Читать книгу Carmen Laforet. Una mujer en fuga - Anna Caballé Masforroll - Страница 12
4 LA GUERRA Y RICARDO LEZCANO
ОглавлениеEn una breve autobiografía publicada a la muerte de la escritora, Laforet oculta parte de su experiencia cuando escribe: «El curso escolar 1938-1939 fue el último de mi bachillerato y coincidió en su final con el final de la Guerra Civil. Cada vez era yo más feliz, más llena de amistad, de emoción con los asuntos amorosos de mis amigas y con mi libertad sobre el fondo oscuro y de tormenta de rayos y truenos de mi casa familiar».1 En efecto, las relaciones con Blasina eran de una tirantez extrema y lo peor de todo, nada de lo que pudieran hacer ella o sus dos hermanos era capaz de aliviarla. Para Blasina esos tres chicos significaban la presencia imperceptible pero firme de Teodora en la casa, un sutil dominio que no sabía cómo combatir, de modo que cualquier cosa que hicieran, o no hicieran, la ponía al borde de la cólera, del odio, expresado en frases duras y cortantes. Carmen tenía ya muy arraigada la sensación de haber quedado en la vida definitivamente sola, pues con el apoyo paterno no se podía contar. Pero su despreocupada actitud ante los demás, ante la propia Blasina o ante su padre, apenas lo daba a entender si no fuera por el permanente fondo de reserva que de algún modo lastraba su alegría. Su hija Cristina, apoyándose en escritos de su madre, reconstruye una escena cotidiana: «Cada día se produce una escena de gritos con rotura de vajilla, vino derramado sobre el mantel y llantos histéricos por parte de mi madrastra. La rabia empieza porque dice que yo me río... “Ya se está riendo esa... Ya se ríe”».2 Una escena familiar a los lectores de Nada, La isla y los demonios o La insolación, pues en las tres novelas el contrapunto adolescente viene dado por la presencia de madrastras odiosas que protagonizan escenas de una ruindad malsana. Porque la risa, en efecto, sería siempre su arma de defensa, su forma de conjurar los problemas, de reaccionar tal vez nerviosamente a las tensiones familiares de forma que no llegaran a herirla.
Pero, en todo caso, cuando ella evoca, de mayor, aquella lejana felicidad adolescente oculta que no solo fue debida, como dice, a los asuntos amorosos vividos por sus amigas y de los que ella participaba como si fueran suyos sino a su propio y vehemente descubrimiento del amor. Es significativa la estrategia de la escritora de silenciar el móvil amoroso que la ayudaba entonces a ser feliz y olvidarse de los problemas que tenía en casa. Laforet seleccionará siempre cuidadosamente lo que está dispuesta a decir de sí misma, que siempre es muy poco y que coincide en presentarse ante los demás como un ser puro, no deseante. Como si perteneciera a una estirpe cátara que pudiera vivir del aire, que apenas nada posee, nada desea, más que su libertad y su horror a una existencia «interesada». Su modo de pensar, siempre reacio al espíritu de la hormiga, contable y materialista, defiende vivir con la sencillez de un monje y la libertad de una cigarra. Y desplaza esa indiferencia mundana con la que se presenta a otros ámbitos de la existencia, por ejemplo a sus propios deseos y pasiones, negadas una y otra vez por la escritora adulta.3 Una actitud muy distinta, y alejada, de la que experimentan sus heroínas adolescentes, que viven de forma intensa, incluso devastadora, su anhelo amoroso y su deseo de compartirlo, no necesariamente con un hombre. El contraste es extraordinario y la férrea autocensura que se impone la escritora es de tal magnitud que ni siquiera admite la existencia de un amor juvenil y cargado de ilusiones.
Tampoco el curso 1938-1939 fue el último de su bachillerato, pero casi, pues la época de los exámenes coincidió con su creciente interés por un joven atractivo, cuatro años mayor que Carmen, llamado Ricardo Lezcano. Este había llegado a Las Palmas procedente de Barcelona en marzo de 1939, días antes de que el parte militar del 1 de abril firmado por el general Francisco Franco pusiera el punto final al seísmo bélico más destructivo de la historia de España. Conocer a este apuesto muchacho en la primavera de 1939, seguro de sí mismo y de su buena estrella, y con una intensa experiencia de la vida a sus espaldas fue una emoción que la futura escritora viviría al límite. De manera que sus estudios perderían buena parte de un interés que, por otra parte, ya había ido decreciendo desde la muerte de Teodora, en 1934.
Pero ¿quién era ese joven que despertó el primer amor real en el corazón de Carmen e influyó decisivamente en el cambio de rumbo que muy pronto tomaría su vida? Ricardo Lezcano llegó a Las Palmas procedente de Barcelona, ciudad en la que vivía desde 1933. Su padre, por razones que no se conocen, se había trasladado con su tercera mujer y los dos hijos (de matrimonios anteriores) a la Ciudad Condal, desde Canarias, aquel año. Sin embargo, la estancia de la familia Lezcano resultaría breve. Dos años después, en 1935, regresaban de nuevo a Las Palmas a fin de que su padre pudiera hacerse cargo de una inesperada y considerable herencia familiar vinculada a la capital canaria. Regresarían todos menos Ricardo, al que su padre dejó en Barcelona matriculado en estudios mercantiles, con la esperanza de que, en un futuro, su hijo mayor tal vez pudiera hacerse cargo de la administración de sus bienes. Al despedirse se comprometió a enviarle cien pesetas mensuales para su manutención hasta que finalizara sus estudios.
Para Ricardo aquella independencia representaba «una verdadera liberación» pues lo cierto es que las relaciones del joven con su padre venían siendo tirantes, tal vez debido a la temprana muerte de su madre4 y a los sucesivos matrimonios de su progenitor que, inevitablemente, alejaban a ambos de una verdadera comunicación y afecto. La tercera esposa de su padre, y madrastra tanto de su hermano Pedro (compañero de curso de Laforet en el instituto) como del propio Ricardo, Carmen, al parecer no contribuyó en los años de convivencia a la unión familiar. «Pero sí ayudó a fortalecer los lazos con mi hermano, los dos nos acostumbramos a luchar espalda contra espalda ante las muchas turbulencias de la vida.»5
Solo en Barcelona, la buena estrella de Ricardo hizo que encontrara alojamiento en casa de una familia solícita que le acogió y le trató como a un hijo más. El joven rápidamente se acostumbraría a vivir con una familia con la que simpatizó de inmediato. Y a sentirse libre, pues nadie le vigilaba, a pesar de la estrechez económica. Cuando uno es joven puede enfrentarse más fácilmente a esa situación, puede vivirla incluso con alegría, pues es un mero peaje a la poderosa experiencia de la libertad. Ricardo aprendió rápidamente a administrar con prudencia las cien pesetas mensuales que le enviaba su padre, es decir, a lo que quedaba de ellas después de pagar su alojamiento y manutención. Al año siguiente, concluía su primer curso de profesorado mercantil.
Su examen tuvo lugar precisamente el 18 de julio de 1936, un sábado, en medio de innumerables rumores de una sublevación africana del Ejército. Al día siguiente estallaba la guerra en Barcelona. Los recuerdos de Ricardo Lezcano en relación a su experiencia en aquellos durísimos años son muy precisos.6 Desde primeras horas de la mañana del domingo, 19 de julio, las tropas sublevadas contra el legítimo Gobierno de la República intentaban controlar los centros neurálgicos de la Ciudad Condal. Columnas de fuerzas militares convergían desde diferentes lugares, apoyadas por grupos no muy organizados de jóvenes de Falange, carlistas y otros grupos minoritarios. A Ricardo le despertaron los tiros y las fuertes explosiones de artillería. En la casa, todos se levantaron a un tiempo para ver con ansiedad y preocupación la naciente batalla. Desde el balcón se divisaba la parte trasera de la universidad. Veían a gentes armadas y de paisano deslizándose, agachadas, por la pared de piedra que rodeaba al edificio en su cara norte. Se oían innumerables disparos y explosiones. Un avión de las fuerzas no sublevadas de la República disparaba sus ametralladoras contra la universidad. A las pocas horas, cuando los tiros ya habían cesado, Ricardo se lanzó a la calle, ansioso por ver más de cerca lo que estaba ocurriendo. Ya en la plaza de Cataluña debió enfrentarse a las primeras bajas, «una experiencia que para mí fue sobrecogedora».7 El espectáculo que se ofrecía a la vista era impresionante: multitud de coches, sumariamente requisados, recorrían las calles a toda velocidad. Los fusiles y las escopetas asomaban por todas sus ventanillas, al igual que flamantes banderas republicanas y las banderas rojinegras de la CNT-FAI. Ricardo no quería perderse nada y anduvo, observándolo todo, de un lugar a otro. Por la tarde siguió a un grupo de revolucionarios levantiscos y vio cómo quemaban iglesias y colegios religiosos. «Pensé que así ha debido de suceder siempre en estas algaradas y guerras callejeras. Porque no era un movimiento popular de anticlericalismo sino que la violencia estaba en manos de un pequeño grupo incendiario que hacía correr el fuego de calle en calle.» Más tarde, Ricardo vio en la plaza Universidad a un grupo de mujeres dando cántaras de leche a los soldados que, macilentos y sucios, habían aguantado en el interior de la universidad largas horas de combate. «Eran reclutas arrastrados por los mandos militares a aquella insensata aventura.» Ramblas abajo y rodeando la plaza de Colón, nuestro testigo vio un largo parapeto formado por grandes pacas de cartón, todas cosidas de impactos de bala. Una vez allí le explicaron que los militares sublevados habían emplazado cuatro cañones en el cuartel de Atarazanas, cañones que habían sido tomados por militantes anarquistas dirigidos por Buenaventura Durruti. Fue un día intenso, agotador. Al volver a casa se sumó al silencio colectivo y a la escucha radiofónica: «Comprendí que la incipiente guerra se había trasladado rápidamente a las ondas. Entre multitud de noticias sorprendíamos de vez en cuando coléricas voces de altos políticos del Gobierno intentando averiguar cómo los militares habían engañado a gobernadores civiles y otros mandos proclamando que su movilización era en defensa de la República, y no un golpe de Estado». En los días siguientes comenzarían a desfilar coches y camiones con «milicianos» (así se llamó enseguida a los voluntarios republicanos). «Llevaban armamento heterogéneo, colchones de parapetos y algún que otro cañón.» Todos se dirigían, con entusiasmo, al frente de Aragón, tomado casi en su totalidad por los militares sublevados.
De pronto, aquel enfrentamiento suponía una brusca interrupción de las vidas de la gente, de sus proyectos, de sus relaciones. La guerra iba a crear un extraño paréntesis: «Todos dejamos de pensar en lo que habitualmente eran nuestras ocupaciones y preocupaciones». Aunque nadie podía imaginar aquellos primeros días de contienda que el fallido golpe militar se iba a transformar en una cruenta guerra civil que duraría dos años y nueve meses. Tampoco podía imaginarse que aquellos enfrentamientos que en lo sucesivo no respetarían nada ni a nadie suponían el comienzo de una terrible brecha política que quedaría enraizada en la memoria colectiva de los españoles de futuras generaciones.
La primera consecuencia para Ricardo fue que dejó de percibir el acostumbrado giro mensual. Y dejó de tener un hogar fijo pues su familia de acogida se fue de la ciudad. Iba tirando con pequeños donativos que le hacía un familiar, se acostumbró a recurrir a los comedores gratuitos (los Menjadors Populars costeados por la Generalitat) y a dormir al raso, o poco menos. «En aquel primer verano en guerra me di cuenta del grave problema de orden público que tenía el Gobierno. Como no tenía medios para imponerlo ya que fue el pueblo el que venció y desarmó a los militares sublevados, tuve que contemplar, impotente, los numerosos asesinatos que las patrullas, con más número de combatientes y más armas, impusieron en las calles. En el Hospital Clínico se mostraban todos los días para su identificación una docena de cadáveres recogidos por calles y carreteras. Eran las víctimas de los “paseos”, que no tenían más justificación que una rencilla personal o un adeudo. Ya en el otoño de 1936 se vieron, y se sufrieron, los primeros bombardeos, marítimos y aéreos, que sembraban el pánico entre la sociedad civil y exaltaban los ánimos de los verdugos de sacerdotes, empresarios, católicos y gente adinerada.» Las empresas fueron «colectivizadas», ocupadas y gestionadas por los obreros y empleados. No puede hablarse exactamente de una incautación. En muchas de ellas, y sobre todo en las importantes, los dueños habían abandonado su negocio, huido al extranjero o permanecían escondidos. Algo parecido ocurrió con las grandes fincas agrícolas.
La situación de Ricardo siguió siendo muy inestable el resto del año 1936. Ya en la primavera de 1937 y gracias a dos de los hijos del matrimonio que le había acogido, que pertenecían a los boy scouts de Cataluña, le admitieron en la agrupación catalanista, de forma que podía comer y dormir en las instalaciones que éstos tenían en la calle Lledó, en la parte vieja de Barcelona, a cambio de ejercer de portero y de limpiador de las instalaciones. De inmediato se inscribió en el Consell de Sanitat de dicha agrupación y muy pronto se le nombró cap d’escombres, jefe de limpieza. Vestía con el uniforme establecido: camisa caqui, pantalón corto, calcetines altos, botas y pañuelo rojo al cuello. El local de la calle Lledó era un convento requisado: «Tenía un bello patio e innumerables corredores. Creo que nunca los llegamos a recorrer del todo».
En abril de 1937 las tensiones entre las llamadas «patrullas de control» (que dependían de varias organizaciones políticas: CNT, FAI, PSUC y POUM) y las autoridades del gobierno central y de Cataluña alcanzaron un punto peligroso. Dichas organizaciones tenían tropas en el frente y disponían de sus propios cuarteles y de su armamento. Más que patrullar las calles para mantener el orden público, lo que hacían era detener ilegalmente y ejecutar a aquellos que denominaban «fascistas». Era, en todo caso, una forma violenta de justicia popular en la que se unían la incompetencia, el saqueo, las venganzas personales y la resistencia a todo tipo de autoridad legal que no podía por menos que enfrentarse a las intenciones gubernamentales de mantener a las fuerzas de orden público bajo control.
Las hostilidades entre los grupos extremistas, anarquistas y comunistas se iniciaron la tarde del 2 de mayo. Casualmente Ricardo tuvo oportunidad de presenciar el primer choque entre ambas fuerzas cuando se dirigía al local de la calle Lledó. Cruzaba la plaza de Cataluña cuando vio en las puertas del edificio de la Telefónica a un grupo de guardias de asalto y de anarquistas discutiendo acaloradamente. La Generalitat quería recuperar los servicios telefónicos controlados por la CNT-FAI. Los anarquistas se negaban a ceder, mientras milicianos de mono azul, pañuelo rojo y pistolón al cinto se apresuraban a levantar los adoquines de las calles. Una vez que Ricardo llegó al local intercambió impresiones con los monitores de boys scouts allí presentes y con el responsable de la agrupación. Como en la calle Pelayo tenían instalada una caseta de madera donde recibían los paquetes de comida que las familias de combatientes, tanto de Cataluña como del extranjero, remitían a los soldados en lucha, se impuso la necesidad de destacar allí a dos compañeros para impedir que la asaltaran. «Nadie se ofrecía voluntario. Finalmente mi primo Enrique Barber y yo nos dirigimos a la caseta dispuestos a pasar la noche y protegerla de los imprevistos. Aquella noche no ocurrió nada. Sin embargo, a la mañana siguiente Barcelona se llenó de estallidos, de bombazos y del tableteo de las ametralladoras. Las calles se despoblaron al instante.» Ricardo y Enrique, en su caseta, se limitaron a apilar todos los paquetes a lo largo de las paredes y esperar instrucciones, que nunca llegaron. Durante cinco días permanecieron allí, haciendo sus rondas por las barricadas próximas con su brazal de sanidad y el macuto repleto de curas de urgencia. Tan de urgencia eran que consistían en gasas, algodón, yodo y agua oxigenada. Como se hacía imposible comprar nada, Ricardo y Enrique se vieron obligados a buscar en los paquetes de comida destinados al frente. Las noches eran del dominio de las ambulancias. No había luz en las calles, solo la oscuridad y el silencio, roto de vez en cuando por las campanillas de los coches que se dirigían al Hospital Clínico.
Aquella segunda «semana trágica» acabó con el envío por parte del Gobierno republicano de cinco mil guardias de asalto que consiguieron imponer la paz y lograr que las represalias pedidas por los políticos del Partido Comunista contra los anarquistas, los únicos que luchaban contra la militarización, no añadieran más sangre a aquel desgraciado enfrentamiento.8 Lo único positivo que se obtuvo fue el acuerdo de organizar, a partir de ese momento, las actividades de mayor importancia bajo el natural mando de los gobiernos. Hasta entonces habían sido controladas y dirigidas por los partidos extremistas.
Ricardo continuó residiendo en el local de la calle Lledó y empezó a sufrir, como todos, los intensos bombardeos que sembraban de miedo la ciudad. Cuando aquel verano de 1937 se clausuraba el local de los boys scouts no le quedó más remedio que vivir de nuevo a salto de mata. Y eso hasta el 10 de septiembre, cuando fue movilizado. Justo el día que cumplía veinte años. Nuestro joven acudió a la Caja de Reclutas y allí le destinaron a los servicios auxiliares a causa de su miopía. A mediados de diciembre se le comunicaba, por fin, su destino, en la Comandancia Militar. Se incorporó el 16 de diciembre sustituyendo de inmediato al cabo furriel que, al ser útil, lo habían destinado al frente. Su trabajo consistía en distribuir el pan diario para los doscientos hombres destinados en la Comandancia, así como el tabaco mensual de la soldadesca. Grandes panecillos que pesaban 250 gramos, los conocidos «chuscos»,9 con los que Ricardo pudo, por fin, matar su hambre crónica de los últimos quince meses: «No podía quejarme de mi providencial destino —pan, diez pesetas diarias de sueldo y múltiples cambalaches con el tabaco— aunque el inconveniente eran los numerosos bombardeos que, aun dirigidos al muelle cercano, nos daban unos sustos de muerte». De forma que, mientras la guerra estaba moliendo las vidas y las haciendas, el joven Ricardo, que apenas tenía nada que perder, lograba cierta estabilidad respecto de ambas. Pues al inmejorable destino que le habían adjudicado añadió además una residencia fija en una magnífica casa ubicada en Sarriá. Fue otro golpe de suerte: un compañero de Comandancia le propuso a Ricardo compartir con él el encargo recibido por sus dueños de cuidar la casa y habitarla para evitar que la requisaran. De modo que allí se trasladaron ambos jóvenes, que solían coincidir por la noche, al regresar de sus respectivos destinos. «Al poco tiempo las raciones de pan se transformaron en un lote quincenal para un millar de soldados. Yo tenía algo así como un gran economato.» Porque los lotes quincenales, bien surtidos de lo necesario, se cobraban a los soldados que los recibían, de modo que Ricardo no solo debía manipular grandes cantidades de alimentos, sino también recoger el dinero de las entregas de los lotes. Su situación había cambiado tanto en tan poco tiempo que no dejaba de incomodarle al compararla con la progresiva postración que sufría la población barcelonesa.
La guerra había entrado en una etapa de cierta rutina. Los meses transcurrían con el sobresalto de los bombardeos, cada vez más frecuentes y más mortíferos. Éstos unas veces atacaban instalaciones militares, pero otras —y por primera vez en un conflicto bélico— bombardeaban a la ciudad civil, en raids casi siempre caprichosos. Un reguero de bombas cuyo resultado eran víctimas inocentes: mujeres, niños, ancianos que caían heridos o sucumbían a causa de su fuerza expansiva. Ricardo bajaba cada mañana, muy temprano, con su bicicleta a sus tareas de la Comandancia. A mediados de 1938 su trabajo era abrumador: cada vez más suministros, ahora también de verduras (patatas, coles y judías). A primera hora de la mañana debía cargar el pan para la tropa —quinientos kilos por lo menos, en sacos de veinticinco— en un destartalado Hispano-Suiza, llevarlo hasta la Comandancia, distribuirlo, mantener al día la contabilidad... Pero también el almacén de Comandancia se había convertido en un agradable punto de reunión de amigos, de pequeños intercambios. Surgieron algunas relaciones sentimentales. La más duradera fue la que mantuvo con una bailarina, de nombre artístico Lina del Mar, sin talento pero que se desvivía por atender a Ricardo. «Ella insistía en que viviéramos juntos pero yo me negué siempre porque no deseaba ataduras que me comprometieran.»
«Lentamente fue instalándose en el ánimo republicano la convicción de que la guerra estaba perdida.» El ejército franquista se había adueñado de todo el norte de España, mientras Francia e Inglaterra se ocupaban de impedir que llegara a los valientes «gudaris» (que carecían de armas modernas y de aviones) cualquier suministro de material de guerra. Por el contrario, la aviación alemana intensificaba los bombardeos sobre Barcelona, utilizando bombas potentes que podían hundir fácilmente una casa de siete u ocho pisos. Las ciudades republicanas se habían convertido ya en un campo de experimentación de las armas que los países del Eje utilizarían, un año después, en la Segunda Guerra Mundial.
La noche del 19 de marzo de 1938 Ricardo vio y oyó, desde «su casa» de Sarriá, los bombardeos sobre la ciudad con las nuevas y destructivas bombas. Por primera vez notaron que la caída de las bombas iba acompañada de unos preocupantes temblores de tierra. Cuando al día siguiente cruzó la ciudad en su bicicleta vio las calles del centro destrozadas: escombros, árboles caídos, carros volcados, algún tranvía deshecho y cadáveres que quedaban todavía por recoger. Muchas familias huyeron aquel día del centro de Barcelona, con pequeños colchones al hombro, dirigiéndose a la parte alta de la ciudad —San Gervasio, Sarriá, Bonavova— para refugiarse en casas de parientes o de conocidos. A la casa que habitaba Ricardo llegaron más de una docena de amigos que instalaron sus colchones en el suelo. La noche del 21 de marzo los bombardeos siguieron todavía. Cuando Ricardo salió aquella noche de la Comandancia Militar hacia su casa encontró el metro atestado de familias enteras, con sus colchonetas, sus viejos y sus niños. Solo se oían lamentaciones y llantos. De todo el suelo del andén no quedaba libre más que un estrecho paso a lo largo de las paradas de los vagones. En aquella opresiva atmósfera, cargada de sufrimiento e incertidumbre sobre el futuro, Ricardo se puso a llorar.
Todos asistían, impotentes, al desmoronamiento de la República. En septiembre de 1938 hubo, sin embargo, un momento de esperanza. El ejército republicano asombró con su inesperada ofensiva en el frente de Aragón. Sus tropas habían cruzado por sorpresa el río Ebro y se habían apoderado de grandes extensiones de terreno. El objetivo era muy ambicioso, demasiado ambicioso. Consistía en atacar Aragón por el sur y llegar a Zaragoza. El ejército republicano mantuvo durante un breve tiempo el terreno conquistado pero, como era ya habitual, le faltaron medios de transporte para avanzar rápidamente en su ofensiva. Las tropas franquistas, con su abrumadora aviación, fueron castigando a las fuerzas de la República hasta que estas tuvieron que replegarse a los puntos de partida. Se hicieron fuertes en la Sierra de Pandols durante meses pero a costa de numerosísimas bajas. A la batalla del Ebro, la más larga y sangrienta de toda la guerra, fueron destinados los muchachos de la última quinta movilizada por la República, la quinta del 41 conocida como «del biberón». La presencia de los jóvenes de diecisiete años que se veían combatiendo en el frente, inexpertos y con escasas convicciones políticas después de dos años largos de enfrentamiento, presagiaba la derrota final.
Cuando el ejército franquista llegó a Tortosa y aisló Cataluña del resto de España se vio ya todo perdido. La sensación de derrota irremediable se agudizó en Ricardo, y en tantos más, al asistir al conmovedor desfile de retirada de las Brigadas Internacionales: «Fue muy triste pero también hermoso. Una larguísima formación desfiló a lo largo de la Diagonal mientras fuerzas aéreas lo hacían a su vez. Los brigadistas marchaban marcialmente. La multitud se agolpaba a lo largo del recorrido. La gente les entregaba ramos de flores, los aclamaba, las muchachas besaban a los oficiales, se abrazaban a ellos, los niños corrían a su lado...». Era como si la gente necesitara conjurar con aquella muestra de afecto y agradecimiento la enorme tristeza de la derrota, ahora sí que irreversible. «A los pocos días, el 6 de enero de 1939, la festividad de los Reyes depositó en los cuarteles una triste orden del Gobierno: todos los servicios auxiliares que tuvieran un cierto vigor físico, cual era mi caso, tenían que abandonar sus destinos y concentrarse en campos de instrucción. ¿Destino? Desconocido.»
Ricardo, y unos trescientos soldados, fueron a parar a un castillo semirruinoso en el pueblo de Santa Perpetua de la Moguda, a unos quince kilómetros de Barcelona. Allí las conjeturas y los rumores se disparaban constantemente. ¿Qué iba a ser de ellos? «Nuestro habitáculo era sucio y las colchonetas rellenas de paja estaban infestadas de pulgas. A lo lejos se oían los cañones del frente que se acercaba a Barcelona. No estarían a más de ochenta kilómetros.»
La autobiografía de Lezcano reconstruye meticulosamente los hechos: «Una fría tarde, mediado ya el mes de enero, nos hicieron formar a todos. El sol declinaba dibujando en el suelo nuestras sombras derrotadas. Algunos soldados vascos empezaron a cantar una hermosa canción. Siempre optimistas, no les importaba cómo sería la última derrota. Por fin, un jefe aclaró las incógnitas. Se necesitaban nuevos voluntarios para el frente. Los que aceptaran debían dar un paso al frente. Muy pocos lo dieron. Yo no, por supuesto, pero sí lo dieron todos los vascos». El resto de la tropa volvería a Barcelona y se adjudicaría a los soldados, provisionalmente concentrados en el canódromo en ruinas de Horta, nuevos destinos. Ricardo, buscando aquí y allá un rostro conocido, se dio cuenta de que uno de los encargados de los destinos era amigo suyo. Le pidió que no le enviara de nuevo a la antigua Comandancia, por los continuos bombardeos. Se le destinó a un taller militar de reparación de coches donde apenas podía repararse nada porque las alarmas eran ya constantes en toda la ciudad. El taller estaba justo al lado de la fábrica Cinzano que, al sonar las sirenas, los acogía en su refugio. A veces, al cesar los bombardeos los encargados obsequiaban a los soldados con una copa de vermú.
Mal que bien pasaron unos días hasta que llegó el acontecimiento esperado. «Cuando llegué al taller encontré varios camiones cargando la maquinaria que teníamos. Pregunté al jefe qué pasaba y me contestó que el taller se trasladaba a Figueras. Yo sabía que Figueras, a un paso de la frontera francesa, estaba siendo un punto de encuentro de material, tropas y políticos que huían de la inminente llegada del ejército franquista. Le dije al jefe del taller que tenía que acercarme a mi casa para recoger mis cosas. “De aquí no sale nadie”, me contestó. “Pero es que yo vivo a cien metros —en realidad estaba a 6 kilómetros— y en cinco minutos estoy de vuelta.” Aceptó, recomendándome rapidez. Se me presentaba una difícil opción. Si me iba a Figueras, yo sabía que mi destino sería un campo de concentración francés. Decidí pues no volver al taller, lo que en realidad significaba desertar.»
Eso ocurría el 20 o 21 de enero de 1939. Ricardo, que ya no podía volver a la casa de Sarriá, pasó unos días vagando por la ciudad. «El 26 por la mañana, cuando me levanté de mi escondido camastro comprendí que mi inestable situación tocaba a su fin. Toda la noche habían estado pasando por la Diagonal tanques, artillería y camiones. Ahora ya huían desordenadamente. También muchos civiles —hombres, mujeres, niños y ancianos— se agolpaban en las carreteras en dirección a Francia ante los justos temores a las represalias políticas. Huían a pie o en camiones, aunque nadie supiera muy bien cuál sería la reacción del vecino país, por más que muchos la sospecháramos. El sentimiento de derrota, en fin, se había adueñado de todos los republicanos, tanto militares como civiles.»
A primeras horas de la tarde del día 26, Ricardo vio aparecer al primer soldado del bando nacional, un motorista de las fuerzas marroquíes. Al poco rato, empezó a verse gente por las calles hasta entonces desiertas. Unos lloraban y otros daban vivas a Franco. Al atardecer entraban en Barcelona las tropas franquistas por la avenida Diagonal.10 El paso del convoy nacional atraía cada vez a más gente que lo único que deseaba era dejar atrás la pesadilla vivida. Pero muchos catalanes permanecían encerrados en sus casas, atemorizados, haciendo cábalas sobre su futuro inmediato. En las calles, soldados, falangistas, gente de paisano, mujeres jóvenes... apretados y revueltos saludaban desde los camiones que avanzaban hacia la plaza de Cataluña, brazo en alto, gritando la victoria, seguros del inminente fin de la guerra. (La noche de la «liberación» de Barcelona, como se la llamó de inmediato del lado vencedor, será un episodio descrito en La isla y los demonios e inspirado sin duda en la experiencia vivida por Ricardo Lezcano y que este evocaría más de una vez y con todo detalle a Carmen Laforet durante los meses de verano de 1939.)
Durante toda la noche estuvieron desfilando por la Diagonal tanques, camiones y piezas de artillería. Al día siguiente ya habían cruzado la ciudad e instalado sus cuarteles más allá de Barcelona, en dirección norte. Las tropas franquistas avanzaban rápidamente hacia la frontera francesa. La Segunda República se venía abajo. Ricardo consiguió por fin establecer contacto con Las Palmas, con su padre y el resto de la familia. Quedaron en enviarle dinero aconsejándole que fuera a ver a un pariente, teniente coronel de artillería y al que acababan de destinar a Barcelona. «Eso hice, lo vi en su universo militar, tras una mesa y profusión de oficiales que entraban y salían con órdenes, consultas y papeles. Yo iba todavía vestido de soldado, pero sucio y desaliñado. El tío Paco me saludó desde su mesa —no nos conocíamos— y debió de ordenar que le dejaran solo. Ya sin testigos a la vista, se levantó muy sonriente y me abrazó con grandes muestras de afecto que más adelante se confirmarían.» Y sigue Ricardo: «A los pocos días me presenté, no sin inquietud, en un puesto militar del ejército vencedor. Con el asombro que es de suponer resultó que los mandos militares eran en gran parte oficiales de nuestra Comandancia Militar.11 Varios me reconocieron y me saludaron afectuosamente. El hecho de que yo siempre atendiera sus esporádicas peticiones de un “chusco” extra me sirvió de afortunado salvoconducto. Así, mi “depuración” quedó resuelta en un instante».
En marzo de 1939 Ricardo preparaba ansiosamente su viaje hacia Las Palmas y hacia su familia, a la que no había visto desde 1935. Sin que la guerra hubiera terminado todavía, era aconsejable no correr más riesgos de los inevitables, de modo que decidió ir en tren hasta Cádiz, dando un largo rodeo por la Península.12 El viaje duró siete días porque los trenes hacían constantes paradas para dar preferencia a los convoyes militares: «dormíamos por turnos en los asientos infestados de piojos y no me acuerdo del relevante capítulo de la comida que debió de resolverse de algún modo». Por fin, ya en Cádiz, Ricardo emprendió la última etapa de su viaje a Las Palmas en un viejo buque de carga.