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5 VERANO DE 1939 ENCUENTRO Y FUGA DE LAS PALMAS

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Lezcano llegó a Las Palmas la noche del 13 de marzo: «A mi padre y a Carmen, mi madrastra, los encontré más o menos como yo los recordaba, pero mi hermano Pedro había experimentado el gran cambio que va de los catorce a los dieciocho años. Mi hermano Paco tenía un año cuando nos separamos, y a los otros dos hermanos, Santiago y Miguel, no los conocía pues nacieron durante la guerra». En Canarias la guerra no era más que una sombra, un eco de la virulencia con que se sufría en la Península, aunque el tema fuera obsesivo entre la gente que comentaba los titulares de los periódicos y alimentaba toda clase de rumores y leyendas de uno y otro lado. La familia Lezcano se había instalado en un chalé próximo al de la familia Laforet y el padre de Ricardo lucía el mismo anillo de cobre que Eduardo Laforet, distinción que poseían aquellos que habían contribuido económicamente a las arcas del Movimiento Nacional. Ricardo se quedó muy sorprendido del giro político paterno. Lo recordaba un hombre de izquierdas, socialista, admirador de Pablo Iglesias y decidido germanófobo y, sin embargo, ahora lo veía defender unas convicciones que él entendía claramente fascistas. Hablaba de los «rojos» con la saña de la intoxicación ideológica. En resumen, el reencuentro de padre e hijo no fue lo esperado. Los comentarios que le hizo su padre en las primeras conversaciones mantenidas por ambos resultaron de muy difícil encaje para él, que seguía siendo leal a sus ideas socialistas.

En cualquier caso, Ricardo, con veintiún años, se consideraba un privilegiado por haber conocido de cerca «una revolución romántica que defendía la solidaridad» y no podía aceptar la intolerancia de su padre ante la derrota republicana. El diálogo entre ambos estaba lleno de incomprensión por ambas partes, de forma que muy pronto él en Las Palmas, con tantos recuerdos vívidos de la guerra en Barcelona, se sintió completamente desplazado. Y tomó la decisión de regresar a la Ciudad Condal pasado el verano para seguir allí con sus estudios y su vida. Solo quedaba pues disfrutar de unos meses de calma y de diversión antes de asumir de nuevo las obligaciones que conlleva toda autonomía. El único que le comprendía era su hermano Pedro, que sentía una gran admiración por él, de modo que la relación entre ambos se afianzó definitivamente.

A unos quinientos metros de la casa de los Lezcano estaba el chalé alquilado de los Laforet. Ninguna de las dos residencias era lujosa ni tenía pretensiones de serlo pero sí eran casas que denotaban una cierta posición social. Un día, a finales de marzo, Ricardo conoció a Carmen Laforet. Se la presentó su hermano Pedro, compañero de estudios en el instituto. «Tenía diecisiete años, un pelo rubio revuelto y una sonrisa que dulcificaba las líneas duras de su rostro.» Los dos vivían en El Monte y coincidían a veces en la vieja guagua que hacía el trayecto hasta Las Palmas, o de vuelta a Tafira. Carmen la tomaba diariamente para ir al instituto si es que las clases no habían terminado, pues Blasina les tenía prohibido a sus hijastros que fueran en coche con su padre a la ciudad. Ellos debían ir y venir siempre en el «coche de hora» para evitar una intimidad entre padre e hijos de la que ella, la terrible esposa, pudiera sentirse marginada. La venganza de Carmen vendría años después, en sus novelas, al desahogar en las múltiples figuras de la madrastra la sostenida humillación vivida a su lado.

Carmen mantiene en sus recuerdos haberse acostumbrado a prescindir del autobús e ir hasta el instituto, ubicado en Vegueta, andando.1 Un recorrido de unos diez kilómetros con algún repecho costoso de subir. Cortando el largo trayecto por senderos podía reducirse la caminata a cinco o seis kilómetros, pero resulta improbable que llevara a cabo la excursión más que muy ocasionalmente, pues suponía no menos de dos horas de duro ejercicio. En todo caso, el contacto con el sol, el aire libre, el mar próximo, tan potenciados por su padre a lo largo de su infancia, ejercían un efecto indudablemente benéfico en el ánimo de Laforet. Aunque de ello se resintieran las clases en el instituto, pues al llegar tarde los «novillos» se imponían a veces como única y discreta solución. Pero el ejercicio le era siempre muy necesario a la joven, que dejaba en sus caminatas que su espíritu divagara libremente experimentando la excitación que proporcionan los primeros pasos en el camino de la ensoñación y la autonomía.


Verano de 1939, Las Palmas. Laforet tiene 17 años y es una gran aficionada a la natación, por influencia paterna. Vive intensamente las emociones propias de una adolescente: ansiedad, turbación erótica, deseos de ver mundo… A todo ello se le añade su afición a la escritura y su pasión por la amistad.

Fuente: El Museo Canario.

El llamado «coche de hora» era una «jardinera» que salía de una plazoleta, con un enorme ficus en el centro, situada en el margen derecho del barranco Guiniguada. Ricardo podía divisar la silueta de Carmen desde lejos pues el autobús, descubierto por los lados, permitía ver fácilmente a sus pasajeros. Los dos jóvenes empezaron a abrirse el uno al otro, comprobando que tenían experiencias comunes, la principal de las cuales era sin duda que ambos se habían criado sin madre. «Allí empecé a conocer a Carmen. Me encantó su inocencia, su sonrisa perenne, sus ideas sobre la vida, su orgullo y la propia estimación que sentía.» Por su parte, a Carmen le sedujo de inmediato la seguridad que transmitían los movimientos de Ricardo y fácilmente pasó a ocupar sus pensamientos. A Pedro Lezcano, el carácter vehemente y apasionado de Carmen le llamaba mucho la atención, la veía como una «motocicleta sentimental» por su forma de ilusionarse de inmediato con las personas que conocía y que le agradaban. Pero es que a los dos les gustaba la literatura, analizaban y comentaban lo que leían, y también escribían. Ambos jóvenes soñaban en sus propios proyectos de vida. ¿Qué decir de la importancia del primer amor? Es una fuerza que crece poderosamente en el interior del joven hasta hacer gravitar toda su vida alrededor de esa potencia ciega que exige ser satisfecha. Dos años después, Pedro Lezcano evocaría en una carta a su hermano las felices experiencias del verano del 39: «Ayer, en el cumpleaños de Maruja Lezcano me invitaron a tomar unos vasitos de vino dulce. Conocí en la pequeña fiesta a Blasina y al nuevo hermano de Carmen Laforet. Hasta más de las nueve estuvimos Carmela [Lezcano] y yo vagando a la luz selenita, entre el aroma de heliotropos, el olor que, dice, despierta su temperamento de odalisca. Entramos en la casa de Laforet, y nos columpiamos largo rato en el evocador columpio. Numa, la perra negra y descompuesta, acudió a rascarse en mis pantalones. Todo estaba igual. Esperamos, pero no aparecieron las dos figuras que debían completar todo aquello. Ni tú ni la ingenua de nariz romana».2

Carmen había dado entrada a Ricardo en su grupo de amigas conocido como «el grupito», integrado por Lola de la Fe, Carmen Lezcano, Matilde Benítez,3 Yoya Caballero4 y Julia Cuenca. El centro de reunión solía ser en la casa de Yoya, un precioso chalé pintado de color rojo inglés, rodeado de un jardín fabuloso. Allí, en «el cuarto bohemio» de Yoya, solían hablar de sus cosas, escuchar música en la gramola, bailar y reírse por cualquier nimiedad. A veces iban al hotel Santa Brígida cuyos tés danzantes eran famosos. O bien se desplazaban a Las Palmas junto a otras aficionadas al baile: Carmen Lezcano (prima de los dos hermanos), Pedro, Stella Wyttenbach (de padre suizo; su madre5 era hermana de la madre de Carmen Lezcano), Pinito García... Otro escenario habitual de sus pequeñas fiestas los fines de semana era el de Las Cuevas, en la playa de Las Canteras, un local amenizado por un terceto musical que a los jóvenes les sonaba extraordinariamente bien. Carmen Laforet bailaba casi exclusivamente con Ricardo. Era su pareja, aunque todo lo que había en ella de niña burguesa y advertida por su madrastra la ayudaba a mantener su entusiasmo bajo control.

Pero Carmen y Ricardo iban intimando, paseaban por El Monte, se bañaban en la playa de las Alcaravaneras o iban a bailar a Las Cuevas. Dos meses después de la llegada de Ricardo a la isla, la relación sentimental entre ambos era un hecho ante sus amigos, aunque vivirla a su edad significara a menudo compartirla con la pandilla y no quedar fuera de los recelos que suele generar el que alguien se quiera salir de ella y de la dinámica que cualquier grupo crea a su alrededor. No siempre Carmen y sus amigas podían estar, en esta naciente etapa de su vida, en la misma longitud de onda. Ella estaba siendo claramente precoz en su forma de sentir y comportarse, justo lo contrario de lo que apunta en su autobiografía. Lezcano recuerda en la actualidad ser consciente de que la relación no podía ir más allá de aquel verano, pues sus intenciones, aunque secretas, estaban claras: muy pronto se iría de Las Palmas: «Yo no pensé que aquella relación se formalizara sentimentalmente, en parte por la desesperada nostalgia que yo sentía por la Barcelona que había favorecido mi independencia familiar. Quería regresar como fuera». Pero para ella la relación con Ricardo representaba la materialización de sus fantasías, gestadas en la soledad afectiva más profunda y concretadas gracias a la influencia ejercida por Consuelo Burell: ella también iría a Barcelona, donde vivían sus abuelos, a estudiar, sería libre e independiente y viviría su momento. Era una idea tan poderosa que ardía en su cabeza cuando las discusiones con Blasina y con su padre se hacían más violentas o ambos la castigaban sin salir por cualquier desobediencia. Lo cierto es que su padre, las veces que ella había manifestado su intención, se negaba terminantemente a dejarle concebir por el momento la más pequeña esperanza. En el futuro ya se vería.

Carmen reivindicaba ante Ricardo la pureza de sus sentimientos en una carta fechada el 13 de mayo de 1939: «Es verdad que me he encontrado a temporadas sola hasta morirme. Es verdad que he estado sedienta de cariño... pero a veces yo misma he tenido la culpa. Nunca acepté limosnas de afecto, nunca jamás».6 La carta, redactada en el enfático lenguaje característico de la edad y la época (sed de cariño, limosnas de afecto...), es demasiado retórica para comprender sus verdaderos sentimientos. Pero es notable su tono orgulloso con el que sale al paso de algunas observaciones que Ricardo le había escrito en los márgenes de la novela Climas, de André Maurois, que ella le había prestado. La novela entonces figuraba en todas las bibliotecas de la burguesía española y se había convertido en un libro influyente para el grupo de jóvenes: «¡Cuánto, cuantísimo hablamos de ese libro! Hasta llegamos a seguir las indicaciones de Maurois, aquello de “Lo que me gusta de ti, lo que no...”», recuerda Dolores de la Fe. De modo que bajo la influencia de la novela, Carmen llamará Dick a Ricardo, al igual que Odile llama Dickie a su marido, Philippe Marcenat. Y Ricardo encontrará semejanzas entre la escurridiza figura de Odile Malet, la protagonista de Climas, y la joven Laforet. Odile es una muchacha de belleza etérea y angelical también cercada por la animadversión de su madrastra que la ha conducido a encerrarse en sí misma. Sin embargo, cuando manifiesta sus sentimientos lo hace de una forma vehemente. Está poseída por el gusto por la vida, carece de disciplina y teje a su alrededor una atmósfera de misterio permanente tan seductora como inquietante. Sus palabras son siempre medias palabras que sugieren el secreto de sus pensamientos y acciones sembrando los celos de su marido, que no por ello deja de amarla. Odile es independiente al tiempo que inconstante y olvidadiza. Vive anclada en el presente. Carmen se reconoce en muchos de los rasgos de la bella Odile, y muy especialmente en su ambivalencia, y así se lo dice espontáneamente a Ricardo en una nota de las muchas que debieron de cruzarse: «Así soy yo también, amor mío, una batalla y una tormenta, un puñado de sentimientos siempre en lucha. Los días de tregua o de arco iris me visto de blanco y el mundo es una maravilla».

Pequeñas rencillas al margen, las dulces tardes de verano transcurren rápidamente y cada vez hay una relación más estrecha entre Ricardo y Carmen. Con frecuencia nadan juntos y sienten que, con la nueva intimidad que la desnudez y el baño les proporcionan, el mar es más cálido y aún más acogedor que de costumbre. Carmen siente que el mar está también de su lado. Y aprovechando la intimidad de hallarse ambos en un pequeño bote de remos propiedad del padre de Carmen se dan el primer beso, observado por algunos pares de ojos. La noticia muy pronto estará en poder de las amigas que la censuran y, lo que es peor, llega a oídos de Blasina, que la encierra en su cuarto varios días sin salir descalificando soezmente su conducta. Laforet se revuelve amenazando a su padre, entre lloros, con una fuga.

El creciente enfrentamiento entre Blasina y Carmen estaba volviendo a la joven feroz y descarada, de forma que la situación no hacía sino empeorar. Lo cierto es que el comportamiento de Carmen con Ricardo estaba libre de fingimientos e hipocresía: «Carmen besaba a Dick delante de nosotras sin problemas y esto a las amigas más puritanas las afectaba muchísimo. Lo normal entonces era aprovechar fugazmente algún rinconcito oscuro o las últimas filas del cine, y eso cuando se trataba de un novio formal, o sea encaminado ya al matrimonio».7

Ricardo y Carmen estuvieron algunos días sin poder verse. Ella podía salir de casa y vagar por el jardín pero tenía prohibido traspasar la verja de hierro del portón de entrada. Sin embargo, consiguió hacer llegar a Dick alguna nota apasionada en la que evocaba detalles compartidos, o bien le decía que lo echaba de menos con todas las reservas que imponía la época a una muchacha: «Solo podría decirte una cosa que tú sabes muy bien y que me sueles decir en inglés... pero escribiendo no me gusta»,8 le comenta, lamentando esta vez que no puedan verse porque Ricardo está con anginas. Ese I love you que Ricardo le debía de susurrar al oído no tenía tal vez la contundencia y el compromiso de un «te quiero» en castellano. El efecto de las palabras, sin embargo, flotaba entre los jóvenes...

En la segunda quincena de agosto, Ricardo no tiene más opción que informar a Carmen de sus planes de futuro y de su inminente marcha a Barcelona. Su padre había autorizado que prosiguiera sus estudios en la Ciudad Condal, aunque cualquier proyecto en aquellos momentos resultaba provisional pues la guerra mundial parecía inminente y nadie dudaba de que España participaría en ella. El padre de los Lezcano había aceptado de buen grado, no solo eso sino que se llevara consigo a su hermano Pedro, que deseaba seguirle allí donde fuera. Pero la decisión del joven sembró un primer momento de sorpresa y estupefacción pues llegaba después de unos días vividos con una intensidad especial, aprovechando que el padre de Carmen y su madrastra habían viajado a la Península y no había nadie para agriar su felicidad. De inmediato surgió el dilema entre irse con él o quedarse: «A veces en la vida se presenta el momento único, terrible, del dilema»,9 escribirá pocos días después recordando las dudas previas a su toma de decisión. Que, por otra parte, fue rápida: «Yo me voy contigo»,10 le dice la joven. «Yo estaba segura de que si te ibas, te perdía para siempre, y contigo todas mis cosas claras», evocará en una carta a Ricardo.11 Pero, como ya se ha dicho, la idea de ir a estudiar a la Península, fuera Madrid (por influencia de Consuelo Burell) o Barcelona (donde vivían sus abuelos), no era nueva, ni mucho menos, en ella. Las tensiones con Blasina habían sido desde el principio motivo suficiente para pensar en alternativas. Barcelona, como señala Inmaculada de la Fuente,12 se había ido configurando como un espacio soñado, sede del paraíso familiar anterior a la catástrofe, la esencia de un mundo verdadero y afectuoso. Hasta aquel momento en las conversaciones mantenidas con su padre este se había limitado a posponer la propuesta para «más adelante», todo pasaba porque se acabara la guerra, se restableciera la normalidad civil y Laforet alcanzara su indispensable mayoría de edad. Pero la posibilidad de una guerra inminente, en la que nadie sabía si España podría permanecer neutral, haría difícil que la dejaran viajar sola, cruzar el mar... El dilema estaba claro: o ahora, o tal vez nunca. La decisión de Dick precipitaba las cosas, cierto, pero también proporcionaba a Carmen el empuje que hasta ahora le había faltado para insistir hasta donde hiciera falta.

La decisión de Carmen no dejaba de preocupar a Ricardo pues, aun sintiéndose muy inclinado hacia ella, no se le escapaba la juventud de la temeraria muchacha y las consecuencias que podía traer el hecho de irse con él a Barcelona. «Me di cuenta de que nuestro romance había calado muy hondo en ella. Y además Carmen era muy lanzada sentimentalmente.»13 El cambio de planes alteraba el proyecto de Ricardo de una vida libre y sin cargas por el momento, al tiempo que no podía tampoco evitar sentirse algo culpable de la situación creada. Y la aceptó.

El problema era encontrar el modo de lograr también, como el propio Ricardo, la autorización de su padre para el curso próximo, teniendo en cuenta que le había quedado la asignatura de latín suspendida y que, por tanto, no había terminado todavía el bachillerato ni había podido examinarse de la reválida del mismo. Sin embargo, en un par de semanas cumpliría dieciocho años, una edad importante para una joven aunque desde luego no suficiente para hacer su voluntad. Durante la República la mayoría de edad de las mujeres se había equiparado a los hombres —veintiún años— pero el régimen de Franco revocó de inmediato este logro recuperando los veintitrés años como la edad en que las mujeres adquirían su mayoría de edad. A Carmen le faltaban nada menos que cinco años para alcanzar esa situación ideal.

Deseosa como estaba de vivir la experiencia del amor que sentía por Dick con la mayor plenitud, en algún momento debió de surgir en su mente el recuerdo de una indiscreta y comprometedora carta que la futura escritora había localizado en la biblioteca paterna. Una carta que su madrastra, Blasina La Chica, dirigía a don Eduardo y que probaba la relación adúltera de su padre con la antigua peinadora de doña Teodora, tal vez algo más. ¿Amenazaría Carmen a su padre con el escándalo de hacer público el contenido de la misma si este no cedía a su voluntad de ir a estudiar a Barcelona? ¿De qué no sería capaz ella por el amor de Ricardo, por no separarse de él, por vivir el momento que le había aconsejado su profesora Consuelo Burell? La noche en que tomó la decisión —«la noche más angustiosa de mi vida»—,14 después de hablarlo con él, de pensar en los pros y los contras de salir juntos de la isla, Carmen pasó unas horas terribles. Estaba aguardando la llegada de su padre y de Blasina de su corto viaje veraniego a la Península. «Pasé la noche sin dormir, con los ojos redondos, abiertos, doloridos, pensando, con el corazón latiéndome de un modo espantoso.»15

Se levantó de la cama de un salto cuando los oyó llegar de madrugada y de una forma atropellada, casi sin aliento, pero procurando no ofender excesivamente a su padre con sus palabras, le expuso la situación de forma que don Eduardo comprendiera que no tenía otra solución que dejarla partir inmediatamente, aquella misma noche si era posible. Las facciones de su cara habían adoptado una expresión muy dura y desafiante. «Yo no sé cómo pudo ser... pero le convencí.»16 Al principio don Eduardo la miró con algo más que extrañeza: ¿se había vuelto loca su hija soltándole aquellas barbaridades?, ¿de dónde había sacado la carta?, ¿cómo le había perdido de ese modo el respeto? Pero a medida que su hija mayor iba hablando, exigiéndole su autorización, razonándole su necesidad de salir de la isla y dejar atrás una atmósfera familiar asfixiante y hostil para ella, convenciéndole de su inminente (y siempre relativa) mayoría de edad, don Eduardo se quedó primero espantado y, finalmente, accedió. Quizá viera en la pasión que Carmen ponía en sus palabras la marca de una fuerza invencible. En todo caso, la condición que le impuso era que ella misma resolviera todos los trámites relacionados con el viaje. Si era capaz de arreglar sola sus papeles, podría irse; de lo contrario, no. Él no quería saber nada ni pensaba mover un dedo. Evidentemente aquella misma noche, como pretendía la enfebrecida joven, ya con su maleta preparada para el viaje, no podía ser. Al día siguiente el padre de Carmen, todavía aturdido por la escena de la noche anterior, escribió a sus padres avisándoles de que era probable que su nieta llegara a la Ciudad Condal para seguir sus estudios universitarios en los primeros días de septiembre. Después acordaría con su hermana Encarnación una cantidad mensual de doscientas pesetas, que Carmen recibió siempre puntualmente, para poder mantenerse.

El primer barco que salía de Las Palmas era el Dómine y en él viajaban los hermanos Lezcano, a los que Carmen deseaba con todas sus fuerzas acompañar. «Hubiera sido demasiado completo» encontrar pasaje en aquel barco y... «a mí no me salen así de redondas las cosas». El pasaje del barco a las alturas del 21 o 22 de agosto ya estaba completo, de modo que Ricardo y Pedro partieron solos el día 28 del mismo mes.17 Carmen los despidió en el puerto excitada, pensando en reunirse de nuevo con su novio muy pronto. La pareja se despidió hasta cuatro veces. Lo habían hecho en privado, en casa de Carmen horas antes de que se desarrollara la escena descrita, intensamente abrazados en un diván, porque nada enciende tanto la sangre como una despedida inminente. «En ese momento es cuando yo me sentí más cerca de Carmen, fue el momento más intenso de nuestra relación, y el de mayor ardor sexual.» Luego la pareja volvería a despedirse en pandilla, en el muelle, en la escalerilla del barco...

Los días que siguieron a la partida de los hermanos Lezcano fueron extrañísimos para Carmen. Con el alma tirante, sintiéndose rara en cualquier lugar, estando y no estando ya en Las Palmas, incapaz de entusiasmarse con las cosas que la habían conmovido unos pocos meses antes, súbitamente adelgazada por el nerviosismo, la joven tuvo ocasión de comprobar, sin embargo, que su viaje importaba poco a cuantos la rodeaban. Apenas podía comentarlo con nadie. Su madrastra Blasina experimentaba un alivio indecible al pensar que se libraba de ella. Por fin se iba lejos su más inmediata competidora en los afectos de don Eduardo. Su padre guardaba un silencio lógicamente dolido, mientras que sus amigas se hallaban inmersas en sus propias pasiones y se mostraban más o menos indiferentes, quién sabe si distantes, a la gran aventura de Carmen. Parecían más bien temerosas de su comportamiento: «Matilde Benítez y Julia [Cuenca] viven sus sensaciones propias y no las creo tan egoístas que no se alegren o se emocionen o se enternezcan con las personas que quieren y por eso ahora estoy bien segura de que yo no soy de esas personas para ellas...», sigue escribiendo a su antigua profesora Consuelo Burell en la valiosa, imprescindible carta que recoge las intensas experiencias de sus últimos días en Las Palmas y que revela el grado de confianza y libertad de Carmen en su «queridísima profesora». Lo cierto es que había vivido en Las Palmas toda su infancia y adolescencia y, sin embargo, tenía la sensación de que apenas a nadie importaba de verdad su partida. ¿Echaría de menos el viejo y cercano volcán de la Caldera de Bandama los frecuentes paseos de Carmen por sus alrededores?

Porque tampoco su amiga Carmen Lezcano, prima de Ricardo y Pedro, y compañera de estudios, podía compartir con ella las emociones de esos días previos a la gran aventura. Era una joven espigada, morena al estilo de las muchachas del pintor Romero de Torres, y la sonrisa un tanto torcida. En estos momentos se encontraba en La Palma, echando de menos los días de verano pasados en pandilla.18 El 20 de agosto había escrito a Laforet una pomposa carta que empezaba: «Como a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor...»,19 añorando el tiempo transcurrido con los amigos palmesanos y especialmente junto a sus primos, por los que sentía Carmen Lezcano un afecto especial. La única que se mostraba leal a su amiga y en disposición de acoger y compartir la excitación de Laforet era Lola de la Fe, otra joven fruta de aquel árbol de jóvenes formadas en torno a la influencia de Consuelo Burell. Una foto de las dos amigas tomada la víspera de la partida sirvió para dejar constancia del final de una etapa: la encargaron a un fotógrafo ambulante de los que todavía se cubrían con un trapo negro al disparar la cámara, permanentemente ubicado en el Parque de Santa Catalina. Allí están las dos amigas sonrientes junto a un pequeño caballo de cartón (por su baja estatura Carmen ha podido subirse a él mientras Lola permanece de pie).20 La decepción sufrida a raíz de la indiferencia que percibe en el grupito de amigas la elaborará en su carta a Consuelo Burell.

Los preparativos del viaje continuaban y las complicaciones también. El testimonio de Carmen, escrito al hilo de los acontecimientos, no deja lugar a dudas: «Yo no he conocido una emoción más loca, más embriagadora y más de pleno triunfo que esta que se siente de ir apartando obstáculos para una fuga...».21 Porque, en efecto, había múltiples obstáculos que salvar: el traslado del expediente académico a Barcelona, la cuestión del pasaje en el buque correo, del salvoconducto que permitiera obviar su minoría de edad. Detalles descritos con toda precisión en la tercera parte de La isla y los demonios. También había que preparar el equipaje, cosa que hizo con la ayuda de Lola de la Fe. En la maleta Carmen puso su ropa (toda de medio verano pues en Las Palmas no se conoce el invierno), pequeños recuerdos personales, sus libretas y algunos libros que tomó de la biblioteca paterna y que ya siempre la acompañarían: el primer tomo de En busca del tiempo perdido en la traducción de Pedro Salinas, algunos volúmenes de novela picaresca, Azorín, Pío Baroja...

Don Eduardo nombró tutora de su hija en Barcelona a su hermana Encarnación, soltera, de cuarenta y seis años, maestra de profesión aunque no de ejercicio,22 una mujer de mucho carácter que vivía con sus ancianos padres en el domicilio familiar de la calle Aribau y que tenía fama de andar siempre entre monjas e iglesias. Su deseo de ser útil la haría cursar estudios de enfermería en 1940, cuando su padre necesitaba del auxilio de un practicante por problemas de salud. Pero su intensa vocación religiosa y de servicio al prójimo había encontrado hasta entonces el fuerte impedimento paterno. La noticia no hizo más que aumentar la excitación de Carmen: ¿cómo se las arreglaría en Barcelona para verse con Ricardo, hurtándose a la vigilancia de su tía y tutora? Fue la optimista y siempre dispuesta Lola de la Fe quien le hizo ver que yendo a clase siempre encontraría la manera de verlo.

Ran, ran, ran...

¡me siento feliz!

Ran, ran, ran...

¡me siento feliz!

Mi vida, mi vida, mi vida...

¡es toda para ti!...

Era la canción que Ricardo y Carmen cantaban a todas horas, en la playa o de vuelta a Tafira por los atajos y que siempre acababan a carcajadas, felices. La canción vuelve a los oídos de Carmen. Ahora la canta con su amiga Lola sin poder disimular la alegría que siente ante las maravillosas expectativas que se le ofrecen: «Si había una persona destinada a correr por el mundo, esa era ella», puede leerse en las últimas páginas de La isla y los demonios refiriéndose a Marta Camino. La canción tiene un poder mágico y los temores de Carmen ante la imponente aventura que va a vivir se diluyen de nuevo en la confianza y en el amor depositados en Dick. La futura escritora es consciente de que una etapa de su vida está a punto de cerrarse: «En cuanto salga de aquí entraré en otra parte de mi vida. Se habrá cerrado un libro muy lleno de cosas mías, ahora escribo el epílogo. Y me angustia un poco, me hace sentir extraña y me gustaría escribir todo lo que me pasa, solo por el placer de no sentirme sola...», recapitula en su carta a Consuelo Burell.23 Ese libro lleno de cosas suyas vinculadas a la isla que a Laforet le gustaría escribir será sin duda ninguna su segunda novela, La isla y los demonios.

Finalmente llega el tan anhelado día de la partida, el 5 de septiembre de 1939. En el muelle la despiden poco antes de la medianoche su padre y sus amigas Lola de la Fe y Julia Cuenca. Su madrastra ni siquiera se toma la molestia de acompañar a su marido y se limita a desearle, con toda la intención, buen viaje a su hijastra. La verdad es que Carmen en ese momento se siente completamente indiferente a la actitud de su madrastra y a la indiferencia que le muestra. Está más que acostumbrada a sus desaires y ella sabe que ya no se van a repetir. Apenas volverán a verse. Sale de su casa de Tafira sin el menor asomo de añoranza. Por fin puede dejar atrás a la bruja que ha oprimido sus años adolescentes,24 aunque también gracias a ella y a su indiferencia ha disfrutado de una libertad inusual entre las jóvenes de su edad. Tan solo una duda en su interior: ¿aprobaría su madre su partida?

Muy pronto, en medio de la noche, las siluetas de los seres queridos se irán borrando de la vista de Carmen, asomada a la barandilla del barco. La ciudad también se aleja bajo las estrellas que se funden con el muelle y ella vive la situación emocionada, con una gran alegría: en su interior sigue cantando en alto su canción blanca (ran, ran, ran...). Se siente libre ante su juventud. Libre y enamorada.

Carmen Laforet. Una mujer en fuga

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