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Capítulo 2

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TRAS la partida de Alejandro, en la cocina se hizo un tenso silencio. Por fin Julia dijo:

–No ha estado mal, ¿eh?

Isobel apretó los labios.

–Prefiero no hablar de ello, si no te importa –dijo, y echó una ojeada al reloj–. Es tarde, y quizá sería una buena idea poner punto final a la fiesta. Ya son más de la una y…

–¿No lo dirás en serio? –Julia la miró boquiabierta–. Issy, la fiesta acaba de empezar. Oye, porque hayas perdido la cabeza y hayas querido enrollarte con Alex, no voy a enfadarme contigo. Somos amigas desde hace mucho…

Isobel levantó una mano para interrumpirla.

–¿De qué lo conoces? ¿Y por qué has quedado con él la semana que viene?

–Oh –Julia sonrió con altivez–. ¿No te lo ha dicho? Oh, seguro que no ha podido. En la agencia estamos haciendo unos trabajos de publicidad para su empresa, una empresa bastante importante en Sudamérica. Quieren entrar en el mercado europeo y nos han elegido para promocionarlos aquí.

–Oh, ya veo.

–Sí, nuestro Alex es un tipo importante, Issy. Por eso me ha molestado tanto verlo contigo.

–¿De verdad?

Isobel no la creyó, pero Julia continuó:

–En serio, Issy. La primera sorprendida cuando aceptó la invitación fui yo. Supongo que debía de estar aburrido. Los tíos como él no acostumbran a pasearse por los barrios pobres.

Isobel le dio la espalda y empezó a recoger latas vacías esparcidas por toda la cocina, tentada a decirle que ella no vivía en un barrio pobre, pero no quiso darle la oportunidad de ponerse paternalista con ella. Además, si Alejandro tenía tanto dinero como Julia decía, probablemente su amiga tenía razón. Alejandro Cabral no se relacionaba con la gente normal y corriente.

–Bueno, que se haya ido no quiere decir que tengamos que terminar la fiesta –continuó Julia al ver que Isobel no respondía–. Una hora más, Issy, por favor, sólo una hora más y me los llevaré a todos de aquí. Te lo prometo.

Alejandro volvió a su hotel caminando.

A pesar de estar en noviembre, no era una noche fría. Afortunadamente, porque con las prisas se había dejado la cazadora de piel en casa de Isobel.

No lo había hecho a propósito, se aseguró. Cuando ella lo invitó a marcharse se puso tan furioso que lo único que quería era salir de allí.

Ahora la idea de volver a verla lo intrigaba. Recordó su dulzura antes que llegara la interrupción de Julia, la suavidad de su piel, la inesperada provocación de su boca.

Desde luego era diferente a las demás mujeres de la fiesta.

Sobre todo a Julia…

Alejandro torció los labios. Cuando le invitó a la fiesta, pensó en declinar la invitación. Aunque trabajaba con la agencia de publicidad, no tenía la costumbre de mezclar el trabajo con el placer, pero ella insistió tanto que al final aceptó. A fin de cuentas, y a pesar de los deseos de sus padres, no tenía ningún compromiso serio con nadie.

Frunció el ceño. En aquel momento no quería pensar en Miranda, y menos cuando tenía el recuerdo de Isobel tan presente. ¿Qué edad tendría?, se preguntó. La misma que él, se dijo, pero parecía más joven. Parecía increíble, pero ya había estado casada y estaba divorciada, a pesar de parecer tan inocente. Quería volver a verla, sí. ¿Querría ella verle a él?

Al día siguiente cuando pasó por su apartamento ella no estaba. Su vecina, una mujer mayor que hablaba por los codos, salió del apartamento contiguo.

–¿Busca a la señora Jameson? –quiso saber la mujer–. No está aquí, aunque no sé cómo piensa trabajar hoy después de no dormir en toda la noche. Nosotros desde luego no pegamos ojo.

–Ah.

Alejandro empezó a entender la reacción de la vecina.

–¿Estuvo usted en la fiesta? –continuó ella–. No, supongo que no. De haber estado seguramente estaría durmiendo.

Alejandro no se molestó en corregirla.

–Ha dicho «señora Jameson», señora. Tenía entendido que estaba divorciada.

–Sí, así es, o al menos eso fue lo que dijo al propietario cuando alquiló el apartamento.

–Ya veo –dijo Alejandro, sin mostrar su alivio–. Bien, volveré más tarde, cuando la señora Jameson esté en casa.

–¿Es amigo suyo? –preguntó la mujer, y una vez más Alejandro tuvo que refrenar su impaciencia–. ¿Quién debo decir que ha venido?

–Mi nombre es Cabral –respondió él, no tanto para satisfacer la curiosidad de la mujer, sino para que Isobel no creyera que estaba merodeando por su casa–. Gracias y perdone por las molestias, señora… señora…

–Lytton-Smythe –dijo la mujer–. ¿También trabaja para su tío?

Alejandro titubeó.

–¿Su tío?

–Samuel Armstrong –dijo ella–. Publica revistas o algo así. La señora Jameson siempre está viajando, haciendo entrevistas a gente famosa y escribiendo artículos para él.

–¿Sí? –Alejandro estaba impresionado.

–Sí –ahora la mujer parecía más reticente, como si se arrepintiera de haber hablado demasiado–. Supongo que debe de ser muy lista, la verdad, aunque trabaje para su tío.

Alejandro le agradeció la información. Por lo menos ahora sabía que había una forma alternativa para recuperar su cazadora, se dijo, pero eso no cambió el hecho de que seguía queriendo volver a ver a Isobel.

Cuando regresó a su apartamento, Isobel estaba exhausta. Había logrado terminar el artículo sobre el maquillador después de la fiesta, pero los invitados de Julia no terminaron de irse hasta más de dos horas después de la partida de Alejandro Cabral. Julia, por su parte, había dejado la fiesta media hora antes acompañada de un hombre y dejando a su amiga sola para ocuparse de los más borrachos y de limpiarlo todo.

Por eso, cuando Isobel llegó a casa por la tarde, todavía le quedaba por enfrentarse con parte de los restos de la fiesta. Lo primero que hizo fue abrir todas las ventanas para ventilar el apartamento y eliminar el olor a tabaco y cerveza. También había marcas en el suelo, y quemaduras de cigarrillos en el brazo de uno de los sofás, pero era consciente de que podía haber sido mucho peor.

Le llevó más de media hora terminar de recoger las latas y ceniceros esparcidos por todo el salón, y al final se preparó un café.

Con la taza en la mano, se sentó en el salón. Todavía le quedaba pasar la aspiradora y fregar el suelo, pero lo peor había terminado.

Poco después sonó el timbre de la puerta, y sintió la tentación de ignorarlo. Probablemente sería su vecina para quejarse de los ruidos de la noche anterior. Ya había tenido que disculparse con sus vecinos los médicos, con los que se había encontrado al ir a trabajar. Afortunadamente se habían mostrado muy comprensivos, probablemente no como la señora Lytton-Smythe.

Dejó la taza en la mesa de centro junto al sofá y, descalza como estaba, fue a abrir.

Pero no era la señora Lytton-Smythe.

–Oh –dijo al ver al hombre apoyado con el hombro casualmente contra la pared del pasillo. Sin darse cuenta, se llevó la mano al estómago tratando de controlar la mezcla de emociones que la embargó–. Hola.

–Hola –le saludó él, su voz tan sensual y melosa como la melaza, con el suave acento brasileño que lo caracterizaba–. ¿Molesto? –preguntó él al ver su confusión.

–Hum, no, no –balbuceó ella–. A… acabo de llegar –dijo recordando el desorden del salón. No podía invitarlo a pasar–. ¿Quiere entrar?

Entrar en su apartamento tenía su atractivo, sin duda, pero sujetarla por los hombros y tomarle la boca con la suya, pegarla a su cuerpo y sentir la sensual reacción del cuerpo femenino era mucho mejor.

Alejandro sacudió la cabeza. Aquello no tenía que estar pasando. Cierto, se sintió atraído por ella la noche anterior, pero no pensaba continuar con aquello. Quería volver a verla, sí, pero no esperaba aquella urgente necesidad de tocarla. Por el amor de Dios, ¿qué le pasaba?

Isobel interpretó el gesto como una negativa.

–Está bien –dijo tensa, sin entenderlo–. ¿En qué puedo ayudarle?

–No, no me refería a eso –se apresuró a disculparse Alejandro–. Sí, me gustaría mucho entrar.

–Oh. Vale –Isobel se hizo a un lado y señaló con la mano hacia el salón–. Seguro que recuerda el camino.

Alejandro entró en el pequeño vestíbulo, que inmediatamente se empequeñeció con él. Isobel, al sentir otra vez la cercanía del cuerpo viril y musculoso, pensó que debía de estar loca. ¿Por qué lo había invitado a entrar?

Cuando él la miró desde su altura, se quedó sin respiración.

–Usted primero –dijo él.

Por un momento aquellas palabras sonaron absurdamente sensuales, hasta que ella se dio cuenta de que no era más que una cortesía. Isobel logró cerrar la puerta e ir hacia el salón, totalmente consciente de los ojos ámbar de Alejandro clavados en ella.

–Como ve –dijo cuando él se detuvo en la entrada, mirando a su alrededor con interés–, aún no he tenido tiempo de reparar los daños.

Alejandro se encogió de hombros. Llevaba unos vaqueros negros y un jersey verde con capucha y el logotipo de un club deportivo.

–No he venido a comprobar cómo estaba el apartamento. Parece cansada –dijo él–. ¿No ha dormido?

Isobel dejó escapar un suspiro.

–Oh, gracias a Dios –respondió ella con el mismo sarcasmo–. No sabe lo que me consuela.

–No le estaba criticando, querida –dijo Alejandro caminando hacia ella y cerrando el espacio entre ellos.

Estiró una mano y suavizó con el pulgar las ojeras que se le dibujaban bajo los ojos femeninos. Isobel parpadeó rápidamente, y sintió cómo se le hundía el estómago al sentir la intimidad de la caricia. Él curvó los labios en una sonrisa.

–Relájese, pequeña. A juzgar por lo que me ha dicho su vecina, la señora Smith…

–Lytton-Smythe –le corrigió ella.

–Sí, la buena señora Smith –continuó él ignorando la corrección–. Me ha dicho que ninguno de los vecinos ha podido pegar ojo.

–¿Conoce a mi vecina? –preguntó ella retrocediendo un par de pasos–. ¿Ha estado hablando con ella?

–Esta mañana –le informó Alejandro, y miró a su alrededor–. Es un salón precioso –después la miró a la cara–. Seguro que a su ex marido no le hizo mucha gracia tener que marcharse.

–Nunca vivió aquí –se apresuró a corregirle ella–. Vivíamos en… en otro sitio.

–Pero ¿no quiere decirme dónde? –preguntó él–. Supongo que el recuerdo todavía es muy doloroso.

–Ya no –de eso Isobel estaba totalmente segura.

–¿Hubo otra mujer?

Estaba claro que Alejandro Cabral era un hombre muy insistente, e Isobel apretó los labios.

–No –repuso con sequedad–. Oiga, ¿no podemos hablar de otra cosa? Eso pasó hace mucho tiempo.

Alejandro dio otro paso hacia ella y esta vez, cuando ella retrocedió, sintió el frío de la pared en la espalda.

–Dígame, ¿sigue viendo a ese hombre?

–¿Qué hombre? –Isobel lo miró sin comprender.

–Si no hubo otra mujer, tuvo que haber otro hombre –continuó él alzando una mano que apoyó en la pared junto a la cabeza femenina–. Quiero saber si todavía está con él.

–No –Isobel lanzó una mano, como si quisiera apartarlo–. Quiero decir, sí. Hubo otro hombre. Ahora, por favor, ¿podemos hablar de otra cosa?

–No ha respondido mi pregunta –dijo él mirándola con curiosidad–. ¿Dónde está el hombre que le convenció para romper sus votos matrimoniales?

–¿Que me convenció…?

Isobel no podía permitir que creyera que había sido ella la causante de la ruptura.

–Yo no me lié con ningún otro hombre. Fue él, mi marido. Pero todo eso pasó hace mucho tiempo. Por favor, preferiría que lo olvidara. Yo lo he hecho.

Alejandro frunció el ceño, furioso, sin poder entender que otro hombre le hubiera podido hacer tanto daño. Mirando las mejillas sonrosadas de Isobel, deseó besarla. Sólo el recuerdo de la pasión compartida la noche anterior y su propia falta de control lo reprimió.

A pesar de todo, no pudo evitar tocarla y, alzando la mano libre, recorrió con un dedo la curva desde el pómulo a la mandíbula. La notó tensarse bajo su piel, y sintió el pulso que latía más abajo del lóbulo de la oreja. Quiso sentir la fuente de aquella palpitación, deslizar la mano bajo la camiseta y acariciarle los senos.

–Por favor… no sé a qué ha venido, señor Cabral, pero creo que debe irse.

–No lo dice en serio –dijo él, haciendo caso omiso de sus palabras–. Estamos empezando a conocernos, ¿no? –susurró mirándole la boca.

–En ese caso, ¿por qué no se sienta? –se apresuró a decir ella, que por encima de todo tenía que apartarse de él–. ¿Le apetece tomar algo, un café, un refresco?

–No quiero beber nada –dijo él con impaciencia, resistiendo el impulso de decirle con su cuerpo qué era lo que le apetecía. Apoyó la mano en su hombro, y con el pulgar acarició la tela de la camiseta que lo cubría–. Es una contradicción, querida. Ha estado casada y divorciada, ¿no? Reconoce que su marido le engañó, y sin embargo parece… intacta –torció los labios–. ¿Qué clase de mujer es?

En aquel momento, una mujer desesperada, pensó Isobel. Alejandro pensaba que parecía intacta. Tragó saliva. En cierto modo quizá tuviera razón. En las pocas ocasiones se mantuvo relaciones sexuales con David, tuvo que ocultar el hecho de que no había sentido nada. Desde luego nada parecido a lo que sentía ahora. ¿Por eso nunca sospechó que David tenía otro amante? ¿Y por qué hasta el divorcio no supo la verdad?

Pero Alejandro estaba esperando su respuesta.

–En este momento estoy muy confusa, me temo –dijo ella, y se mordió el labio–. Estoy segura de que tiene usted mucha más experiencia que yo, señor Cabral. ¿Eso es lo que quiere demostrar?

–¡No! –exclamó él con impaciencia–. Quería volver a verla, Isobel. ¿Tan difícil es de creer?

–Pues, sí, la verdad –dijo Isobel, que por encima de todo quería que él siguiera hablando–. Estoy segura de que no soy de la clase de mujer con la que se ve normalmente.

En eso tenía razón, pero Alejandro no estaba dispuesto a reconocerlo. En cualquier caso, ella lo intrigaba, y eso para él era una novedad.

Bajó los ojos hasta los senos femeninos, que subían y bajaban al ritmo frenético de su respiración, y sus vaqueros se tensaron al instante. Los senos femeninos eran llenos y redondos, y se alzaban erguidos contra el tejido de la camiseta. ¿Estaba excitada, o tenía miedo?

–¿Le asusto? –preguntó él bruscamente, –No –negó ella con rotundidad–, pero me gustaría saber por qué ha venido. Anoche le dije que no estaba interesada en…

–Sexo por sexo –dijo él, bajando la cabeza y hablándole prácticamente al oído–. ¿Acaso he dicho que eso es lo que quiero? –esbozó una sonrisa–. Oh, señora Jameson, cualquiera diría que no piensa usted en otra cosa.

Isobel decidió que ya había tenido bastante. Levantando ambas manos, las apoyó en el pecho masculino y lo empujó, haciéndole perder el equilibrio. Después se protegió detrás del sofá.

Pero no fue lo bastante rápida.

La mano masculina le sujetó por la muñeca y tiró de ella, pegándola de nuevo a él. Y no sólo a su pecho, se dio cuenta ella al sentir la presión de la erección masculina contra el vientre.

Pero todo aquello ocurrió de forma casi subliminal. Conscientemente, Isobel se vio ahogándose en el inesperado fuego de sus ojos, un fuego que se extendió por todo su cuerpo. Se sintió como consumida, en cuerpo y alma.

–Querida…

La palabra escapó como un suspiro de los labios de Alejandro, que le sujetó la nuca con la mano y volvió la cara hacia él.

–No me digas que no quieres que te bese. Creo que lo quieres tanto como yo.

Y le tomó la boca con la suya. Los labios femeninos se abrieron bajo él, mientras él le hundía los dedos entre los mechones de pelo. Un deseo ardiente y electrizante se apoderó de sus sentidos. Era como una llama que iba recorriéndole las venas al ritmo que marcaba con la lengua dentro de su boca.

Aquello no debía estar sucediendo, se dijo Alejandro, y sin embargo no pudo evitar abrazarla aún con más fuerza. Con una mano le acarició la columna vertebral y llegó hasta las nalgas. Sosteniéndola con la mano, la alzó ligeramente contra él, e Isobel fue consciente de lo que estaba ocurriendo. Casi a su pesar, Alejandro se había rendido a un deseo más fuerte que su voluntad.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

–¡Cristo! –exclamó irritado, enterrando la cara en el hueco de la garganta femenina–. No te muevas –gimió–. Por favor, Isobella, no contestes.

–Tengo que abrir.

Isobel ya se había apartado de él y se estaba bajando la camiseta. Con mano temblorosa, se echó el pelo hacia atrás. La voz también le temblaba, pero era firme. Le gustara o no, iba a abrir la puerta.

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