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IV

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Pálida estaba la niña, pálida como las azucenas de los jardines del rey moro, su padre.

Cuenta la historia que apenas quedaba sangre en las venas de Casilda, porque todos los días coloraba, arrojada á borbotones, la sarta de blancas perlas que brillaba entre los labios de la princesa.

Pálida estaba la niña, y el rey moro se moría de pena viendo morir á su hija.

La ciencia de los médicos de Toledo no acertaba á devolver la salud á la princesa, y entonces Almenón llamó á su corte á los más afamados de Sevilla y Córdoba.

Pero si impotente había sido la ciencia de los primeros, impotente era también la ciencia de los segundos.

—¡Mi reino y mis tesoros daré al que salve á mi hija!—exclamaba el pobre moro, viendo á Casilda próxima á exhalar el último suspiro.

Pero nadie acertaba á ganar su reino y sus tesoros, que la sangre continuaba colorando, arrojada á borbotones, la sarta de blancas perlas que brillaba entre los labios de la princesa.

—¡Mi hija se muere!—escribió el rey de Toledo al rey de Castilla.—Si en vuestros reinos hay quien pueda salvarla, que venga, que venga á mi corte, que yo le daré... mis reinos, mis tesoros, y hasta le daré mi hija.

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