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Capítulo 6

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ISOBEL quiso sentarse, pero no podía hacerlo sin despertar la extrañeza de su anfitriona. Tampoco quería que ésta se fijara en la perplejidad reflejada en su rostro, y en lugar de eso, se mantuvo donde estaba con una estúpida sonrisa helada en los labios mientras Alejandro se acercaba a Anita.

Casi inconscientemente se dio cuenta de que él arrastraba ligeramente una pierna, y cuando él se inclinó para besar las mejillas de la escritora, Isobel vio la cicatriz que iba en diagonal desde la ceja derecha hasta la boca y tuvo que contener una exclamación.

–Hola, querida –dijo el recién llegado con la misma voz grave e inquietante que Isobel recordaba–. Veo que ha llegado nuestra invitada.

¿Nuestra invitada?

Isobel tragó saliva. ¿Qué querría que dijera ahora? ¿Querría que mencionara que se conocían? En otras circunstancias no lo hubiera dudado, pero aquélla era una situación muy especial, y potencialmente peligrosa. Por encima de todo tenía que pensar en Emma.

¿Sabría lo de su hija? ¿O era simplemente una terrible coincidencia, tan inesperada para él como lo era para ella?

–Sí, es la señora Jameson –oyó que decía Anita Silveira, que la estaba señalando con la mano–. Éste es mi yerno, señora Jameson, Alex Cabral. Cenará con nosotros.

Antes de que Isobel pudiera decir nada, Alejandro le tendió la mano a modo de saludo.

–Bienvenida a Brasil, señora Jameson –dijo él–. Es un placer conocerla.

Así quedaba claro que él no tenía la menor intención de reconocer que la conocía. Isobel se humedeció los labios con la lengua, deseando mostrarse tan indiferente ante la situación como parecía estarlo él. A menos que no la recordara, claro. Quizá para él conocerla no había sido tan inolvidable. Probablemente se acostaba con muchas mujeres inglesas en sus visitas a Londres.

Y también estaba claro que había regresado a Brasil para casarse poco después. Apretó la copa de cristal. No, no había sido tan inolvidable. Pero era otro hecho que debía olvidar si quería concentrarse en el artículo que iba a escribir, se recordó con firmeza. Aunque sabía que la hija de Anita había muerto a los veinte o veintidós años, estaba bastante segura de que su tío no le había mencionado que hubiera estado casada.

A pesar de todo, Alejandro había cambiado. Parecía mucho más mayor de lo que ella recordaba, sin duda debido a la pérdida de su esposa.

Se le hizo un nudo en el estómago, pero lo ignoró. Lo que no pudo ignorar fue la sensación de que el carisma y el poder de Alejandro podrían volver a vencer su resistencia una vez más.

–¿Cómo está, señor? –dijo ella haciendo un esfuerzo, y mayor aún cuando los dedos fuertes y ligeramente encallecidos le tomaron la mano.

Lo que ya no pudo hacer fue evitar un retroceso instintivo al sentir la oleada de calor que le recorrió el brazo y la cara cuando la palma masculina le apretó breve e íntimamente la suya.

«Oh, no», pensó ella mirándole a los ojos y viendo el desprecio que torció los labios masculinos al ver su reacción. Sin duda Alejandro creyó que su aspecto la repelía. ¡Dios, cuánto se equivocaba!

Por lo visto Anita no quedó indiferente ante la tensión entre su yerno y su invitada.

–Su tío debió de decirle que mi hija Miranda murió hace poco más de un año –intervino la mujer mirándola primero a ella y después a su yerno. A continuación se colgó del brazo masculino–. Desde entonces, Alex y yo estamos muy unidos. ¿Verdad, querido? Juntos hemos superado su pérdida.

Isobel abrió desmesuradamente los ojos. ¿Tan poco hacía que había muerto la hija de Anita?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo estuvieron casados antes de que… un accidente los separara? ¿O estaban ya casados cuando lo conoció en Londres?

–Desde luego –dijo él. Y a continuación, dirigiéndose a Isobel y en un tono mucho más frío, añadió–: Tengo entendido que usted también tiene una hija, señora Jameson. Es una lástima que no haya podido traerla con usted.

Isobel de repente sintió como si se ahogara. No podía respirar. Lo sabía, pensó. Alejandro conocía la existencia de Emma. ¿Pero cómo? ¿Sabría que era su hija? ¿Y cómo lo había descubierto?

–Yo… yo…

Las palabras se le atragantaron en la garganta al darse cuenta de que él no se había sorprendido al verla. Alejandro sabía que venía, y por una razón u otra, no intentó detenerla. ¿Por qué? ¿Por qué quería volver a verla? A menos que fuera por algo relacionado con Emma.

Con la boca seca, pensó en beber un trago de vino para aclararse la garganta, pero lo único que consiguió fue atragantarse con el líquido y empezar a toser descontroladamente. Alejandro se acercó a ella y le quitó la copa de la mano.

–Creo que nuestra invitada está demasiado cansada para responder a tus preguntas, Alex –dijo Anita, y chasqueando los dedos al camarero, le dio una serie de instrucciones en portugués–. Le he dicho a Ruis que Sancha le lleve la cena a su habitación. Estoy segura de que lo prefiere.

Isobel suspiró con alivio.

–Sí. Gracias, señora –dijo tratando de evitar los ojos de Alejandro–. Estoy muy cansada. Ha sido un viaje agotador. Si me disculpa, me retiraré a mi habitación.

–Acompañaré a la señora Jameson a su habitación –se apresuró a ofrecerse Alejandro.

A Anita sin embargo no debió de parecerle tan buena idea.

–Creo que la señora Jameson preferirá que le acompañe uno de los criados –dijo dándole unas palmaditas en el brazo a Alejandro–. Apenas te conoce, Alex, y reconoce que a veces puedes resultar un tanto intimidador.

Alejandro apretó los labios y dijo algo a Anita en su idioma que le borró la sonrisa de la cara. Después, volviéndose a Isobel, le dijo:

–Le pido disculpas si le he intimidado, señora. No era mi intención. Continuaremos nuestra conversación en otro momento.

Isobel quería decirle que no tenía nada de qué hablar con él, pero no era el momento de empezar una discusión, y prefirió responder con una sonrisa.

–Será un placer, señor –dijo negándose a dejarle ver el fuerte impacto que su presencia había tenido en ella.

Con alivio, Isobel siguió los pasos de la misma doncella que había ido a buscarla a su habitación y que le acompañó de regreso.

Cuando le llevó la comida, Isobel había perdido por completo el apetito. Se sentía enferma, desorientada, sin entender qué hacía allí ni por qué le habían seleccionado a ella.

¿Estaba allí para escribir un reportaje sobre Anita Silveira? ¿O había sido una estratagema para llevarla hasta allí? Si era así, ¿qué esperaba conseguir Alejandro? El único motivo podía ser Emma, y eso sí que la asustaba.

Todavía era de noche cuando Alejandro aparcó su todoterreno sobre las dunas en la parte posterior de la casa de Anita. Después de una tensa cena con su madre política, regresó a su casa, pero fue incapaz de conciliar el sueño. Estaba resuelto a ver a Isobel, hablar con ella, aunque eso significara ir en contra de los deseos de su suegra.

A pesar de la hora, las temperaturas seguían siendo bastante elevadas, aunque desde el océano llegaba una deliciosa brisa nocturna que refrescaba un poco el ambiente. El olor a sal que llegaba desde el mar era estimulante, y Alejandro pensó que en otras circunstancias habría pensado en salir a navegar en su yate.

La casa estaba a oscuras. Probablemente Anita todavía dormía; casi nunca se levantaba antes de las once, y por eso muchas veces él elegía aquel momento del día para dar un paseo por la playa.

Su finca estaba a unos veinte kilómetros de allí, por una serpenteante carretera que ascendía hacia las colinas.

Era duro, muy duro, mantener la calma. En ningún momento pensó que le fuera a resultar tan difícil volver a ver a Isobel. Porque mientras su situación había cambiado de forma tan rotunda, ella parecía exactamente la misma.

Aunque ahora era madre.

El día fue clareando lentamente y él continuó caminando por la arena. Entonces la vio. Apenas empezaba a amanecer, pero supo que la esbelta figura que se perfilaba contra el cielo amarillento del amanecer era ella. Apretó los dientes, y por un momento pensó si no sería producto de su imaginación. Pero no, estaba allí, con los pies metidos en el agua, dejando que las olas que rompían junto a la playa le acariciaran la piel.

–Hola –dijo cuando llegó casi a su altura.

Isobel dio un respingo, asustada. No esperaba encontrarlo allí, y mucho menos a aquella hora.

–¿Has venido a darte un baño? –preguntó él mirándola con intensidad.

Isobel retorció las manos nerviosa.

–No –se apresuró a responder, mirando hacia la casa. Entonces se le ocurrió–. ¿Vives aquí?

Los labios de Alejandro esbozaron una leve sonrisa.

–No.

–¿Dónde has pasado la noche?

–Oh, por favor –Alejandro se echó el pelo hacia atrás y la miró con incredulidad–. Anita es mi suegra, no mi amante.

–¿Estás seguro de que ella piensa lo mismo?

La pregunta le salió de la boca sin poder evitarlo, y las manos de Alejandro se cerraron con rabia.

–¿Estás celosa? –preguntó él recuperando el aplomo–. Debo reconocer que es algo que no había considerado.

–¡Ya te gustaría!

Isobel tenía las mejillas cubiertas de rubor, pero en sus ojos había destellos de indignación, y Alejandro se arrepintió de haberse burlado de ella.

Pensó en el aspecto inocente que tenía, sin maquillaje, con los labios entreabiertos y temblorosos. Aquella mañana iba vestida de rosa, y la suave tela de la camiseta le marcaba los pezones con toda claridad. Probablemente no llevaba sujetador. De hecho, estaba seguro de que no, y contra su voluntad, muy contra su voluntad, sintió un nuevo endurecimiento entre las piernas.

Isobel le dio la espalda, deseando poner cierta distancia entre ellos, pero él no pudo dejarla marchar.

–Espera –dijo sujetándola por el brazo para impedir su huida–. Tenemos que hablar, Isobella–. ¿O vas a seguir fingiendo que no nos conocemos?

–No fui yo quien empezó –le recordó ella–. Tú fuiste el primero en fingir que no me conocías –le espetó mirando con dureza la mano que le sujetaba el brazo y después al rostro masculino.

Alejandro frunció el ceño. Tenía que reconocer que Isobel tenía razón. En ningún momento intentó contarle a Anita su lejana aventura con Isobel, y aunque la noche anterior estaba preparado para encontrarse con ella, no había tomado en cuenta su reacción al volver a verla.

–Está bien –dijo él–. Pero dime, ¿hubieras preferido sacar el tema de la paternidad de nuestra hija con Anita delante? No, no lo creo. Creo que cuando me viste te quedaste de piedra, y no sólo por mi cambio de aspecto.

–Te equivocas.

Presa de pánico, Isobel se dijo que Emma era su hija, y sólo suya.

–¿Tú crees?

Era evidente que él no la creyó.

–Claro que me quedé sorprendida al verte. No sabía que fueras familia de Anita Silveira.

–No, eso lo creo –respondió Alejandro.

Isobel respiró profundamente. Estaba perdiendo el control de la situación, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para olvidar recuerdos que tanto había luchado por borrar de su mente.

–He venido a hacer una entrevista, nada más –dijo por fin–. Mi tío estaba encantado cuando el agente de Anita Silveira se puso en contacto con él y le ofreció la entrevista.

–¿Y por qué no está él aquí?

–Porque… –entonces empezó a verlo todo mucho más claro–. Porque por lo visto Anita Silveira había leído algunas de mis entrevistas. Oh, Dios mío –abrió los ojos con incredulidad–. Tú lo preparaste todo, ¿verdad?

La mirada burlona de Alejandro ni lo negó ni lo confirmó, pero él no la soltó. Sus dedos continuaron sujetándole el brazo y ella tuvo que endurecerse para ocultar el impacto que seguía teniendo en ella.

–No sé a qué viene todo esto, pero volveré a Londres hoy mismo.

–No –la respuesta de Alejandro fue inflexible, y ella se dio cuenta del peligro que representaba su cercanía.

A pesar de la cicatriz y la lesión que le obligaba a caminar arrastrando una pierna, Alejandro continuaba siendo un hombre muy atractivo. No era sólo el físico, sino la virilidad que exudaba por cada poro de su cuerpo.

Sin querer, los ojos femeninos fueron descendiendo por el torso masculino y más abajo, y sin querer Isobel recordó las nalgas firmes que había apretado con sus manos años atrás. Había cosas que no se podían olvidar, como tampoco pudo dejar de reparar en el inconfundible bulto que se adivinaba bajo la tela del pantalón.

¡Oh, Dios!

Alejandro esperaba su respuesta, Isobel sabía que tenía que mantenerse con la cabeza bien en su sitio.

–No sé qué habría pensado tu mujer, o tu prometida, de haber sabido lo que hacías en Londres –le espetó ella a la defensiva–. Dudo que le dijeras, a ella o a tu suegra, que te estabas acostando con otra mujer.

–No era necesario –el rostro de Alejandro se ensombreció–. Pero no estamos hablando de Miranda. Estamos hablando de nuestra hija, la hija que yo ni siquiera sabía que tenía.

–¿Cómo sabes que es tu hija?

La respuesta de Isobel lo paralizó momentáneamente, y ella, aprovechando su debilidad, se apartó de él. Después, recogiendo los zapatos del suelo, salió corriendo hacia la casa.

Y no se volvió hasta llegar a los cuidados jardines de la hacienda, jadeando y con el corazón en un puño.

Entonces, para su sorpresa y alivio, vio que Alejandro seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Y se dio cuenta de que, si Alejandro no la había seguido, era porque no podía.

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