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PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

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Días después de publicar Carmen Laforet. Una mujer en fuga, llegó a nuestras manos un sobre certificado que contenía 44 cartas de la escritora dirigidas a Elia María González-Álvarez y López-Chicheri, más conocida como Lilí Álvarez, junto a tres cartas de la excepcional tenista, las tres relacionadas con los motivos de la ruptura de su amistad, ocurrida en octubre de 1958. En la actualidad, estas cartas están depositadas en el archivo de la Asociación de la Prensa de Madrid. Y quien las enviaba, el profesor y periodista Bernardino Hernando, las tenía en su poder desde hacía 30 años y esperaba una señal que indicara su posible destino. Hernando había sido el secretario de una fallida fundación promovida por la propia Lilí Álvarez y que debía preservar, entre otros materiales, su importante correspondencia, hoy desaparecida. Al leer nuestra biografía de la escritora, comprendió que lo mejor era que sirvieran para completar la historia. Aunque sabíamos de la importante amistad antes de la publicación de la biografía, no se conocían los detalles de dicha relación, decisiva en el cambio de orientación ideológica de una de nuestras principales novelistas de posguerra. ¿Qué no hubiéramos dado Israel RolónBarada y yo misma por confirmar la existencia de esa correspondencia y conocer el contenido de esas cartas cuando preparábamos el capítulo del libro centrado en su amistad e influencia mutua? Ni siquiera los sobrinos y herederos de la aristócrata tenista, a quienes entrevistamos en persona en Madrid durante el otoño de 2008, tenían conocimiento de la existencia de esta correspondencia entre Laforet y Álvarez. Pero la luz que arroja un nuevo epistolario siempre ofrece más de una lectura, y si no llega a ser por la publicación del libro, es probable que nada se hubiera sabido de la intensidad de los sentimientos cruzados entre ambas mujeres en un tiempo tan represivo de la libertad moral de los individuos como fue el franquismo.

La primera novela de Laforet, Nada, había sorprendido en 1945 por la franqueza con que piensa su protagonista, Andrea, una joven rebelde a las consignas y a los miedos de sus mayores que busca su propio camino de la mano de su mejor amiga, Ena, personaje inspirado en una amistad real de la joven Laforet, Linka Babecka. Ena es quien mueve los sentimientos de Andrea, quien tiene la llave de su felicidad. Nada es un relato escrito en clave existencialista mucho antes de que a España llegaran los primeros libros de Sartre o de Camus. Y tuvo un éxito arrollador, pero también ocasionó a la joven Laforet muchos quebraderos de cabeza porque su familia paterna se vio retratada en la novela y la imagen que se desprendía de ella no les gustó, no les podía gustar, lógicamente. De forma que a raíz de la publicación de esta primera novela surgió un distanciamiento en las relaciones con su sobrina, al verse retratados de una forma tan ácida y amarga. Las miserias íntimas y familiares, algunas propias de la inmediata posguerra, se convertían en una experiencia de dominio público y al alcance de cualquiera. Por otra parte, en Nada se sugerían sentimientos de difícil justificación en los años cuarenta. Podría decirse que la joven Laforet quedó aturdida, o mejor dicho, atrapada entre dos fuegos: el familiar y el suscitado por la lectura de la novela en torno a la sexualidad de su famosa protagonista, Andrea. Años después seguía en estado de shock: ¿cómo escribir sin arruinarse la vida, sin hacer explícito lo más íntimo de su carácter, que era precisamente uno de los motores de su escritura? Pero algo sucedió que aliviaría su conflicto.

Fue una tarde de domingo, junio de 1951. Carmen Laforet tenía veintinueve años, estaba embarazada de su cuarto hijo y acudió con su marido, el periodista Manuel Cerezales, a una reunión de amigos en casa del poeta canario Claudio de la Torre y su mujer, la escritora Mercedes Ballesteros. De pronto, la anfitriona anunció a los presentes que una de las invitadas les iba a leer unas cuartillas. No tendría nada de particular el anuncio, los escritores reunidos en la casa eran varios, pero la gracia estaba en que su autora era una tenista muy famosa, Lilí Álvarez, que hasta 1940 había vivido fuera de España. Una mujer en fuga reconstruye por primera vez su apasionante historia vital. Laforet se disgustó: detestaba las encerronas de este tipo, en las que todo el mundo se veía obligado a escuchar primero y halagar después al autor del texto leído. Pero no hubo más remedio que disimular. Mientras leía, Laforet observó a la deportista, una señora que le pareció guapísima: alta, esbelta y con unas piernas «de maravilla». Lilí Álvarez era mayor que Laforet, cuarenta y seis años muy bien llevados gracias al muchísimo deporte que había practicado en su vida: tenis, esquí, esgrima, golf, patinaje, ciclismo, senderismo, equitación, natación, billar... Había participado y ganado numerosos torneos internacionales en los años veinte, era una deportista nata, una mujer que necesitaba la acción. A la autora de Nada le encantaba el contacto con la naturaleza: andar por el campo y nadar en cualquier río, pero lo de Lilí Álvarez era otra cosa, era una profesional que se ceñía a los protocolos deportivos con la soltura de quien los conoce mejor que a sí misma. Las dos mujeres congeniaron de inmediato —la admiración que despertaba Laforet por haber escrito una novela extraordinaria con veintidós años, allá donde iba, era enorme— y al terminar la reunión la conocida tenista acompañó al matrimonio a su casa, conduciendo su coche deportivo al que llamaba «la Rubia» e invitándoles a pasar un domingo en su finca de Navacerrada. Laforet salió cambiada de aquel encuentro. Pero al escribir su biografía no podíamos saber la profundidad de sus sentimientos, el alcance de aquella amistad. La correspondencia cedida para su lectura por el periodista Bernardino Hernando permite comprenderla mucho mejor. No se trata de hurgar en la vida privada de las personas, consiste en poder explicar un cambio de orientación en su narrativa que no la beneficiaría en términos literarios, como nuestro libro analiza suficientemente. Álvarez le abrió los ojos a una nueva realidad. «Antes pensaba que esta confianza espiritual se debería tener solo con el marido. Ahora estoy totalmente segura de que ningún hombre la merece, ni la quiere, ni sabe qué hacer con ella» le escribirá unos meses después, cuando las dos mujeres se han convertido ya en inseparables. Se cartean diariamente si están lejos la una de la otra. Si se encuentran en Madrid, o se visitan o se llaman por teléfono, y Laforet disimula ante su familia la constancia telefónica de su amiga diciendo que habla con un editor que se llama Adolfo. Pero Adolfo no existe, es Lilí quien envuelve a Laforet en un afecto y una preocupación por ella tan continuos que se rinde a su apostolado. La escritora creyó firmemente que el nuevo sentimiento, su amor a Cristo, llenaría los vacíos de su vida, la insatisfacción, el deseo que no tenía nombre:

Yo vivo mi cariño por ti preparándome a despedirme de ti todos los días. No hay cosa más desgarradora... Poco te he contado de esto que por ti sufro, porque sería idiota hacerlo. Pero Dios lo sabe. He ido a Él con la cobardía de este sufrimiento muchísimas veces y le he dado mi carga. Así poco a poco has llegado a ser querida en mi alma, y lo que empezó por cobardía se va convirtiendo poco a poco en valor. Ahora me parece que soy capaz de intentar seguir a Cristo con mi Cruz a cuestas... Hablo en parábolas, como el Evangelio. Tal vez no me entiendas. Al principio quería apartarme de quererte para que todo me fuera más fácil. Esto es sabio, prudente y… cobarde. Ahora soy menos cobarde, menos prudente y... tan sabia como antes. Solo procuro superar esta sabiduría que me han dado treinta y un años de vida muy difícil sobre la tierra.

Laforet escribió una novela dando cuenta de ese cambio ideológico, titulada La mujer nueva, en la que una esposa de la edad de Laforet abandona a su marido y a su hijo en pos de una «vida nueva», solitaria y entregada a la oración. La novela, dedicada a su amiga Lilí, se publicó en 1955 y supuso un giro que a nadie pasó inadvertido. De nuevo se situaría en el ojo del huracán de todos los comentarios. La tercera novela que Laforet daba a conocer a sus lectores resultaba incomprensible para muchos incondicionales de Nada. De hecho, buena parte de la crítica reaccionó de forma adversa al echar de menos la voz de aquella narradora rebelde que les había cautivado. Que la audaz y joven escritora, admirada por su generación, terminara sometiéndose a la doctrina del catolicismo impuesta por el régimen franquista, no la favoreció. Las críticas y reacciones negativas mermaron su autoestima. Unos diez años más tarde le escribe en una carta a Ramón J. Sender lo siguiente:

Lo que me dice de La mujer nueva me ha dejado perpleja. Yo no la creo mi mejor libro —no creo que yo tenga ningún «mejor» libro—, puede ser que lo haya creído así en algún momento —al terminarla de escribir, por ejemplo—. Era un libro muy difícil de hacer, pero artísticamente yo creo que le falta perspectiva… Es claro que yo, dentro de mis límites, nunca intenté escribir a la manera de nadie. Ni siquiera me planteé el problema de escribir desde lo femenino. Si usted ve que yo hago las cosas desde un ángulo de mujer —y eso me halaga— al menos yo siento que he escrito con sinceridad, puesto que soy mujer y desde ese ángulo tengo que verlo.1

Hoy, gracias al epistolario cruzado con Lilí Álvarez podemos comprender mejor que nunca las coordenadas vitales y literarias al escribir La mujer nueva. Ambas mujeres se ayudaban mutuamente, proyectando asimismo viajes y planes sobre su inmediato futuro. Se tenían la una a la otra, pero en diferentes dosis. La escritora era una mujer casada y con cuatro hijos; sus compromisos familiares eran muchos, y su temor a las habladurías aumentaban día a día, mientras que Lilí se había enamorado de Laforet y parecía dispuesta a asumir los riesgos. Cinco años después de conocerse empezaron las primeras muestras de fatiga por ambas partes. Por ejemplo, Laforet aceptó una gira de conferencias (marzo de 1956) por varias ciudades andaluzas y le propuso a su amiga que la acompañara en coche. La extenista pasaba por un período de crisis: se había repetido la anemia que sufrió en 1926 y se hallaba muy alicaída, tanto que no se vio con fuerzas para acompañarla. Es posible también que hubieran aparecido las primeras sospechas de sentirse utilizada: ella tenía coche, mayor disponibilidad, y era frecuente que la escritora le pidiera favores. Laforet lamentará su negativa y presiente el futuro:

Tengo en perspectiva un viaje al que nadie me ha querido acompañar [solo se lo ha dicho a ella]. Por primera vez, hacer las maletas me produce un sentimiento de soledad absoluto. Te lo digo para tu consuelo, para que sepas que yo también conozco este sentimiento. Es más, creo que en mi vida ya siempre será así. Siempre hasta que me muera estaré volcada en los demás. Los querré y me querrán. Y al mismo tiempo estaré sola.

La novelista es consciente ya de que complacer a todo el mundo es una tarea imposible: las exigencias de Lilí son cada vez más incompatibles con las de su familia y las dos mujeres sufren. «He quedado con Lilí Álvarez en Los Jerónimos para decirle que me deje de una vez tranquila, que mi alma es pagana y no tiene nada que hacer…».2

El enfriamiento definitivo se produce a raíz de la noticia del último embarazo de la escritora, en verano de 1956, un hecho que nos era desconocido al publicar la primera edición de Una mujer en fuga. Cuando se lo comunica a Lilí, desde Raxó (Pontevedra), esta no puede evitar el enfado y, furiosa por los celos que siente de la vida conyugal de su amiga, la considera una «bárbara inconsciente» que pone a prueba su amistad. Laforet muestra una gran sensatez y le pregunta si esa actitud es cristiana: «¿Sería cristiano que yo ahora que comulgo todos los días limitase la natalidad de mis hijos por miedo a todos los inconvenientes prácticos y afectivos? Dime, querida mía, ¿cuál es la lógica de nuestra conducta?». Y añade: «Yo sé —me parece— que me tienes que seguir queriendo, aunque siga mi camino de Cristo, con todos sus inconvenientes, con todas sus espinas, con todos sus tormentos físicos... y, añado, espirituales». Lilí contesta con una carta en la que, de nuevo, dice sentirse herida y desgraciada, y agrega que ya nunca podrá volver a creer en ella. La respuesta de Laforet es estremecedora: «Yo, en cambio, te espero con los brazos tendidos... pero tengo que esperarte. O bien tirarme al surco y marcharme contigo todo recto, caminito del infierno, cosa que tú eres la primera en prohibir... como es natural. Pero que no sería tan difícil algunas veces. Porque todos estamos siempre al borde de un pozo, y solo la Providencia, cuando se lo pedimos con tan buena voluntad como lo hacemos tú y yo, nos sostiene». Laforet intenta enfrentar a su amiga con la verdad, despojada de misticismos: «No, niña mía. Aunque tú te obstines en creerlo y en disfrazarlo, en tu sufrimiento no hay nada espiritual (como nada espiritual hay en el mío, cuando sufro también) y hay que saberlo, y hay que querer purificarse». Por una vez, la escritora no ejerce sobre sí misma la violencia acostumbrada, no se refugia en la autocensura, sincerándose acerca de la raíz carnal de sus sentimientos y de su deseo de sublimarlos a través de la oración. Impresionante carta, que de poco podía servir ya porque la situación era insostenible para ambas mujeres, cada una enquistada en su propio dolor y en sus propias resistencias a un deseo imposible. El fin de su amistad llegó en octubre de 1958 y, como tantas veces ocurre, todo lo que ambas habían compartido se esfumó de pronto dejando solo vacío y resentimiento. En La insolación, Laforet escribiría, transformada y aun tratando de escapar de lo autobiográfico, su propia y desoladora historia con Lilí Álvarez y con tantas otras amigas a través de Martín Soto. De Andrea a Martín Soto, siempre la misma preocupación, ese «desencanto» que tan bien describe Gonzalo Sobejano en su crítica literaria sobre la obra de Laforet en su Novela española de nuestro tiempo.

Veinte años más tarde, en una carta de septiembre de 1978, perteneciente a la correspondencia recuperada por Rolón-Barada en su tesis doctoral, Laforet le escribía a su amiga Antonella Bodini, viuda del poeta, traductor, y profesor Vittorio Bodini, la siguiente reflexión nostálgica y sentimental sobre todo lo relacionado con Lilí Álvarez:

Hoy fui a la Cuesta de Moyano… Es un lugar detrás del Jardín Botánico, una cuesta que baja hacia Atocha. Allí hay una «feria» permanente de libros de primera y segunda mano: una fila de casetas de madera… Los domingos abren por la mañana. Pasé, al volver por el Paseo del Prado…, delante del Museo, en la puerta de Velázquez, hay unos jardincillos preciosos. No puedo pasar por allí sin sentir algo personal, intransferible…, tierno y fuerte y vivo. Y no tiene nada que ver con el Museo sino con un gran amor —grande de verdad— que viví hace mucho (no era el primo amore… ni el segundo [¿?] amore… El número de amore que hizo… ni lo sé, ni quiero saberlo). Pero fue tan grande que aún me dura… Aún me enriquece. En su momento fue para mí un desastre, un destrozo, porque tuve la manía de idealizar a la persona que lo provocaba…, en ciertos aspectos. Conocía muchos de sus defectos, claro (que admiraba también), pero no llegué a conocer hasta el fin, el que anuló toda posibilidad de continuar la amistad… o continuar en amistad. La persona vive y alguna vez la encuentro —rarísima vez— y ocurre algo tan curioso como esto: jamás me decepciona físicamente si le doy la mano (y puedes imaginar que es bien pura esta atracción ya que esa persona tiene 16 años más que yo), pero jamás puedo desear reanudar una relación amistosa, aunque siempre supe —desde el primer momento— que ese amor fue correspondido. Duró años… Bueno, delante del Museo del Prado no ocurrió más que un encuentro, una tarde —como tantos encuentros, tantas tardes o mañanas, en tantos lugares— pero ese encuentro está vivo. Se quedó allí como esos fantasmas que según dicen se veían en Hiroshima después de la bomba atómica…

Dieciséis años era la diferencia de edad que mediaba exactamente entre Lilí Álvarez y Laforet. Y que fue un gran amor, de eso no cabe duda. La correspondencia mantenida por la escritora nos es imprescindible para comprender la estructura de su personalidad y las razones que la llevaron a perderse a sí misma. Su relación con Lilí Álvarez formaba parte de un mundo cerrado a cal y canto en los años cincuenta, conflictivo, imposible. En otra larga carta dirigida a su amigo y gran admirador Ramón J. Sender, escrita desde Gijón, el 11 de septiembre de 1973, Laforet le ofrecía la siguiente versión sobre su propia vida sentimental y amorosa:

Personalmente te diré que físicamente solo he conocido un amante y ha sido mi marido, y fue bien en ese aspecto; pero mi fuerza va por otra parte de mi ser, y en ese asunto soy completamente objetiva y comprensiva…, aunque en cambio las cosas de tipo sentimiento, espíritu o lo que quieras llamarle, pueden ponerme en peligro continuamente (en peligro de mi independencia dichosa, que parece que es lo que me arrastra más…).3

«Mi fuerza va por otra parte», reconoce Laforet. Pero las fuerzas del medio circundante tuvieron un peso directo sobre su personalidad y su futuro como novelista.

Por último, decir que esta cuarta edición de Una mujer en fuga corrige algunos errores que contenían las ediciones anteriores, e incorpora las correcciones hechas para la edición de Círculo de Lectores (2011). También incluye algunas de las imágenes que se habían previsto en la primera edición del libro y que, por diversas razones, no llegaron a publicarse. En esta ocasión se han utilizado solo fotografías cedidas expresamente a los autores.

ANNA CABALLÉ e ISRAEL ROLÓN-BARADA,

junio de 2019

Carmen Laforet. Una mujer en fuga

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