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VI

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Casilda y el médico venido de Judea caminaban, caminaban, caminaban por la tierra de los nazarenos, y al fin se detuvieron á la orilla de un lago de aguas azules.

El médico tomó algunas gotas de agua en el hueco de la mano, y exclamó, derramándolas sobre la frente de la princesa:

¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, yo te bautizo!

Y la princesa sintió un bienestar inefable, parecido al que allá en su niñez le había contado la esclava nazarena que sentían los bienaventurados en el paraíso.

Y sus rodillas se doblaron, y sus ojos se fijaron en la bóveda azul del cielo, y en torno suyo resonaron dulcísimos hosannas, que la hicieron volver la vista á su alrededor.

El medicó venido de Judea no estaba ya á su lado, que cercado de vívidos resplandores se elevaba hacia la bóveda azul del cielo.

—¿Quién eres, señor, quién eres?—exclamó la princesa atónita y deslumbrada.

—Soy tu esposo, soy el que dió la salud á la hija de Jairo, que padecía el mal que tú padeciste; soy el que dijo: «Cualquiera que dejase casa, ó hermanos, ó hermanas, ó padre, ó madre, ó mujer, ó hijos, ó tierras por mi nombre, recibirá ciento por uno, y poseerá la vida eterna.»

En la orilla del lago azul que hoy llaman de San Vicente, y está en tierra de Briviesca, hay una pobre ermita, donde vivió solitaria la hija del rey moro de Toledo, que hoy llaman Santa Casilda.

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