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II

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Á la puerta del palacio encontró Casilda á su padre, y arrodillándose á sus pies, le dijo:

—¡Padre! ¡Señor padre! En las mazmorras gime muchedumbre de cautivos. Quítales sus cadenas, ábreles las puertas de su prisión y déjalos tornar á tierra de nazarenos, donde lloran por ellos padres, hermanos, esposas, amadas.

El moro bendijo á su hija en el fondo de su corazón, porque era bueno y amaba á Casilda como á la niña de sus ojos.

El pobre moro no tenía más hija que aquélla.

El pobre moro amaba á Casilda porque era su hija, y porque era además la viva imagen de la dulce esposa cuya pérdida lloraba hacía un año.

Pero el moro, antes que padre, era musulmán y rey, y se creía obligado á castigar la audacia de su hija.

Porque compadecer á los cautivos cristianos y pedir su libertad, era un crimen que el Profeta mandaba castigar con la muerte.

Por eso ocultó la complacencia de su alma, y dijo á Casilda con airado semblante y voz amenazadora:

—¡Aparta, falsa creyente, aparta! ¡Tu lengua será cortada y tu cuerpo arrojado á las llamas, que tal pena merece quien aboga por los nazarenos!

É iba á llamar á sus verdugos para entregarles su hija.

Pero Casilda cayó de nuevo á sus pies, demandándole perdón en memoria de su madre.

El pobre moro sintió sus ojos arrasados en lágrimas, y estrechó á su hija contra su corazón, y la perdonó, diciendo:

—Guárdate, hija mía, de pedir otra vez por los cristianos, y aún de compadecerlos, porque entonces no habrá misericordia para ti; que el santo Profeta ha escrito: «Exterminado será el creyente que no extermine á los infieles.»

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