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EL PÁJARO EN LA NIEVE

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ERA ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegos suelen aprender, la música; y fué en este arte muy aventajado. Su madre murió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de un regimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que no daba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado, que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padre indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oir su nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás chicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, al entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba, hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín....

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesen [á Juan] una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con catorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, para sostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados los primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muy pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió á la criada y se fué de pupilo á una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seis restantes le bastaban para atender á las demás necesidades. Durante algunos meses vivió el ciego sin salir á la calle más que para cumplir su obligación; de casa á la iglesia, y de la iglesia á casa. La tristeza le tenía dominado y abatido de tal suerte, que apenas despegaba los labios; pasaba las horas componiendo una gran misa de requiem, que contaba se tocase por la caridad del párroco en obsequio del alma de su difunto padre....

El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado: no sé si entraron los radicales, ó los conservadores, ó los constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino tarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días, juzgó que Juan era un organista peligroso para el orden público, y procedió inmediatamente á dejar cesante á Juan.... Cuando le notificaron el cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; allá en el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas para concluir su misa. Solamente se dió cuenta de su situación cuando al fin del mes se presentó la patrona en el cuarto á pedirle dinero; no lo tenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fué necesario que llevase á empeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otra vez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir. Mas otra vez volvió la patrona á pedirle dinero, y otra vez se vió precisado á empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era un anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar. Entonces, por consideración á su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía, muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho de dejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de los pocos reales que les quedaba á deber.

Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó una inmensa tristeza; ya no podía terminar su misa....

Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose con el baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época miserable y angustiosa.... De posada en posada, arrojado de todas poco después de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la única camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas por debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sé cuánto tiempo....

Comía lo preciso para no morirse de hambre en alguna taberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigos y malhechores en un desván destinado á este fin. En cierta ocasión le robaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de dril remendados. ¡Era en el mes de noviembre!...

Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse á la boca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado con terror que se acercaba el instante de pedir limosna.... Después de pasar muchas horas sollozando y pidiendo fuerzas á Dios para soportar su desdicha, resolvióse á implorar la caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, y decidió cantar por las calles de noche solamente. Poseía una voz regular, y conocía á la perfección el arte del canto; mas tropezó con la dificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado le facilitó una guitarra vieja y rota, y después de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramar abundantes lágrimas, salió cierta noche de diciembre á la calle. El corazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quiso cantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y la vergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimóse á la pared de una casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó á cantar la romanza de tenor del primer acto de La Favorita. Llamó desde luego la atención de los transeuntes, y muchos hicieron círculo en torno suyo, y no pocos, al observar la maestría con que iba venciendo las dificultades de la obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunos cuartos en el sombrero, que había colgado del brazo. Pero se había reunido demasiada gente á su alrededor, y la autoridad temió que esto fuese causa de algún desorden.... Por lo cual un guardia cogió á Juan enérgicamente por el brazo y le dijo:

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