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3. La agresión en la infancia

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El lector atento habrá advertido que hasta este momento no hemos citado uno de los fenómenos más evidentes de la conducta humana: la agresividad que se puede observar en la infancia, incluso desde la más temprana edad. Es fácil contemplar cómo, incluso entre niños que aún no deambulan, pueden darse conductas claramente hostiles dirigidas a sus progenitores, cuidadores, hermanos, otros niños o hacia sí mismos.

¿Cómo entender y conceptualizar estas acciones? No nos parece correcto citarlas como apoyo a una disposición innata a la violencia, ni mucho menos a la maldad. Más adecuado nos parece asumir que el ser humano, como tantos otros animales, nace con una capacidad innata, heredada, para ejercer la agresión y que esta se dispara en función del contexto y la situación que el individuo experimenta, tal y como argumentábamos unas líneas más arriba, al introducir el tema de las emociones.

Sucede que cualquier bebé, dada su fragilidad y estado de dependencia extremas, puede sentirse amenazado o en peligro15 con suma facilidad. Una molestia cualquiera, el hambre, el sueño, el dolor o la ausencia del cuidador principal pueden disparar en el lactante, además del llanto, otras reacciones que podríamos calificar de defensivas, destinadas a garantizar su supervivencia. Ni los mejores tratos evitarán que, en determinados momentos, un bebé pueda experimentar semejantes situaciones y reacciones. Los cuidadores, con sus tareas de mentalización, ayudarán al niño a manejar y contener estas emociones tan inevitables como imprescindibles.

Más adelante, a medida que el menor va creciendo, será dado observar cómo puede reaccionar de forma agresiva ante muchas situaciones que le frustran, enfadan, molestan, suscitan su deseo o le contarían. Patadas, empujones, mordiscos, arañazos, lanzamientos de objetos y agresiones diversas, formarán parte invariable, en mayor o menor medida, de todo niño entre uno y tres años de edad. Ya sea en forma de rabietas, ataques o acciones defensivas. En los casos más extremos algunos de estos niños, normalmente atacantes, serán calificados de «pegones», en comparación con otros no tan agresivos.

Hay que tener en cuenta diversas cuestiones en estas maniobras que estamos revisando, a saber:

1) Los lactantes no disponen del instrumento del lenguaje y los que son algo más mayores lo hacen de modo muy rudimentario. Ello implica que la vivencia emocional no puede ser matizada, elaborada o pensada de ningún modo. Actúan como un sismógrafo emocional, son pura emoción, por expresarlo de algún modo.

2) Las emociones que viven estos niños son de carácter muy intenso, al no estar, aún, del todo escaladas por la experiencia. Las emociones placenteras provocarán expresiones de gran satisfacción o bienestar —sonrisas, tranquilidad, interacciones positivas— y las displacenteras se mostrarán en forma de inquietud y malestar, con llanto, movimientos bruscos, miedo, rabia o ira.

3) La impulsividad propia de la infancia, dada la ausencia de reflexión, gobierna a todos los menores, en especial a los considerados desinhibidos (Kagan, 1994, 2010).

4) La influencia del aprendizaje y la interiorización de las normas, aunque arranca en etapas muy tempranas, no ha efectuado todavía su labor a pleno rendimiento. Es más, puede observarse, en no pocas ocasiones, que los menores se comportan con mayor agresividad en presencia de los adultos de forma experimental, estudiando en sus respuestas el aprendizaje de límites.

5) La imitación, una forma inicial de aprendizaje, suele tener un papel importante en la conducta de niños tan pequeños. En este punto cabe recordar que los mayores no damos siempre el mejor ejemplo. No solo por nuestra propia agresividad o violencia, sino porque en ocasiones respondemos con hostilidad, gritos o ira a las conductas agresivas de los pequeños. Es decir, queremos apagar el fuego con gasolina, si se nos permite la chanza.

Hechas estas consideraciones, creemos que, si bien pueden calificarse de agresivos muchos de los comportamientos hostiles de los menores, no se pueden consignar, en ningún caso, como actos de violencia ni como actos de maldad.

El adjetivo violento quedaría excluido por dos razones. Por una parte, como ha quedado establecido con anterioridad, la violencia es conscientemente intencional. Un menor de tres años aún no comprende con plena conciencia en qué consiste el daño que puede infligir a los demás. Puede causarlo, sin duda, pero es más que dudoso que tenga la intención de provocarlo. Por otra parte, llamar violenta a la conducta agresiva infantil no cuadraría con la idea de Sanmartín de violencia como «agresividad alterada, principalmente por la acción de factores socioculturales», ya que los mismos aún no han sido del todo asimilados ni comprendidos de manera cabal por un niño de estas edades.

Cabe aquí matizar, no obstante, que los factores afectivos altamente negativos suelen traducirse en malas experiencias para los menores criados en según qué condiciones. De situaciones de maltrato, negligencia, abuso y otros factores de riesgo pueden surgir con relativa facilidad16 niños agresivos y abiertamente hostiles (Talarn, Saínz y Rigat, 2013). Pero no son estas circunstancias, nos parece, a las que se refiere el autor cuando menciona los factores socioculturales.

Todorov (2000) considera, creemos que con acierto, que el germen de las categorías éticas del bien y del mal se gesta en experiencias afectivas de la primera infancia. Para el niño, el bien es lo que le resulta placentero, lo cual, de entrada, es verse rodeado de las personas a las que quiere y necesita. El mal, sería, entonces, aquello que le provoca dolor o frustración, es decir, la separación de los seres queridos. El filósofo búlgaro, como si de un teórico del apego se tratase, escribe:

No hay que subestimar este primer paso: sin el amor primario, sin la certidumbre inicial de estar rodeado de cuidados y caricias, el niño corre el peligro de crecer en un estado de atrofia ética, de nihilismo radical; y, una vez adulto, de llevar a cabo el mal sin tener la menor conciencia de ello17.

Quizás esta reflexión nos venga a la memoria cuando revisemos la biografía y la psicología de algunos personajes especialmente crueles o malvados.

En todo caso, dicho esto, consideramos que las conductas agresivas propias de los niños menores de tres años quedan encuadradas bajo el concepto de agresividad y de agresión, tal como los hemos explicitado antes y, por tanto, estarían más próximas, filo y ontogenéticamente, a la agresión de los animales que a la violencia o la maldad de los adultos humanos18.

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