Tiziano… Me estás poniendo cachondo, pero… —murmuró Riley con pesar y dudoso— no podéis quedaros de pie los cuarenta minutos. Están viendo las cámaras.

Contemplé de reojo a Adara y asentí con la mirada, apreciando el nudo que descendía por su garganta. Estaba asustada. Muy asustada. Me levanté con lentitud y tiré de su mano hacia la cama. Me afané en hacer desaparecer la ropa de mi cuerpo sin quitarle los ojos de encima. Ella no despegaba su asustadiza mirada de mí, pero en el fondo sabía que quería desaparecer de la faz de la Tierra. Sonreí un poco para quitarle hierro al asunto, aunque la ocasión no tenía ninguna gracia.

—No sabes lo que hacer para verme desnudo.

Prensó los labios y supe que retenía una diminuta sonrisa. Me quedé con el bóxer como única prenda y aligeré mis manos para que llegaran a la parte trasera de su sujetador. Le lancé una pregunta muda, pidiéndole permiso aunque no nos quedase otra, y ella asintió queda. Cuando el clic del sujetador se escuchó, le dije con premura:

—Tápate con vergüenza y tiembla de manera exagerada.

Hablar con los dientes apretados y casi sin mover la boca era una ardua tarea; si no, probadlo. Sus manos se cruzaron con rapidez, recordándome a la muchacha asustadiza que conocí con dieciocho años.

—No te asustes.

Según le decía aquello, tiraba de sus antebrazos y la dejaba al descubierto, creando una máscara de enfado que la cámara de la entrada podría captar inmediatamente. A continuación, la empujé con vigor a la cama, teniendo todo el cuidado que pude para no provocarle más heridas de las que ya tenía. Vi con claridad que sus muñecas estaban destrozadas, que tenía varios hematomas en las costillas y que en el labio aún perduraba una herida, ya seca, causada por algún golpe con saña. Me cagué en los muertos del que le hubiese hecho aquello, y me juré que le arrancaría la puta cabeza si lo encontraba.

Aparté de un manotazo la única prenda que me quedaba sobre mi cuerpo, sabiendo que los ojos de ella se clavarían en mi polla, que estaba como un mástil. Me apremié en deslizar su tanga hasta sacarlo por los tobillos y de esa manera cubrirme como pude con el filo de la cama. Tuve que contener todos mis instintos más salvajes en aquel preciso instante, porque ciego no estaba, pero duro como una piedra sí. Cerré los ojos un segundo antes de subirme a la enorme cama.

—Un culo perfecto, italiano. Solo consigo enfocar eso desde la posición en la que estás.

—No estoy para bromas, friki —rugí, notando que un mal humor se focalizaba en todo mi ser. Concretamente, en mis partes bajas. Véase la ironía y el motivo.

—No le hagas nada a mi chica, por favor —me suplicó, y Adara me miró con pavor.

Alcé el mentón lo justo para que me escuchase:

—Cierra las piernas para hacerme daño —le ordené.

Al ejecutar ese gesto, yo ya tenía previsto el momento en el que sus rodillas impactarían contra mis costados, y trepé como un gato, haciéndome hueco entre ellas, para que se apreciara que estaba forzándola. Sujeté sus muñecas por encima de su cabeza, tratando de no rozar la zona dañada, y con la mano que me quedaba libre tiré de la sábana para que tapara la parte de mi trasero y no pudiese visualizarse el resto.

—No eres tan exhibicionista como me pensaba.

—¡Riley! —Apreté los dientes con ganas de matarlo y di un manotazo en la cama, evidenciando mi cabreo—. Estoy más tieso que el mango de la sartén de mi madre. ¡Hazme el puto favor de cerrar la bocaza, o te juro que cuando te vea te reviento!

Miré a Adara, que respiraba de manera agitada. Sabía que estaba muerta de vergüenza y que la tensión no dejaba de crecer entre los dos, pero era eso o ser descubiertos. Tragué saliva de manera imperceptible y resistí como un machote, todo hay que decirlo. Mi demonio interior estaba dando unos golpes y gritos terribles en su puerta imaginaria.

—Muévete lo justo para que se piensen que estoy dentro de ti. Sujeta las sábanas con fuerza.

Le solté las manos y coloqué mis antebrazos a ambos lados de su rostro, quedando muy cerca de ella. Su aliento rozó mis labios y me dieron ganas de cometer una locura cuando mi polla se rozó con su sexo y sentí la humedad. Un gruñido salió de mi garganta y comencé un movimiento ficticio que, si continuaba por ese camino que parecía que la buscaba de verdad, terminaría enterrándome en lo más profundo de sus entrañas.

Contemplé sus manos apretadas en la blanquecina sábana y no pude apartar la mirada de ella por más que lo intenté. Escuché una profunda respiración al otro lado del auricular, y supe que Riley estaba desesperándose. Carlo, con seguridad, estaría con los labios apretados e imperturbable.

—¿Cómo te cogieron? —le pregunté en un susurro, intentando desviar el foco de su atención y, por supuesto, apartando la mirada de ella durante unos segundos. O cerraba los ojos y me concentraba en una pequeña meditación relajante, que casi era imposible, o me moría. Vamos, que me moría de verdad.

—Estaba en Gualey. Llegaron muchos militares y comenzaron a meter a mujeres en un cubículo parecido al de los camiones. —Su voz sonó entrecortada, como lo estaba su respiración. La carrerilla con la que lo soltó me dio a entender que la conversación se había terminado.

Apreté los ojos con más fuerza y continué mi falso baile. Alcé una de sus piernas por encima de mi costado izquierdo para que no se apreciase que ni siquiera estaba penetrándola.

—Bambina… —le supliqué. No me veía capaz de continuar con aquella farsa. Que no, que no podía—. Por lo que más quieras, o me das tema de conversación, o al final el león se mete en la guarida.

—Yo… —titubeó.

Se calló de golpe cuando escuché por el pinganillo:

—Más le vale a tu león quedarse encerrado, o cuando llegues aquí te cortaré el rabo, italiano. —Micaela. Allí estaba mi amazona particular, tratando de socorrer la vida de su cuñada y amiga, de la forma que fuese.

Adara abrió los ojos como platos y se revolvió un poco, lo justo para que pareciese que continuaba forzándola. Me separé y sentí que el aire que comenzaba a faltarme entraba en mis pulmones. Le di la vuelta de cara al colchón y me coloqué sobre ella como un salvaje.

—¿Estáis todos con ganas de espectáculo o qué? —Soné irónico, y mordí el cuello de Adara con delicadeza.

—Dios mío, ¿cómo se ha metido ahí? —preguntó Micaela, y supe que Jack estaba a su lado porque lo escuché maldecir a lo lejos. Había más gente. No quise ni pensar en quién.

—Así no hay quien se concentre en que los movimientos vayan como deben. Van a pensar que no sé ni follar, ¡hostias!

Adara apresó la almohada y yo sujeté su cabellera hacia atrás, sin ejercer presión.

—¿Sabes que esto podría pasar por sexo tántrico de ese? Estoy a punto de correrme como un adolescente. —No me contestó, pero sus ojos sí se cruzaron con los míos y mi polla buscó el camino, impregnándose de esa humedad que me volvía jodidamente loco. ¡Por Dios bendito! Estaba igual de empapada que yo. Rugí de verdad, apretando los dientes—: Bambina…

Sus ojos volvieron a encontrarse con los míos, sabiendo lo que quería decirle. Era inevitable. Inevitable para ella y para mí. Por todos los santos que existiesen, si continuábamos por ese camino, iba a darme un puto infarto. Me desesperé. Me desesperé tanto que ya no sabía ni siquiera si estaba moviéndome en condiciones. Únicamente notaba que la punta de mi verga tocaba su entrada, pidiéndome a gritos que solo empujase un poco más y ya no habría vuelta atrás. Lo peor de todo era que su coño parecía querer absorberme sin limitaciones. En uno de los vaivenes, el culo de Adara se elevó de manera inconsciente. Mi cabeza se ladeó y sus ojos buscaron los míos, pidiéndome unas disculpas mudas, como si su cuerpo hubiese reaccionado sin querer.

Volví a apretar los dientes y estallé:

—¡Por los clavos de Cristo!, decidme que podemos dejarlo ya. Me da igual quedar como un eyaculador precoz, pero no lo aguanto m…

Carlo me interrumpió:

—Tiziano, Andrés Felipe viene por el pasillo con cuatro hombres detrás de él. Se dirige a la habitación. Está a cuatro puertas de vosotros.

—No llevan buenas caras —nos advirtió Riley.

Cogí a Adara de la cintura y giré su cuerpo hasta dejarla de cara a mí. Ella colocó sus manos en mi pecho y me pareció advertir que anhelaba ese tacto; no solo por la expresión de su rostro, sino por esa conexión extraña que sentí al mirarla y detenerme de golpe. Mi polla seguía ahí. Estática. Anhelante. Esperando entrar en ella como una bestia.

—Van a abrir la puerta —me informó Carlo.

Mi pecho subía y bajaba a una velocidad de vértigo. Si me colocaban un tensiómetro, lo reventaba. Miré a Adara con determinación y mucha más seriedad de la que quise mostrar.

—Voy a besarte.

Tiziano: La decisión del Capo

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